LA HISTORIA REAL DE ESTA ABUELA 👵💔UNA HISTORIA QUE TE MOTIVARÁ 3

LA HISTORIA REAL DE ESTA ABUELA 👵💔UNA HISTORIA QUE TE MOTIVARÁ

  • Cuando la puerta del cuarto de mi hija se abría de madrugada, yo fingía dormir. Tres meses de silencio escuchando esos pasos en el pasillo. Yo sospechaba, pero el día que encontré las marcas moradas en sus piernitas, supe que necesitaba hacer más que solo rezar. Hola, mis queridos. Qué bendición poder conversar con ustedes así desde mi mecedora.
  • Soy doña Esperanza Morales. Tengo 72 años bien vividos y hoy vivo aquí en Guanajuato, en el corazón de México. Todos los días después de la comida, cuando el sol está más suavecito, me gusta sentarme en el jardín y observar la naturaleza. Bella, limpia y real. Mis hijas me regalaron unas plantitas cuando me mudé a esta casita.
  • Al principio pensé que no iba a funcionar porque nunca tuve mucha mano para las plantas, pero saben cómo es, uno las cuida todos los días, conversa con ellas y ellas responden creciendo cada vez más bonitas. Es como la vida, ¿no? Uno cuida, uno da cariño y aún después de las tormentas las cosas florecen de nuevo.
  • Desde aquí en el porche puedo ver el cielo entero, las nubes pasando despacito y siento una paz. esa paz que tardé tanto en encontrar. Nadie me dijo que la vejez traería este alivio, este confort de finalmente estar en paz con mis memorias. Ah, antes de continuar mi conversación con ustedes, quisiera pedirles un favorcito. Si están disfrutando de mi compañía, hagan clic en ese botoncito de me gusta y suscríbanse al canal para que podamos continuar esta charla otras veces.
  • Y cuéntenme aquí en los comentarios desde qué ciudad me están viendo. Es por la mañanita con el cafecito, después de la comida o ya de noche con ese té calentito como el mío. Leo todos los comentarios, ¿saben? Me hace muy feliz saber de dónde son y a qué hora se toman un tiempito para esta abuelita.
  • Cuéntenme, ¿vale? Vamos a crear una cadena de cariño. ¿Saben, mis queridos? Hay historias que guardamos por años. décadas incluso, porque son difíciles de contar, pero llegó un momento en que me di cuenta que guardar ciertas cosas solo hace que pesen más. Hoy quiero compartir con ustedes algo que cambió completamente mi vida sobre un tiempo en que tuve que elegir entre el silencio que lastimaba y el valor que salva.
  • Una historia sobre cómo a veces el amor de madre necesita convertirse en una fuerza que ni sabíamos que teníamos dentro. Fue un tiempo en que los pasos en la madrugada me llenaban de pavor. Un tiempo en que descubrí que las paredes de mi propia casa escondían sombras que yo no quería ver. Pero como dicen aquí en Guanajuato, después de la tormenta más brava viene la calma.
  • Y así fue como sucedió conmigo y mi pequeña Lupita. Nací en Dolores Hidalgo, un pueblito aquí mismo de Guanajuato, en 1953. En aquel tiempo todo era más simple, pero también más difícil. ¿Saben? Mi padre, Gerardo Morales, trabajaba como carpintero, hacía muebles que eran verdaderas obras de arte.
  • Ya mi madrecita Teresita, cuidaba de la casa y vendía bordados para complementar el ingreso. Fue con ella que aprendí a tener mano firme con aguja e hilo. Éramos una familia de seis hermanos. Yo era la más pequeña de las niñas. Mis dos hermanos mayores, Juventino y Osvaldo, ya eran casi hombres cuando yo todavía jugaba con muñecas. Crecieron fuertes como nuestro padre, trabajando desde temprano en la carpintería, aprendiendo el oficio.
  • Después vino mi hermana Iracema, que siempre fue la más estudiosa, Isidra, que tenía una voz linda y cantaba en el coro de la iglesia. Yo, la más pequeña de las niñas, crecí oyendo a todos decir que era igualita a mi madre, tanto en el modo quieto como en la habilidad con los puntos de costura.
  • Nuestra casa era pequeña, pero acogedora, hecha por mi propio padre. Estaba al final de una calle de tierra, cerca de un arrollito, donde lavábamos ropa y jugábamos en los días calurosos. tenía tres cuartos apretaditos, uno para los muchachos, uno para las muchachas y uno para los padres.
  • En la cocina, el corazón de la casa, había una estufa de leña que dejaba todo calientito en los inviernos rigurosos de Dolores Hidalgo. El olor a pan casero y a tamales de elote que mi madre hacía todavía vive en mi memoria. Era un tiempo de pies descalzos corriendo en el pasto, de subir a los árboles para frutas, de jugar a la ronda con las vecinas hasta que el sol se ponía.
  • No teníamos mucho, pero nunca faltó lo principal, amor y respeto dentro de casa. Desde chiquita, a los 5 años, ya me sentaba al lado de mi madre para aprender los primeros puntos. Mientras las otras niñas corrían, a mí me gustaba quedarme observando cómo ella abordaba. fascinada con las flores y pájaros que nacían de esas manos mágicas.
  • “Esperancita tiene manos de hada,” decía mi tía Victoria cuando veía mis primeros trabajos. Con 8 años ya hacía pequeños bordados que mi madre vendía junto con los suyos. La escuela quedaba a casi media hora caminando. Íbamos todos juntos, los hermanos mayores cuidando de los menores. Recuerdo mi cuadernito de caligrafía, las clases de tablas que me costaban trabajo y la maestra durbalina, que tenía un modo severo pero justo.
  • Estudié solo hasta cuarto de primaria. En aquella época, niña de familia humilde, aprendía lo básico y después se quedaba en casa ayudando a la madre y preparándose para el matrimonio. Los domingos toda la familia iba a la iglesia, las mujeres de un lado, los hombres del otro y después la comida en casa de la tía Victoria, que reunía a todos los primos, tíos y tías.
  • Era un día de fiesta con derecho a tamales, esos sabrosos platillos de masa de maíz que son parte de nuestra tradición. Después los hombres jugaban a las cartas y las mujeres hacían rueda de conversación intercambiando recetas y contando cuentos. Fue en una de esas tardes de domingo, cuando yo tenía 12 años que conocía a la familia de Emilio.
  • Ellos se habían mudado del interior de Michoacán para Dolores Hidalgo. El padre de él, don Eustaquio, era amigo distante de mi padre y vino a trabajar con madera también. Emilio tenía 17 años y ya ayudaba a su padre. Recuerdo cómo me miraba y yo toda avergonzada escondiendo la cara en el delantal de mi madre.
  • En aquella época no sabía que aquel muchacho tímido, de ojos castaños y manos callosas, cambiaría mi destino para siempre. Ni sospechaba que años después él sería el padre de mi Lupita. Pero antes de eso, mucha agua corrió bajo el puente. La vida en Dolores Hidalgo seguía su propio ritmo, marcado por las estaciones, por las cosechas, por las fiestas religiosas.
