LA HISTORIA REAL DE ESTA ABUELA 👵💔 UNA HISTORIA QUE TE MOTIVARÁ….
-
me encerró en la habitación con un hombre tres veces más grande que yo. Es solo quedarte quietecita, susurró mi padre antes de cerrar la puerta. Durante 5 años, mi cuerpo fue moneda de cambio en manos de quien debía protegerme. Hola, mis queridos y mis queridas.
-
Qué alegría poder estar aquí con ustedes hoy. Me llamo Flora Concepción Ramírez y tengo 72 años bien vividos, gracias a Dios. Hoy vivo aquí en Guanajuato, en el interior de México, una ciudadita pequeña, pero con un corazón enorme, igual que la gente de aquí. Ustedes no imaginan lo bonito que es vivir aquí, donde todos se conocen y se ayudan. Después del cafecito me siento en la mecedora que era de mi difunta madre, que Dios la tenga, y empiezo a tejer.
-
Ya hice tantas servilletas, bufandas y gorros que ni sé contarlos. Empecé a tejer cuando tenía unos 60 años, ¿saben? Fue mi nietecita Juliana quien me enseñó. Imagínense no más la nieta enseñándole a la abuela. El mundo da tantas vueltas, ¿verdad? Ella llegó un día a mi casa con las agujas y unos ovillos coloridos. Abuelita, voy a enseñarte algo que te va a ayudar a calmar los nervios me dijo.
-
Al principio, mis manos temblorosas apenas podían sostener las agujas, pero con su paciencia y mi terquedad acabé aprendiendo. Y hoy esas agujas y hilos son mis compañeras fieles. Cuando mis deditos ya están cansados de tanto tejer, voy a la cocina a preparar alguna cosita. Hoy mismo hice unas quesadillas con queso fresco que son una delicia.
-
La receta vino de mi abuela, que era hija de indígenas de aquí de la región. En aquella época no había tantas modernidades, ¿no? Todo lo hacíamos en el fogón de leña con paciencia y cariño. Mi casita es sencilla, pero es mi rinconcito de paz. Tengo un portalito donde puse unas sillas y una mesita.
-
Ahí recibo a las vecinas para platicar y tomar un café. Doña Lupe siempre trae tortillas recién hechas y doña Carmen cuenta las novedades del pueblo. Así vamos viviendo día tras día compartiendo alegrías y tristezas. Por las tardecitas, cuando el sol ya se está poniendo, mis nietos llegan de la escuela. Tengo tres. Juliana de 15, Gabriel de 12 y la pequeña Mariana de 8 añitos.
-
Ellos llenan la casa de vida con sus risas y juegos. Les ayudo con las tareas de la escuela, les cuento historias de antes y ellos me enseñan a usar estas tecnologías modernas. Fue Gabriel quien me enseñó a grabar estos videos para platicar con ustedes. Ah, y antes de continuar mi historia, quería hacerles un pedido especial a ustedes que me están viendo.
-
Si les gusta lo que están escuchando, por favor, dejen su like y suscríbanse al canal. Esto ayuda mucho a esta abuelita a seguir contando sus historias. Y cuéntenme aquí en los comentarios de qué pueblito me están viendo y a qué horita del día encontraron este video. De mañanita con el café, después de la comida o ya de nochecita.
-
Yo siempre leo todos los comentarios y me pone muy contenta saber de dónde son ustedes y cuándo sacan un tiempecito del día para escuchar las historias de esta abuelita. Cuéntenme, eh, vamos a crear una cadena de cariño, pero hoy no vine solo a hablar de mis plantitas y de mis nietecitos, no.
-
Vine a contar una historia que guardé por muchos años, bien escondida en el fondo del corazón. Una historia de dolor, pero también de superación, porque mis queridos, la vida no siempre fue color de rosa como lo es hoy. Hubo un tiempo en que viví una pesadilla en manos de quien debería protegerme, mi propio padre.
-
Nací en Dolores Hidalgo, cerquita del río Laja, en el interior de Guanajuato. Era un pueblito tranquilo donde todos se conocían y las noticias corrían más rápido que las aguas del río. Nuestra casa era sencilla, de adobe con techo de palma, pero mi madre Guadalupe dejaba todo tan arregladito que parecía un palacio.
-
Ella era una mujer fuerte, de manos gruesas de tanto trabajar, pero con una sonrisa que iluminaba el mundo entero. Mi padre Eduardo trabajaba como pescador y vendía el pescado en el mercado del pueblo. Era un hombre alto, de hombros anchos, con una risa que hacía temblar las paredes, pero que tenía una mirada que cambiaba como el tiempo.
-
éramos una familia grande. Además de mí, la más pequeña, tenía a mis cuatro hermanos mayores. Gustavo, el mayor, que desde chico ayudaba a papá en la pesca. Después venía Esperanza, que tenía un don especial con las plantas. Ignacio, que era calladito y vivía con la cabeza metida en los libros que la maestra le prestaba.
-
Y Olivia, que tenía unos 3 años más que yo y era mi compañera a todas horas. Nuestra casa quedaba en la parte más alejada de Dolores Hidalgo, casi a la orilla del río. Era una casa pequeña, pero el patio era enorme. Tenía árboles de mango, de guayaba y hasta unas gallinas que mamá criaba.
-
El piso era de tierra y cuando llovía se formaba un lodo que aprovechábamos para hacer muñequitos. Las paredes eran de adobe, esa mezcla de barro con paja que nosotros mismos ayudábamos a preparar. Nuestra cocina tenía un fogón de leña que mamá encendía bien tempranito. El olor del café colándose en esos coladores de tela llenaba toda la casa. No teníamos baño dentro de casa, no.
-
Era una casita de madera allá en el fondo del patio. Y cuando llovía era una tristeza tener que ir hasta allá. Nos bañábamos con agua del pozo, que papá sacaba con una cuerda y un balde. En invierno era aquella agua helada que te erizaba todo el cuerpo, pero ni nos importaba. Era todo muy natural para nosotros.
-
Mi infancia hasta los 8 años fue como la de cualquier niña del interior en aquella época. Me despertaba con el canto del gallo, ayudaba a mamá a barrer el patio y a alimentar a las gallinas. Después iba a la escuela, que era solo un saloncito donde la maestra Soledad enseñaba a todos los niños juntos sin importar la edad. Recuerdo hasta hoy el olorcito del gis y de la cartilla amarillenta que usábamos para aprender las primeras letras.
-
Después de la escuela era hora de jugar. Inventábamos cada juego. Había trompos, canicas, escondidas y mi favorito que era saltar la cuerda. Olivia siempre cantaba. Un hombre tocó a mi puerta y yo le abrí. Señoras y señores, pongan la mano en el suelo. Señoras y señores, salten en un pie. Y saltábamos hasta no poder más.
-
También jugábamos a las casitas debajo del árbol de mango, donde las hojas caídas eran nuestra alfombra y las ramas bajas nuestras paredes. Mis amiguitos eran los hijos de los vecinos. Estaba Isabel, que tenía mi edad, Roberto, que era un poco mayor y sabía hacer papalotes mejor que cualquier niño.
-
Y Rosita, que era la más animada de todas y siempre inventaba los juegos más divertidos. Corríamos descalsos por esos caminos de tierra, nos caíamos, nos raspábamos, pero nos levantábamos y seguíamos jugando como si nada hubiera pasado. Por la noche, después de que papá volvía de la pesca y mamá terminaba de arreglar la cocina, nos sentábamos frente a la casa para escuchar las historias que la abuela Josefa contaba.
-
Eran historias de la llorona, del charro negro, del nahual y de la malinche, que ella decía que protegía los bosques de Guanajuato. Las escuchábamos con los ojos muy abiertos, con miedo y fascinación al mismo tiempo. Los fines de semana toda la familia iba a la iglesia. Era la única construcción de ladrillo de la región, toda blanquita, con una cruz en lo alto que relucía cuando le daba el sol.
-
Mamá se ponía su único vestido bueno, uno azul marino con florecitas blancas y me arreglaba el cabello con cintas coloridas. Después de misa era día de mercado. Papá vendía los pescados que había pescado durante la semana y mamá aprovechaba para comprar lo que necesitábamos: harina, frijoles, un poquito de carne cuando alcanzaba. El mercado de Dolores Hidalgo era una fiesta para mis ojos de niña.
-
Había de todo, frutas, verduras, carne seca, piloncillo, artesanías, hierbas para remedios caseros y hasta unos juguetitos de madera que nos quedábamos mirando, pero que no siempre podíamos comprar. El olor a especias se mezclaba con el de pescado fresco y frutas maduras. Los vendedores gritaban anunciando sus productos y los compradores regateaban con gusto.