  • La fiesta de San Juan era la más esperada del año. La plaza central se llenaba de puestecitos. Había baile, fogata y mucha comida buena. Fue en una de esas fiestas, cuando yo estaba con 13 años, que sentí la primera señal de que estaba dejando de ser niña. Mi madre se dio cuenta antes que yo, cuando vio una manchita de sangre en mí en agua, me llevó a casa rápidamente, me explicó sobre la menstruación, como le llamaban antiguamente, y me dio un paño que debería usar cada mes a partir de entonces. Ahora eres señorita Esperanza. Tienes que tener más cuidado con los
  • muchachos”, me dijo con esa mirada preocupada. Y así fue entre bordados, rezos y responsabilidades, que crecí, dejando poco a poco la infancia atrás y entrando en aquella fase que cambiaría todo. El tiempo pasó y cuando cumplí 17 años, Emilio ya tenía 22 y trabajaba firme en la carpintería con su padre.
  • Nos encontrábamos en las misas de domingo, en las quermes y de vez en cuando él aparecía por mi casa, siempre con la excusa de hablar con mis hermanos. Pero yo sabía, y todos sabían que venía a verme a mí. Nuestro noviazgo empezó así, bajo los ojos atentos de la familia, un noviazgo respetuoso como se hacía antiguamente.
  • Con 19 años me casé. Fue una ceremonia simple pero bonita en la iglesia principal de Dolores Hidalgo. Mi vestido lo cosí yo misma con ayuda de mi madre y de mi hermana Isidra. Era de una tela acetinada con pequeñas flores bordadas en el corpiño. Cada florcita de esas llevó horas de trabajo, pero el resultado quedó precioso.
  • Fuimos a vivir a una casita que Emilio construyó con ayuda de mi padre y de mis hermanos. Era pequeña, pero para nosotros parecía un palacio. Y yo, llena de sueños, monté un rinconcito con mi máquina de coser, un regalo de boda de mis padres. Empecé a coser para fuera, haciendo arreglos y pequeñas composturas para las vecinas.
  • Al principio, Emilio era un buen marido, trabajador, llegaba cansado, pero siempre con una sonrisa en el rostro. Nuestro primer año de casados fue tranquilo, de adaptación y descubrimientos. Él salía tempranito a trabajar en la carpintería y yo cuidaba de la casa, cosía y poco a poco fuimos construyendo nuestra vida. A los 21 años quedé embarazada de nuestra hija.
  • El embarazo fue tranquilo a pesar de las náuseas que me dejaron débil en los primeros meses. Emilio se puso todo bobo cuando le conté, ya planeando hacer el mismo la cunita del bebé. Nuestra hija nació en una mañana de invierno de 1974, rosadita y con una cabellera negra que era la cara del padre. Se va a llamar Guadalupe como mi abuela”, dijo Emilio.
  • Y yo estuve de acuerdo. Era un nombre bonito, delicado, como ella. Los problemas comenzaron cuando Lupita tenía unos 2 años. La carpintería de don Eustaquio no iba bien. Había competencia de una fábrica más grande que abrió en Guanajuato. Emilio empezó a estar preocupado, tenso. A veces volvía a casa oliendo a mezcal. No era todos los días.
  • Pero fui notando que se volvía más frecuente. En esas noches yo acostaba a Lupita temprano y me quedaba en la cocina cociendo y rezando para que él llegara de buen humor. Cuando Lupita cumplió 3 años, la carpintería cerró definitivamente. Don Eustaquio, ya viejito, decidió volver a Michoacán para vivir con otro hijo, pero nosotros nos quedamos en Dolores Hidalgo.
  • Emilio consiguió trabajo en un acerradero, ganando menos y trabajando más. Y ahí comenzó su transformación. El hombre gentil que conocí fue desapareciendo, dando lugar a alguien amargado. Se quejaba de todo, de la comida, de la casa, de mis costuras, del llanto de Lupita. Cualquier cosita era motivo para explotar.
  • Al principio eran solo gritos. Yo mandaba a Lupita al cuarto y aguantaba callada. esperando que la tempestad pasara. La primera vez que me pegó fue después de una fiesta de cumpleaños del hijo de la vecina. Volvimos a casa y él se quejó de que yo le había dado mucha confianza a Aristeo, un conocido nuestro.
  • “Te estabas ofreciendo para él”, gritó completamente fuera de sí. Traté de explicar que estábamos apenas conversando sobre un trabajo de costura que la esposa de él quería encargarme, pero Emilio no quería oír. La bofetada vino de la nada, fuerte, haciéndome tambalearse. Me quedé en shock con la mano en la cara, sin creer. Él nunca había levantado la mano contra mí.
  • Aquella noche lloré escondida en el baño para que Lupita no me oyera. Al día siguiente, Emilio amaneció arrepentido, pidió perdón, juró que nunca más sucedería y yo creí, quise creer. Fue el mezcal, pensé. Pero no fue solo aquella vez. Los estallidos de rabia se fueron haciendo más frecuentes. Bastaba que Lupita tirara un vaso o que yo me demorara un poco más en el mercado para que él transformara todo en un drama. Nuestra casa, antes tan alegre, se fue poniendo pesada.
  • como si las paredes guardaran el eco de las peleas. Cuando Lupita cumplió 5 años, Emilio perdió el empleo en el acerradero. Estuvo casi tres meses desempleado, bebiendo cada vez más. Mi costura se volvió el sustento de la casa. Trabajaba día y noche en la máquina tomando pedidos de ropa, arreglos, cortinas, lo que apareciera.
  • Yo tenía una clientela fiel, gracias a Dios, pero el dinero era escaso. Fue en ese periodo que mi hermano juventino, que se había mudado a Guanajuato años antes, sugirió que nos mudáramos para allá. También hay trabajo en la fábrica de papel, esperanza. Trae a Emilio. Ustedes pueden quedarse en mi casa hasta que se acomoden.
  • Emilio se resistió al principio. Orgullo de hombre. No quería depender del cuñado, pero cuando el dueño de la tienda se negó a fiarme más, él se dió. Hicimos las maletas, vendimos lo poco que teníamos y partimos para Guanajuato. En los primeros meses en Guanajuato nos quedamos en casa de mi hermano juventino y mi cuñada Hortensia.
  • Ellos nos recibieron con los brazos abiertos, especialmente a Lupita, que se volvió la alegría de la casa. Emilio consiguió el empleo en la fábrica de papel y yo seguí cociendo. Ahora para una clientela nueva que Hortensia me presentó. Poco a poco juntamos un dinerito y alquilamos una casita simple, pero nuestra. Era 1979.
  • Lupita acababa de cumplir 5 años y había empezado a ir a la escuelita. Todo parecía que iba a mejorar. Emilio estaba más calmado con un empleo nuevo, bebía menos e incluso jugaba con Lupita de vez en cuando. Llegué a pensar que habíamos dado vuelta a la página, que los días malos se habían quedado en Dolores Hidalgo. Mi otro hermano Osvaldo, también acabó viniendo a Guanajuato el año siguiente con la salud de nuestro padre empeorando, quiso estar más cerca de nosotros. Osvaldo siempre fue el más callado, pero el más observador también.