-
Fue en esa época, alrededor de mis 8 años, que las cosas comenzaron a cambiar. Primero fueron pequeños cambios, tan pequeños que casi no se notaban. Papá empezó a llegar más tarde de la pesca, a veces oliendo a tequila. Cuando llegaba así, era mejor quedarse bien quietecita porque cualquier ruido lo irritaba.
-
Mamá bajaba la cabeza y nos mandaba a dormir más temprano en esos días. Después los gritos comenzaron. Yo y mis hermanos nos encogíamos bajo la cobija escuchando a papá gritar a mamá por cualquier motivo. La comida está fría, la casa está hecha un desastre. Estás gastando demasiado.
-
Su voz, que antes reía y hacía temblar las paredes, ahora las hacía temblar de otra manera. Recuerdo una noche en especial. La lluvia caía fuerte allá afuera y el ruido de las gotas en el techo de palma casi ahogaba los hoyosos de mamá. Casi, pero no completamente. Ella tenía un paño mojado en la cara y cuando lo quitó vi una mancha morada debajo del ojo. “Fue un accidente”, dijo.
-
“Me resbalé y me golpeé con la puerta.” Pero sus ojos contaban otra historia. En esa misma época, mis hermanos mayores comenzaron a salir de casa uno por uno. Primero fue Gustavo, que encontró trabajo en Ciudad de México y solo volvía de vez en cuando. Después, Esperanza, que se casó con un muchacho de un pueblo vecino.
-
Ignacio se fue a estudiar a la capital con la ayuda de un profesor que vio potencial en él. Solo quedó Olivia, que pronto encontraría trabajo de empleada en una casa de familia en el mismo Dolores Hidalgo. Y fue ahí que el mundo comenzó a desmoronarse del todo. Una mañana nos despertamos con mamá sintiéndose mal, con una fiebre que no bajaba de ninguna manera.
-
El doctor del pueblo vino a verla y dijo que era tifoidea, una enfermedad que se estaba extendiendo por la región a causa del agua contaminada. Por dos meses mamá luchó contra la enfermedad. Nosotros, los niños, nos turnábamos para darle las medicinas, cambiar los paños húmedos en su frente y hacer la comida que apenas podía tragar. En una noche de tormenta, igual a aquella en que vi lo morado en su rostro por primera vez, mamá nos llamó a mí y a Olivia cerca de la cama.
-
Con voz débil, casi un susurro, dijo, “Cuídense la una a la otra. Sean fuertes y recuerden que el amor de madre nunca termina, aunque la madre ya no esté aquí. Aquella madrugada, mientras el viento ahullaba allá afuera, mamá Guadalupe partió de este mundo dejando un vacío que jamás sería llenado. Y fue así, a los 10 años que me vi sin el abrazo calientito y protector de mi madre, teniendo que enfrentar un mundo que, como pronto descubriría, podía ser mucho más aterrador que las historias de la llorona que la abuela Josefa contaba. Después de que mamá se fue, la casa
-
quedó diferente. El olor del café fresquito por la mañana fue sustituido por un silencio pesado. Las flores del jardín que ella tanto cuidaba comenzaron a marchitarse. Era como si el alma de nuestra casita se hubiera ido con ella. Durante algunas semanas, papá estuvo más callado. No gritaba, no bebía, solo miraba al vacío con aquellos ojos vacíos.
-
Olivia con sus 13 años trataba de hacer el papel de mujer de la casa, pero todavía era una niña también. Yo intentaba ayudar como podía, lavando los trastes, barriendo el piso, alimentando a las gallinas, pero nada era como antes. Fue un sábado de mercado que noté el primer cambio.
-
Papá volvió más temprano de lo normal, cargando una bolsa con comida, cosa que nunca hacía antes. “Me las arreglé para que mejoremos de vida”, dijo, poniendo en la mesa un pedazo de carne que hacía mucho tiempo no veíamos. Olivia y yo nos miramos sin entender bien. Ese mismo día, después de la cena, él llamó a Olivia para una conversación a solas. Yo me quedé en la cocina fingiendo que limpiaba las ollas, pero agusando el oído para tratar de escuchar.