  • Desde el principio noté que miraba a Emilio con desconfianza, como si viera algo que yo trataba de esconder. “Ese marido tuyo no me da buena espina, Esperanza”, me dijo una vez cuando estábamos solos. “Si te hace cualquier cosa a ti o a la niña, me dices.” Me quedé incómoda. Cambié de tema. Dije que Emilio había cambiado, que estaba todo bien ahora, pero en el fondo aquellas palabras me dieron consuelo.
  • Era bueno saber que mis hermanos estaban cerca velando por mí y por Lupita. La calma duró poco. Cuando Lupita estaba con casi 8 años, Emilio fue ascendido a supervisor en la fábrica. Ganaba mejor, pero la responsabilidad aumentó y con ella el estrés. Comenzó a llegar tarde, siempre tenso. Las peleas volvieron peor que antes.
  • Se quejaba del desorden en la casa, de la comida, del ruido que Lupita hacía cuando jugaba. Cualquier cosa se convertía en motivo. Fue en esa época que noté el primer cambio en Lupita. Mi niña, siempre tan alegre y parlanchina, comenzó a quedarse quieta, asustada. En la escuela, la maestra me llamó preocupada porque Lupita estaba distante, ya no participaba en las actividades como antes.
  • En casa, cuando oía el ruido de la llave en la puerta, anunciando la llegada de su padre, corría al cuarto como un animalito asustado, escondiéndose del depredador. Una noche desperté con Lupita al lado de mi cama llorando bajito. “¿Puedo dormir aquí, mamá?”, pidió con una voz tan pequeña que apenas pude oírla. Emilio, que dormía a mi lado, despertó irritado. “Vuelve a tu cuarto, niña.
  • Ya estás grandecita para tener miedo a la oscuridad”, la regañó. Lupita temblaba, pero obedeció, volviendo a su cuarto con pasos arrastrados. A la mañana siguiente descubrí que se había hecho pipí en la cama, algo que no pasaba desde que era muy pequeña. Cuando le pregunté qué estaba sucediendo, si había tenido una pesadilla, ella solo bajó la cabeza y dijo que no recordaba.
  • Pero sus ojos, Dios mío, sus ojos decían otra cosa. Estaban llenos de un miedo que ningún niño debería conocer. Empecé a prestar más atención. Lupita, que siempre fue una niña limpia, de repente ya no quería bañarse. Se quejaba de dolores de panza constantes, tenía pesadillas casi todas las noches.
  • En la escuela, la maestra reportó que tenía momentos en que parecía ausente, como si su pensamiento estuviera muy lejos de allí. Fue en una tarde de domingo cuando Emilio había salido a jugar cartas con los compañeros de la fábrica, que tuve valor de preguntarle directamente a Lupita. Estábamos solas cosciendo juntas. Yo le había enseñado los primeros puntos, así como mi madre me enseñó a mí.
  • Lupita, comencé con cuidado. ¿Pasó algo que quieras contarme? ¿Algo que te esté dejando triste? Ella se quedó en silencio por un tiempo tan largo que pensé que no respondería. Entonces, sin levantar los ojos del bordado, murmuró, “Papá se enoja conmigo por las noches. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda.
  • ¿Cómo así, hija? ¿Qué pasa por la noche?” Ella se encogió de hombros, todavía sin mirarme. Él entra a mi cuarto cuando tú estás dormida. Dice que hice algo mal, que necesito aprender a ser una buena niña. En aquel momento sentí como si el suelo se hubiera abierto bajo mis pies. Las palabras de Lupita quedaron martillando en mi cabeza durante días. Él entra a mi cuarto cuando tú estás dormida.
  • Yo no conseguía comer bien, no conseguía dormir. Empecé a prestar atención a todo, a las miradas, a los silencios, a las reacciones. Observaba como Lupita encogía los hombros cuando su padre se acercaba, cómo sus ojos bajaban, cómo ella parecía querer desaparecer. Una noche fingí dormir más temprano de lo normal. Emilio se quedó en la sala viendo televisión como de costumbre.
  • Me quedé acostada, inmóvil, apenas respirando, con los oídos atentos a cada ruido de la casa. Después de un tiempo que pareció una eternidad, oí sus pasos en el pasillo. No eran pasos en dirección a nuestro cuarto, eran pasos que se detenían en la puerta del cuarto de Lupita.
  • Oí el click suave de la perilla, la puerta abriéndose y después silencio. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a explotar. Quería levantarme, correr, gritar, pero algo me paralizó. Miedo, duda, hasta hoy no sé explicar lo que me mantuvo presa en aquella cama. Tal vez la esperanza tonta de que hubiera entendido todo mal, que él apenas fuera a comprobar si ella estaba cubierta, como hacen los padres amorosos. ¿Cuánto tiempo estuvo él en su cuarto? Media hora, una hora.
  • Parecía una eternidad. Cuando oí la puerta del cuarto de ella abrirse nuevamente, cerré los ojos con fuerza, fingiendo dormir profundamente. Sentí el colchón hundirse con el peso de él acostándose a mi lado. Sentí el olor a sudor, a cigarro y sentí asco, un asco profundo que me revolvía el estómago.
  • A la mañana siguiente observé a Lupita en el desayuno. Estaba más quieta de lo normal, con ojeras que ningún niño debería tener. Cuando Emilio salió para trabajar, me acerqué a ella tratando de sonar casual. “Dormiste bien, mi hija?” Ella apenas se encogió de hombros, los ojos fijos en el plato de atole, casi intacto.
  • “Lupita, empecé con la voz más gentil que pude encontrar. ¿Puedes contarme cualquier cosa? ¿Sabes verdad? Mamá está aquí para protegerte. Por un instante vi una chispa en sus ojos, algo como esperanza, pero luego se apagó. No hay nada que contar, mamá. Y salió de la mesa dejando el desayuno a la mitad.
  • Al día siguiente llevé a Lupita a la escuela y, en vez de volver a casa, fui directo al teléfono público de la plaza. Llamé a la papelería donde mi cuñada Hortensia trabajaba. Necesito hablar contigo”, dije con voz temblorosa. Es urgente. Nos encontramos a la hora de la comida en un banco de la plaza. Con la voz entrecortada por soyosos, conté mis sospechas.
  • Hortensia escuchó todo en silencio, el rostro poniéndose cada vez más pálido. “Esperanza”, dijo finalmente, sosteniendo mis manos entre las suyas. Necesitas estar segura antes de hacer cualquier acusación. Pero si es verdad, Dios mío, necesitas sacar a Lupita de esa casa. ¿Cómo voy a estar segura? Pregunté desesperada.
  • Él siempre dice que estoy viendo cosas, que soy paranoica. Y Lupita no habla, tiene miedo. Busca señales. Hortensia dijo con una firmeza que me sorprendió. Marcas en el cuerpo de ella. Ropa rasgada o sucia. Observa cuando se baña. Aquella tarde pedí a Lupita que se bañara más temprano de lo normal.
  • Entré al baño con ella diciendo que iba a lavar su cabello. Era algo que hacíamos a veces. No parecería extraño. Cuando comenzó a desvestirse, sentí mi sangre helarse. Había marcas moradas en sus muslos, marcas de dedos, como si alguien la hubiera sujetado con fuerza. Y en la parte de atrás de las piernas pequeñas manchas que parecían quemaduras de cigarro.
  • “Lupita,” susurré tratando de controlar el temblor en mi voz. “¿Cómo te lastimaste las piernas, mi hija?” Ella miró sus propias piernas, como si solo en aquel momento notara las marcas. “Me caí en la escalera de la escuela”, respondió demasiado rápido. “¿Y estas marcas redondas que parecen quemaduras?” Ella desvió la mirada.
  • No sé, tal vez cuando jugué cerca de la estufa. Mentiras, mentiras desesperadas de una niña aterrorizada. Dios mío, ¿cómo no me di cuenta antes? ¿Cómo pude ser tan ciega? Aquella noche no conseguí fingir. Cuando Emilio llegó, percibió algo diferente en mi mirada. ¿Qué pasa, mujer? Parece que viste un fantasma.
  • Necesitamos hablar”, dije tratando de mantener la voz firme sobre Lupita. Él se puso rígido visiblemente. ¿Qué tiene? Tiene marcas en su cuerpo, heridas que ella no sabe explicar. Emilio soltó una risa forzada. Las niñas viven lastimándose esperanza. Se caen, se golpean con las cosas. Lupita siempre fue torpe. Tiene marcas de cigarro en las piernas, insistí.
  • Mi voz subiendo una octava y moretones en los muslos. Su rostro cambió. La máscara de normalidad cayó por un instante, revelando algo oscuro, amenazador. ¿Me estás acusando de algo? Perdí el valor. El miedo que vi en los ojos de mi hija ahora estaba en mí. No, solo estoy preocupada. Él se acercó agarrando mi brazo con fuerza.
  • Estás inventando cosas, esperanza. Siempre fuiste así. paranoica, viendo problemas donde no existen. La niña se cayó en la escuela. Ya te dije, ahora basta de este asunto. Aquella noche fue un tormento. Acostada a su lado, sentía olas de asco y miedo atravesándome.
  • Recé pidiendo a Dios fuerza y orientación y una idea comenzó a formarse en mi mente. Al día siguiente, con la excusa de que necesitaba materiales para un pedido especial de costura, fui hasta el centro de la ciudad. Entré a una tienda de electrónicos donde semanas antes había visto en la vitrina algo llamado monitor de bebé, un dispositivo con cámara usado para vigilar a los bebés.
  • Era caro, mucho más de lo que podíamos pagar, pero vendí mi único bien de valor, un par de aretes de oro que había heredado de mi madre. El vendedor explicó cómo funcionaba, cómo instalarlo, cómo ver las imágenes. Después volví a casa con el aparato escondido en la bolsa. Esperé el momento adecuado cuando Emilio salió a trabajar y Lupita estaba en la escuela.
  • Entré en su cuarto e instalé la cámara dentro del osito de peluche que estaba en el estante frente a la cama. El osito había sido un regalo de su tío Osvaldo en su último cumpleaños y Lupita lo adoraba. Durante tres noches no pasó nada. Emilio llegaba cansado e iba a dormir temprano o se quedaba viendo televisión hasta tarde, pero no entraba al cuarto de Lupita.
  • Comencé a pensar que tal vez estaba volviéndome paranoica, que tal vez había interpretado mal las señales, las heridas. En la cuarta noche desperté sobresaltada. Algo me había despertado, un ruido, un presentimiento. Extendí la mano hacia el lado de Emilio en la cama. Estaba vacío. Miré el reloj. 3:30 de la madrugada.
  • Con el corazón en la garganta me levanté silenciosamente. La puerta de nuestro cuarto estaba entreabierta. En el pasillo vi un as de luz viniendo del cuarto de Lupita. Me acerqué paso a paso tratando de no hacer ruido. La puerta estaba cerrada, pero no completamente. Por la abertura pude ver parte del cuarto.
  • Lo que vi en aquel momento quedará para siempre marcado en mi memoria. Emilio estaba sentado en el borde de la cama de Lupita. Tenía un cigarro en una mano y en la otra. Dios mío, no quiero ni recordar. Lupita estaba acostada, inmóvil como una estatua. Los ojos abiertos mirando al techo, lágrimas corriendo silenciosamente por su rostro.
  • Retrocedí horrorizada, cubriendo mi boca con la mano para no gritar. Volví a nuestro cuarto temblando incontrolablemente. Quería a Lupita en brazos y huir de aquella casa en ese exacto momento, pero sabía que necesitaba pruebas. La palabra de una mujer contra la de un hombre en aquella época, en aquella ciudad. Yo necesitaba algo concreto.
  • Por la mañana esperé a que Emilio saliera a trabajar. Lupita ya había ido a la escuela, llevada por él como de costumbre. Tomé la cámara del osito y siguiendo las instrucciones del vendedor, la conecté al aparato de video para ver las imágenes. Lo que vi confirmó mis peores temores. Me encerré en el baño y vomité. Lloré hasta no tener más lágrimas.
  • Después, una extraña calma me invadió. una determinación helada. Aquel hombre no tocaría más a mi hija nunca más. Pero, ¿qué hacer? ¿A dónde ir? No tenía dinero guardado suficiente para empezar de cero y Emilio nos encontraría. Estaba segura. Necesitaba ayuda. Tomé el teléfono y llamé a mi hermano Osvaldo. No entré en detalles.
  • Apenas dije, “Necesito que tú y juventino vengan aquí a casa esta noche. Es sobre Lupita, es urgente.” Osvaldo percibió algo en mi voz. ¿Pasó algo con la niña? Cuando lleguen explico todo. Por favor, no digan nada a Emilio si lo encuentran. Digan que quieren hacer una sorpresa para Lupita. Algo así.
  • El día se arrastró con una lentitud agonizante. Recogí a Lupita en la escuela más temprano de lo normal. Inventé que tenía consulta médica. En vez de ir a casa, fuimos a casa de Hortensia. Le conté lo que había descubierto. Mostré las imágenes grabadas. Ella lloró conmigo, me abrazó y dijo que Lupita podría quedarse allí el tiempo que fuera necesario.
  • ¿Pero qué vas a hacer, esperanza? Preguntó preocupada. Voy a hacer justicia”, respondí con una voz que ni parecía la mía. Justicia del modo que tiene que ser hecha. Volví a casa sola, dejando a Lupita segura con hortensia. Preparé la cena como si fuera un día normal. Dejé la cinta de video lista al lado de la televisión y esperé. Emilio llegó a las 6 como siempre.
  • Preguntó por Lupita. Está en casa de Tia Hortensia. respondí calmadamente. Juventino y Osvaldo vienen a cenar con nosotros hoy. Pensé que era mejor que ella se quedara allá jugando con los primos. Él pareció relajarse. Ah, vienen tus hermanos. Bueno, hacía tiempo. A las 7 sonó el timbre. Eran ellos, juventino, el mayor, siempre serio y responsable.
  • Y Osvaldo, el más joven de los hombres, de pocas palabras, pero mirada penetrante, entraron, saludaron a Emilio con apretones de manos formales. ¿Vamos a cenar primero?, pregunté sirviendo la comida que había preparado. Una cena que nadie allí realmente comió. La tensión era palpable. Incluso Emilio, normalmente ajeno a las sutilezas, parecía sentir que algo estaba mal.