-
Solo logré captar algunas palabras sueltas. Familia respetable, oportunidad, empleada, buen salario. Cuando Olivia volvió, tenía los ojos llorosos, pero una sonrisa débil en los labios. Voy a trabajar en la casa de don Hernández, me contó más tarde cuando estábamos acostadas en nuestro colchón de paja compartiendo la misma cobija remendada.
-
Papá dice que es una oportunidad de aprender a ser una muchacha decente y todavía ganar un dinerito para ayudar en casa. Dos semanas después, una mañana de domingo, vi a mi hermana partir con un bultico de ropa bajo el brazo. Papá la acompañó hasta la casa del tal don Hernández, que quedaba en la parte rica de Dolores Hidalgo, donde las casas tenían ventanas de vidrio y portones de hierro.
-
Corrí tras ellos hasta un pedazo del camino, pero papá me mandó volver a casa. Solo tuve tiempo de abrazar a Olivia y prometerle que iría a visitarla todos los domingos. Y así me quedé. sola con papá en aquella casa, que se volvía más grande y más silenciosa cada día. Al principio, él todavía iba a pescar todos los días y yo cuidaba de la casa, como había aprendido con mamá. Pero pronto la rutina cambió.
-
Papá comenzó a faltar a la pesca diciendo que estaba cansado o que el tiempo no estaba bueno. Iba más y más a la cantina del Señor Jesús, donde los hombres se juntaban para beber tequila y jugar cartas. Cuando volvía ya de noche se tambaleaba por el camino y gritaba pidiendo comida caliente. Si no había, la culpa era mía. Inútil, ni para eso sirves.
-
Vocifera, golpeando con la mano en la mesa. Yo temblaba como una hoja, pero no lloraba delante de él. Lloraba después, escondida bajo la cobija, abrazando la almohada, que todavía guardaba un poquito del olor de mamá. El domingo siguiente, como prometido, fui a visitar a Olivia.
-
Pero cuando llegué a la casa grande de don Hernández, su mujer, doña Carmela, una señora flaca de nariz empinada, me dijo que Olivia estaba demasiado ocupada para recibir visitas. “Vuelve otro día”, dijo cerrando el portón en mi cara. Volví el domingo siguiente y el otro, siempre recibiendo la misma respuesta. Hasta que un día doña Carmela ni siquiera abrió el portón.
-
solo gritó desde dentro de la casa. Ya te dije que no puedes recibir visitas. No vuelvas más. Pasaron tres meses sin noticias de mi hermana. Tres meses en que la situación en casa solo empeoraba. El dinero de la pesca, que ya era poco, se fue haciendo cada vez más raro. Las cuentas empezaron a acumularse.
-
El arroz se acabó, después los frijoles. Llegué a pasar días comiendo solo tortillas con un poquito de sal. Fue en una de esas noches en que el estómago me rugía tanto que no podía dormir cuando escuché la puerta del frente abrirse. Era bastante tarde y pensé que sería papá volviendo de la cantina, pero escuché voces diferentes de hombres que no conocía. Me quedé quietecita en mi cama con el corazón latiendo fuerte.
-
“Así que es aquí donde vives, Eduardo”, preguntó una voz gruesa. “Lugar humilde, ¿eh? Es lo que se puede tener, respondió papá con aquella voz arrastrada de cuando estaba borracho. Pero entren, entren. Los hombres entraron en la sala que estaba separada del cuarto solo por una cortina vieja. Eran tres además de mi padre.
-
Por el agujerito de la cortina pude ver que todos tenían vasos en la mano. ¿Y dónde está esa hija de la que tanto hablas? Preguntó otro hombre más bajo y barrigón. Estoy curioso por conocerla. Flora, ven aquí”, gritó papá. Todo mi cuerpo se heló. No quería salir de aquella cama, pero sabía que era peor desobedecer.
-
Me puse mi único vestido decente, que ya estaba demasiado corto, y salí de detrás de la cortina. Cuatro pares de ojos me miraron de arriba a abajo y sentí un escalofrío recorrer mi espalda. ¿Es esta?, preguntó el tercer hombre, más viejo que los otros, con cabellos canosos en las cienes. “Pero si es solo una niña.” “Va a cumplir 11 años el mes que viene.
-
” Respondió papá, poniendo la mano en mi hombro con fuerza. “Pero ya sabe cocinar, lavar, planchar, hace todo el trabajo de la casa.” Fue entonces que entendí lo que estaba sucediendo. Como Olivia, yo también estaba siendo ofrecida para trabajar como empleada. Sentí una mezcla de alivio y miedo. Alivio por salir de aquella casa que solo traía recuerdos tristes.