  • Después de la cena, con las tazas de café en la mesa, respiré hondo. “Tengo algo que mostrarles”, dije levantándome y yendo hacia la televisión. Algo que grabé. El rostro de Emilio se puso lívido. “¿Qué anduviste haciendo, Esperanza?” No respondí. Encendí el aparato de video, inserté la cinta y apreté play.
  • Las imágenes granuladas en blanco y negro comenzaron a pasar en la pantalla. El cuarto de Lupita por la noche, la puerta abriéndose, Emilio entrando. No necesité mostrar más que algunos segundos. Mis hermanos entendieron inmediatamente. Juventino se levantó de un salto, el rostro contorsionado de rabia.
  • Osvaldo permaneció sentado, pero su expresión había cambiado a algo que nunca había visto antes. Un odio frío, calculador. Emilio trató de huir, tiró la silla al levantarse, corrió hacia la puerta, pero Juventino fue más rápido bloqueando la salida. Osvaldo finalmente se levantó calmadamente cerrando las cortinas de la sala. Esperanza.
  • Juventino dijo sin quitar los ojos de Emilio. Es mejor que salgas ahora. Ve a Casa de Hortensia. Quédate con Lupita. Tomé mi bolsa donde ya había colocado la cinta de video original y algunos documentos importantes. En la puerta me volví una última vez. Emilio estaba acorralado entre mis hermanos. Su rostro, una máscara de miedo.
  • Por primera vez desde que lo conocí, vi en sus ojos el mismo terror que él había causado en mi hija. ¿Qué van a hacer?, preguntó la voz temblorosa. Osvaldo respondió con una tranquilidad aterradora. Vamos a enseñarte lo que les pasa a los hombres que lastiman a los niños. Cerré la puerta atrás de mí, sabiendo que lo que sucedería en aquella sala no era algo que yo quisiera presenciar.
  • En la calle, el aire frío de la noche me golpeó como una bofetada. Respiré profundo, sintiendo una mezcla de horror, alivio y una extraña sensación de liberación. Caminé hasta la casa de Hortensia, donde Lupita dormía, finalmente segura. Aquella fue la primera noche en mucho tiempo en que también conseguí dormir sin miedo.
  • En casa de Hortensia, sentada al lado de la cama donde Lupita dormía, yo me preguntaba qué estaría pasando en mi casa en aquel momento. Una parte de mí quería que mis hermanos hicieran sufrir a Emilio cada dolor que él había causado a mi hija. Otra parte temía las consecuencias.
  • Y si ellos iban demasiado lejos y si la policía se involucraba. Lupita se movió en sueños, el rostrito fruncido, como si estuviera teniendo una pesadilla. Pasé la mano por sus cabellos suavemente para no despertarla. Todo está bien ahora susurré. Mamá está aquí. Nadie va a lastimarte de nuevo. Hortensia entró al cuarto con una taza de té.
  • Necesitas tratar de descansar un poco, dijo entregándome la bebida caliente. Mañana tendrás muchas decisiones que tomar. Apenas había tomado dos sorbos del té cuando oímos golpes en la puerta. Mi corazón se disparó. ¿Sería la policía o Emilio que de alguna forma había escapado de mis hermanos? Hortensia fue a atender.
  • Oí voces masculinas apagadas, después pasos acercándose al cuarto. Eran Juventino y Osvaldo. Sus rostros estaban sombríos, tensos, la ropa arrugada. Los nudillos de juventino estaban rojos e hinchados. Está hecho, Juventino”, dijo simplemente sentándose pesadamente en la silla del rincón. “¿Qué ustedes?” Comencé, pero Osvaldo me interrumpió. “Mejor que no sepas detalles, Esperanza.
  • Solo puedo decir que él ya no va a poner un dedo encima de Lupita, ni de ti.” Un silencio pesado cayó sobre nosotros. Nadie preguntó si Emilio estaba vivo. Nadie quiso saber. “¿Y ahora?” pregunté finalmente. ¿Qué hacemos? Juventino suspiró pasando la mano por su rostro cansado. Mañana bien temprano. Vamos a buscar tus cosas a la casa, lo mínimo necesario.
  • Tú y Lupita pueden quedarse aquí con nosotros el tiempo que sea necesario. Y él, Osvaldo y Juventino, intercambiaron miradas. Fue Osvaldo quien respondió. Él se va de Guanajuato. Le dimos esa opción: desaparecer y nunca más volver. o enfrentar no solo la justicia, sino toda la ciudad cuando sepan lo que hizo. No pregunté nada más. Aquella noche, acostada en el colchón improvisado al lado de la cama de Lupita, lloré silenciosamente.
  • No por Emilio, ese no merecía ni una lágrima. Lloré por el tiempo perdido, por las señales que ignoré, por el sufrimiento de mi hija que no pude evitar. A la mañana siguiente, como prometido, mis hermanos me llevaron de vuelta a la casa para recoger nuestras cosas. No había señal de Emilio, pero la sala aún guardaba evidencias de la noche anterior.
  • Una silla rota, manchas en la alfombra que preferí no examinar de cerca. Cogí ropa, documentos, algunas fotos, ninguna con Emilio, los juguetes favoritos de Lupita y mi máquina de coser. Mi sustento. Cuando estábamos saliendo, noté el osito en el estante del cuarto de Lupita, aquel mismo osito que había albergado la cámara.
  • El testigo silencioso de los horrores. Dudé en tomarlo pensando que tal vez trajera malos recuerdos a Lupita, pero decidí llevarlo de todos modos. Aquel osito no tenía culpa de nada y de cierta forma había sido nuestro salvador. Los días siguientes fueron un borrón de emociones confusas. Lupita parecía aliviada por no ver a su padre, pero aún estaba asustada, retraída.
  • La llevé a un médico que confirmó lo que yo ya sabía y no quería aceptar. Los abusos habían sido sistemáticos y duraban meses. Él recomendó que Lupita conversara con un psicólogo, pero en aquella época, en una ciudad como Guanajuato, esos recursos eran escasos. Una semana después recibí una citación para comparecer en la delegación.
  • Alguien en la vecindad había oído el alboroto aquella noche y llamado a la policía. Nada había sido registrado en el momento, pero las sospechas surgieron cuando Emilio no apareció más en la fábrica. Sentada frente al comandante, un hombre de mediana edad con ojeras profundas y una expresión que oscilaba entre el tedio y la irritación, sentí miedo.
  • ¿Y si no me creía? ¿Y si culpaba a mis hermanos? ¿Y si me quitaba a Lupita? Señora Esperanza comenzó ojeando un bloc de notas. Su marido está desaparecido hace una semana. Los colegas de él de la fábrica dijeron que no apareció para trabajar. No avisó nada. La última vez que fue visto fue entrando en su casa la noche del miércoles pasado. La señora sabe dónde está. Respiré hondo.
  • No sé, comandante. Él Él se fue así, sin más ni menos. Dudé. No quería mentir, pero tampoco podía contar toda la verdad. Tuvimos una pelea sobre sobre nuestra hija. El comandante levantó los ojos del blog súbitamente más atento. ¿Qué tipo de pelea? Fue en ese momento que tomé la decisión más difícil y más valiente de mi vida.
  • Abrí la bolsa y saqué la cinta de video que había guardado. La prueba, esto dije colocando la cinta sobre la mesa. Va a explicar todo. El comandante miró la cinta después a mí con una ceja levantada. ¿Qué hay ahí? Pruebas de que mi marido, de que él abusaba de nuestra hija. Yo coloqué una cámara en el cuarto de ella. Está todo grabado.
  • La expresión del comandante cambió. El tedio dio lugar a algo más sombrío, más intenso. La señora es consciente de la gravedad de esa acusación. Sí, por eso traje pruebas. Él tomó la cinta, la giró en las manos pensativo. Entonces llamó a otro policía y pidió que trajera un aparato de video. Preguntó si yo quería salir de la sala mientras ellos veían. Decidí quedarme.
  • Ya había visto suficiente de aquellas imágenes para saber lo que ellos verían. 20 minutos después, el comandante apagó el aparato, el rostro pálido. El otro policía salió de la sala sin decir palabra, visiblemente perturbado. Un silencio pesado se instaló entre nosotros. “Señora Esperanza.
  • ” El comandante finalmente habló, la voz más suave que antes. ¿Dónde está su hija ahora? Con mi cuñada. ¿Está segura? Él se quedó pensativo. ¿Y sus hermanos? Ellos saben de todo esto. Sentí un frío en la espalda. Sí, ellos ellos me ayudaron a confrontar a mi marido cuando lo descubrí. ¿Y qué pasó en esa confrontación? Era el momento de la verdad. Mis hermanos le dijeron que si no desaparecía de la ciudad, llevarían esa cinta a la policía y harían que todo el mundo supiera lo que hizo. Él eligió irse.
  • El comandante me miró por un largo tiempo como si tratara de leer la verdad en mis ojos. Yo sostuve la mirada rezando silenciosamente. Finalmente él suspiró. Entiendo. Tomó la cinta y la colocó en un cajón de la mesa. Voy a abrir un proceso contra su marido por abuso de menor. Voy a emitir una orden de búsqueda y captura. Si es encontrado, tendrá que responder por sus crímenes.
  • Sentí un peso enorme saliendo de mis hombros. Gracias, comandante. Él levantó la mano interrumpiendo mi agradecimiento. No me agradezca todavía. Esto va a ser difícil para usted y especialmente para su hija. Ustedes tendrán que declarar pasar por exámenes. Y aún con estas pruebas, indicó el cajón donde había guardado la cinta. No está garantizado que él sea condenado.
  • El sistema no siempre funciona como debería, especialmente en casos como este. Salí de la delegación con sentimientos encontrados. Por un lado, aliviada por haber hecho la denuncia formal, por haber entregado las pruebas. Por otro, aterrorizada con la posibilidad de que Emilio volviera, de tener que enfrentarlo en un tribunal, de exponer a Lupita a más trauma.
  • En las semanas que siguieron, vivía en constante estado de alerta. A cada ruido en la calle, a cada golpe en la puerta, mi corazón se disparaba. Lupita tenía pesadillas casi todas las noches. Despertaba gritando, llamándome. Dormíamos juntas, agarradas una a la otra como náufragos en una tempestad. La noticia se esparció por el vecindario inevitablemente. La gente cuchicheaba cuando pasábamos.
  • Miraban con una mezcla de lástima y curiosidad mórbida. Algunos evitaban saludarnos como si lo que había pasado fuera contagioso. Otros, especialmente mujeres, venían a ofrecer apoyo, traer comida, preguntar si necesitábamos algo. Un día, cerca de un mes después de la denuncia, recibí una llamada de la delegación.
  • Habían encontrado el carro de Emilio abandonado cerca de la frontera con Michoacán. Dentro de él una carta, una confesión y un adiós. Él no volvería. El comandante me dijo que continuarían buscando, que la confesión era prácticamente una admisión de culpa, pero que sin él presente el caso quedaría técnicamente abierto. “Pero la señora puede quedarse tranquila”, añadió.
  • “Por el tono de la carta él no pretende volver. Aquella noche tuve un sueño extraño. Estaba en un campo abierto sosteniendo a Lupita por la mano. A nuestro alrededor flores crecían, no flores comunes, sino flores hechas de tela colorida, como las que yo bordaba. El viento las balanceaba suavemente, creando un mar ondulante de colores y en el horizonte un sol naciente, brillante, prometedor.
  • Desperté con una sensación diferente en el pecho. Ya no era solo miedo o dolor, era algo nuevo, algo que había olvidado cómo se sentía. Esperanza. Miré a Lupita durmiendo a mi lado, el rostrito finalmente relajado, en paz. Hice una promesa silenciosa a ella y a mí misma.
  • Reconstruiríamos nuestras vidas, encontraríamos alegría nuevamente, superaríamos esto juntas. Aquella misma mañana tomé dos decisiones importantes. Primero, acepté la sugerencia del médico y busqué un psicólogo para Lupita. Tuve suerte. Una joven psicóloga, Normelia, acababa de mudarse a Guanajuato y estaba atendiendo a precios accesibles en la parroquia local.
  • La segunda decisión fue más práctica. Alquilé una pequeña sala en el centro de la ciudad para montar mi propio taller de costura. No sería fácil empezar de nuevo, pero tenía mis habilidades, mi determinación y ahora un nuevo propósito. Garantizar que Lupita tuviera una vida segura, feliz y plena. El camino sería largo, yo lo sabía.
  • Las heridas emocionales llevarían tiempo para cicatrizar, tal vez más que las físicas. Pero por primera vez en mucho tiempo podía ver un futuro más allá del dolor. Los meses siguientes fueron un periodo de reconstrucción lenta y dolorosa, pero constante. Empezar de cero nunca es fácil, más aún cargando cicatrices tan profundas.
  • Pero yo estaba determinada a crear una vida nueva para mí y para Lupita, una vida sin miedo. El taller de costura que alquilé era pequeño, un cubículo con una vitrina estrecha en la calle principal en el centro de Guanajuato. Tenía espacio apenas para mi máquina de coser, una mesita para cortar las telas, un maniquí viejo que compré de segunda mano y algunas sillas para las clientas.
  • Pero para mí aquel pequeño espacio representaba independencia, un nuevo comienzo. Al principio los pedidos eran pocos. Yo no tenía mucho dinero para invertir en telas o materiales, así que trabajaba principalmente con arreglos y ajustes. Hortensia me ayudó mucho, divulgando mi trabajo entre sus amigas. Esperanza es la mejor costurera que conozco les decía a todas.
  • Y poco a poco la clientela fue aumentando. Lupita seguía viviendo con nosotros en la casa de Juventino y Hortensia. Yo quería ahorrar lo máximo posible para que pudiéramos tener nuestra propia casa nuevamente, un lugar solo nuestro, sin malos recuerdos. Mis hermanos insistían en que no había prisa, que podríamos quedarnos con ellos el tiempo que fuera necesario, pero yo sabía que necesitábamos nuestro propio espacio para verdaderamente reconstruir nuestras vidas.
  • Las sesiones con la psicóloga doctora Normelia estaban ayudando a Lupita. Al principio ella apenas hablaba, solo dibujaba escenas sombrías, figuras aterradoras, casas con puertas cerradas, pero con el tiempo los dibujos se fueron volviendo más coloridos y ella empezó a abrirse.
  • Normelia me orientaba sobre cómo actuar, qué decir, cómo ayudar a mi hija a procesar el trauma sin revivirlo. Usted hizo todo bien, doña Esperanza. Normelia me dijo una vez. Creyó en su hija, actuó para protegerla, buscó ayuda. Muchas madres, infortunadamente niegan o ignoran las señales. Sus palabras me reconfortaron, pero no borraron la culpa que sentía por no haberme dado cuenta antes, por no haber actuado más rápido.
  • Esa culpa me acompañaría por muchos años, aún sabiendo racionalmente que había hecho lo mejor que pude en las circunstancias que teníamos. Un día, cerca de seis meses después de la desaparición de Emilio, recibí una visita inesperada en el taller. Era Senaida, una señora que yo conocía apenas de vista, madre de una compañerita de escuela de Lupita. Ella entró tímidamente, mirando alrededor como si temiera ser vista allí.
  • Doña Esperanza comenzó vacilante. Disculpe venir así sin avisar, pero necesitaba mucho hablar con usted. Le ofrecí una silla y ella se sentó, las manos inquietas en el regazo. Parecía nerviosa, ansiosa. Yo supe, bueno, la ciudad entera supo lo que pasó con su hija y yo yo vine porque necesito su ayuda. Me quedé en silencio, esperando que ella continuara.
  • Mi Marisol, mi hija, creo que ella también. Su voz falló y lágrimas comenzaron a rodar por su rostro arrugado. Las mismas señales que usted describió a la policía, el miedo, las pesadillas, no querer quedarse sola con su padre. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, aquel terror familiar, aquella sensación de impotencia ante el mal.
  • Pero esta vez no estaba paralizada por el miedo. Esta vez sabía qué hacer. Tomé las manos temblorosas de Senaida entre las mías. Voy a ayudarte. Vamos juntas a la delegación. El mismo comandante que se ocupó de mi caso. Él nos va a creer. Aquella misma tarde acompañé a Cenaida a la delegación. El comandante Durán nos recibió, escuchó su relato con atención e inició inmediatamente una investigación.
  • Tres días después, el marido de Senaida fue arrestado. Había otras víctimas además de la propia hija. Descubrimos después. un monstruo que se escondía detrás de una fachada respetable, así como Emilio. En los meses que siguieron, otras madres vinieron a buscarme, algunas solo para conversar, para entender cómo había percibido yo las señales, para saber cómo Lupita se estaba recuperando.
  • Otras, infortunadamente, porque sospechaban que sus propios hijos estaban siendo víctimas de abuso. para cada una de ellas. Ofrecía el mismo apoyo que Hortensia y Normelia me habían ofrecido a mí. Escucha, comprensión y ayuda práctica para buscar justicia y protección. Un año después de la huida de Emilio, conseguí juntar dinero suficiente para dar el enganche de una casita simple en el barrio San Javier, en la periferia de Guanajuato.
  • Era pequeña, necesitando reparaciones, pero era nuestra. Lupita, que ya estaba con casi 10 años, ayudó a elegir los colores para pintar las paredes. Elegió amarillo para la cocina, azul claro para su cuarto y verde suave para la sala. Colores alegres, colores de esperanza. El día de la mudanza, Juventino, Osvaldo y sus amigos de la fábrica ayudaron a transportar los pocos muebles que teníamos.
  • Hortensia organizó una comida para todos en el patio de la casa nueva. Fue una pequeña celebración, no solo de la casa, sino de nuestra nueva vida, de nuestra supervivencia. Fue en ese día también que tomé una decisión que cambiaría el rumbo de nuestras vidas. Sentada en el porche de nuestra nueva casa, viendo a Lupita jugar con las hijas de Hortensia en el patio, sin miedo, sonriendo como un niño debe sonreír, me di cuenta de que necesitábamos hacer más que solo sobrevivir.
  • “Voy a crear un grupo de apoyo”, anuncié durante el café después de la comida. Para mujeres y niños que pasaron por lo que nosotras pasamos, un lugar seguro para conversar, para fortalecerse, para buscar ayuda. Mis hermanos se miraron preocupados. ¿Estás segura, Esperanza? Juventino preguntó. Eso va a hacer que revivas todo de nuevo.
  • Tal vez ya revivo todo de cualquier manera, respondí. Por lo menos así, estos recuerdos van a servir para ayudar a otras personas. Y así nació el círculo de esperanza que comenzó con reuniones semanales en la sala de mi casa. Al principio éramos apenas cinco mujeres, incluyéndome a mí y a Cenaida.
  • Nos reuníamos los miércoles por la noche después de que los niños estaban en la cama. Tomábamos té, comíamos pastelitos y hablábamos sobre nuestras experiencias. nuestros miedos, nuestras pequeñas y grandes victorias. Con el tiempo, el grupo creció. La doctora Normelia se ofreció para participar como voluntaria, trayendo su experiencia profesional.
  • La iglesia local nos cedió una sala más grande para las reuniones cuando nuestra casa ya no albergaba a todas las participantes. Un abogado de la ciudad comenzó a ofrecer orientación jurídica gratuita para las mujeres que querían denunciar a sus agresores. Descubrí que había una fuerza en mí que no conocía, una capacidad de transformar el dolor en acción, el miedo en determinación.
  • Cada vez que ayudaba a otra mujer a salir de una situación de abuso, cada vez que veía a un niño empezar a recuperarse, sentía que estaba reconstruyendo no solo mi vida, sino contribuyendo a un mundo un poco mejor. Lupita también encontró su propia forma de sanación. En la escuela, una maestra percibió su talento para la escritura y la incentivó a participar en concursos literarios.
  • A los 12 años ganó su primer premio con una redacción sobre valentía. Cuando le pregunté que la había inspirado, ella respondió simplemente, “Tú, mamá.” Nunca más tuvimos noticias concretas de Emilio. Hubo rumores de vez en cuando. Alguien que lo vio en Veracruz, otro que juraba haberlo encontrado en Monterrey, pero nada confirmado. En el fondo no importaba. Él había perdido el poder sobre nosotras.
  • Nuestras vidas ya no estaban definidas por él, por lo que hizo, por el miedo que causó. Nuestro taller de costura prosperó en los años siguientes. Empecé a dar clases de corte y confección para mujeres del círculo de esperanza como una forma de ayudarlas a conquistar independencia financiera.
  • Muchas de ellas venían de situaciones donde eran completamente dependientes de sus agresores, sin calificación profesional, sin medios de sustentarse solas. Ver a esas mujeres transformándose, fortaleciéndose, reconstruyendo sus vidas era una alegría que no consigo describir en palabras. Y Lupita, mi valiente y resiliente Lupita, creció para convertirse en una joven fuerte y determinada que nunca permitió que el trauma definiera quién era ella o quién podría ser. El camino no fue fácil.
  • Hubo momentos difíciles, recaídas, noches de pesadillas y días de tristeza profunda, pero juntas, paso a paso, construimos una vida que valía la pena ser vivida. Hoy, a mis 72 años la vida tiene una dulzura que jamás imaginé que conocería. Sigo aquí en Guanajuato, en la misma casita del barrio San Javier, que a lo largo de los años fue siendo mejorada, pintada, ampliada.
  • El jardín de atrás, que antes era apenas tierra batida, ahora está lleno de flores coloridas, hierbas aromáticas e incluso algunas hortalizas que cultivo con cariño. Mis vecinos siempre pasan a recoger un poco de hierbuena para el té o un poco de romero para sazonar la carne. Mi taller de costura, que comenzó tan pequeño, creció y se transformó.
  • Hoy funciona en la parte delantera de la casa, donde construí una extensión con la ayuda de mis sobrinos. Ya no trabajo tantas horas como antes. La edad cobra su precio en la vista y en las articulaciones, pero todavía hago algunos trabajos especiales para clientas antiguas que no aceptan otra costurera.
  • La mayor parte del tiempo en el taller ahora está dedicada a enseñar. Dos veces por semana doy clases de costura para mujeres enviadas por el Centro de Referencia de la Mujer, que funciona en colaboración con nuestro círculo de esperanza.
  • Ver a esas mujeres, muchas de ellas saliendo de situaciones de violencia, encontrando independencia financiera y recuperando la autoestima a través del trabajo manual, me llena de una alegría indescriptible. El círculo de esperanza que comenzó en aquella salita de mi casa hace tantos años. Hoy es una organización reconocida en la ciudad. Tenemos una sede propia, voluntarios, alianzas con el Ayuntamiento y con ONGs nacionales.
  • Me aseguro de participar en todas las reuniones, aunque ahora mi papel sea más de mentora que de coordinadora. Las mujeres más jóvenes asumieron el liderazgo trayendo nuevas ideas, nuevos enfoques, manteniendo el trabajo vivo y relevante. Lupita, mi querida hija, hoy es una mujer de 51 años.
  • Se graduó en psicología, inspirada por la doctora Normelia, que tanto nos ayudó, y trabaja atendiendo a niños y adolescentes víctimas de violencia. Ella tiene un modo especial con los pequeños. Consigue hacer que se sientan seguros. comprendidos, respetados. Creo que su propia experiencia, aunque dolorosa, le dio ese don de conectar con el sufrimiento ajeno sin dejarse abatir por él.
  • Ella se casó con un profesor de matemáticas, Alberto, un hombre gentil y paciente que conoció en la facultad. Tengo dos nietos maravillosos, Isadora, de 25 años, que siguió los pasos de su madre y también se está graduando en psicología. Itulio de 22 que estudia ingeniería civil en Ciudad de México. Él viene a visitarme en las vacaciones y siempre insiste en pasar al menos un día entero conmigo en el taller, ayudándome a organizar las telas escuchando mis historias de antaño.
  • Mis hermanos, Juventino y Osvaldo, ya ancianos como yo, siguen cerca. Juventino perdió a Hortensia por un cáncer hace 5 años, una pérdida que nos sacudió profundamente. Ella fue una guerrera hasta el final y su ausencia todavía se siente en cada reunión familiar, en cada fecha especial. Osvaldo nunca se casó, siempre fue el más solitario de los tres, pero tiene una conexión especial con los sobrinos nietos que lo adoran.
  • Las mañanas son mi momento favorito del día. Me despierto temprano con el primer rayo de sol. Preparo mi café. Me siento en el porche y observo la calle despertar lentamente. Los niños yendo a la escuela, los trabajadores a sus fábricas y oficinas, el cartero haciendo su ronda, la vida en su ritmo normal, seguro, previsible, una bendición que aprendí a no dar por sentada.
  • Por las tardes, cuando no estoy dando clase en el taller, me gusta recibir visitas. Exalumnas traen a sus niños a conocerme llamándome Abuelita Esperanza, aunque no tengamos lazos de sangre. Señoras del Círculo de Esperanza vienen a tomar té, a discutir los problemas de la comunidad, a pedir consejos. Tengo una mecedora en el porche donde me siento para conversar y una canasta siempre llena de pan de elote, tamales o gorditas. Recetas antiguas de mi madre que todavía hago complacer.
  • Una vez al mes, normalmente el último domingo, toda la familia se reúne aquí en casa para una comida. Lupita y Alberto, los nietos cuando pueden venir, mis hermanos, sobrinos, a veces hasta algunos amigos cercanos. La casa se llena, ruidosa, viva. Insisto en cocinar yo misma con ayuda de Lupita y de las muchachas.
  • Preparo platillos que todos aman: pozole, chiles rellenos, enchiladas y el postre que nunca puede faltar, el flan, que era el favorito de mi madre. Durante estas comidas miro alrededor y siento una gratitud profunda. No por lo que pasé jamás agradeceré el sufrimiento, sino por la fuerza que descubrí en mí, por la familia que construimos, por la paz que conquistamos.
  • Pienso en todas las mujeres que ayudamos a lo largo de los años, en los niños que fueron protegidos porque sus madres encontraron valor para denunciar, para salir, para recomenzar. A veces, muy raramente, todavía tengo noticias sobre Emilio. Años atrás supimos que había muerto en un accidente de auto en algún lugar de Jalisco.
  • No sentí alegría con la noticia, ni siquiera alivio. Me di cuenta de que él ya no tenía más poder sobre mis pensamientos, sobre mis emociones. Era apenas una sombra distante de un pasado que, aunque dejó cicatrices, no define quiénes somos. Por la noche, antes de dormir tengo la costumbre de leer un poco.
  • Me gustan la poesía, las novelas históricas, las biografías de mujeres fuertes. En la mesita de noche guardo un cuaderno donde Lupita escribió sus primeras historias, aquellas que comenzaron como forma de terapia y revelaron su talento. A veces releo esos textos infantiles, reconociendo en ellos las primeras señales de la mujer extraordinaria que mi hija se convertiría.
  • Y así vivo mis días en paz con mi pasado, agradecida por mi presente, esperanzada en cuanto al futuro. No solo mi futuro, que a esta altura de la vida ya se ha vuelto más corto que el camino recorrido, sino el futuro de las mujeres y niños, que continuarán el trabajo que comenzamos, que llevarán adelante el mensaje de que es posible sobrevivir, superar e incluso florecer después de la tormenta.
  • Como dicen aquí en Guanajuato, después del temporal viene la bonanza. Y qué bonanza tan linda la vida me reservó. Mis queridos, llegando al final de esta nuestra conversación, quiero dejar algunas palabras que vienen del fondo de mi corazón. Palabras que costaron mucho tiempo y muchas lágrimas aprender. Si estás pasando por una situación parecida a la que viví o conoces a alguien que esté pasando por eso, quiero que sepas que no estás sola. El silencio es el mayor aliado del abuso.
  • Fue rompiendo ese silencio que encontré mi liberación y fue ayudando a otras mujeres a romper el suyo, que encontré mi propósito. Aprendí que el miedo puede paralizarnos, pero también puede impulsarnos a actuar cuando algo aún más precioso está en riesgo. Cuando vi aquellas marcas en el cuerpo de mi Lupita, el miedo que sentí de perder a mi hija fue mayor que el miedo que tenía de mi marido. Y fue esa inversión la que me dio valor para actuar.