-
Ahora miedo por no saber lo que me esperaba. Bueno, dijo el hombre barrigón rascándose el mentón. Mi mujer anda necesitando ayuda con los niños pequeños. ¿Cuánto estás pidiendo, Eduardo? Fue como si un balde de agua fría me cayera encima. Papá no estaba solamente buscándome un empleo, me estaba vendiendo. Para usted que es mi amigo, lo hago por 300 pesos.
-
Es una ganga, considerando que va a trabajar para siempre y no necesita pagarle salario, solo comida y un rinconcito para dormir. Los hombres empezaron a discutir precios como si yo fuera una gallina en el mercado. Sentí las lágrimas quemándome en los ojos, pero no dejé que cayeran. Pensé en Olivia, en lo que le habría pasado.
-
¿Será que también había sido vendida así? ¿O será que realmente estaba trabajando como empleada, recibiendo un salario como papá dijo, “500 pesos y se viene conmigo hoy mismo”, dijo el hombre más viejo sacando un fajo de dinero del bolsillo. “Mi hacienda en San Miguel de Allende está necesitando una manita más en la cocina.” “Trato hecho”, respondió papá. tomando el dinero con avidez.
-
Ve a arreglar tus cosas, niña. Te vas con don Ricardo ahora. Con las piernas tambaleantes, volví al cuarto y junté lo poco que tenía. Dos mudas de ropa, un peine roto y una estampita de la Virgen de Guadalupe que mamá me dio. Lo puse todo en un costal de yute y volví a la sala.
-
“Listo, puede llevársela”, dijo papá ya guardando el dinero en el bolsillo del pantalón. Ni un abrazo, ni una palabra de cariño, apenas un empujoncito en la espalda en dirección a la puerta. Don Ricardo me condujo hasta una carreta que esperaba afuera. “Súbete ahí atrás”, ordenó señalando la parte de atrás donde había sacos de harina y otros víveres.
-
Obedecí en silencio, sentándome sobre uno de los sacos, abrazando mi bulto contra el pecho. Mientras la carreta se alejaba, miré hacia atrás una última vez. Papá estaba en la puerta contando el dinero a la luz del quinqué. No me miró, no hizo un gesto, no mostró ninguna señal de que estaba mandando lejos a su última hija. En ese momento supe que estaba sola en el mundo. El viaje a San Miguel de Allende duró toda la noche.
-
Encogida entre los sacos, balanceándome con los sacudones de la carreta en los caminos de tierra, traté de no pensar en lo que me esperaba. Intenté recordar las historias que la abuela Josefa contaba, los juegos con Olivia, la sonrisa de mamá, pero el miedo era más fuerte que los recuerdos. Cuando llegamos, ya amanecía.
-
La hacienda de don Ricardo era enorme, con una casa principal de dos pisos, blanca, con ventanas azules y varias construcciones menores esparcidas alrededor. Fui llevada directamente a la cocina, donde una mujer morena, de cabellos grises y manos callosas me recibió con una mirada de pena. Esta es Flora, dijo don Ricardo.
-
Enséñale el trabajo, Juana, y recuerda que no quiero ver a nadie olgazaneando por aquí. Juana asintió con la cabeza y esperó a que él saliera para acercarse a mí. “¿Cuántos años tienes, niña?”, preguntó con una voz sorprendentemente amable. “Voy a cumplir 11”, respondí todavía abrazada a mi bulto, como si pudiera protegerme. Ella suspiró profundamente. “¡Ay, Dios mío, otra niña más.
-
” Sus ojos encontraron los míos y vi en ellos una mezcla de tristeza y determinación. Escucha bien, niña. Aquí en la hacienda de don Ricardo las cosas no son fáciles, pero voy a hacer lo posible por protegerte. Solo haz lo que yo te diga y no respondas cuando los patrones te hablen. ¿Entendido? Asentí con la cabeza, sintiendo un poquito de esperanza por primera vez desde que había entrado en aquella carreta.
-
Al menos allí había alguien que parecía preocuparse, pero aquella esperanza duró poco. A la mañana siguiente descubrí lo que realmente significaba ser una criada en la hacienda de don Ricardo. El sol todavía no había salido cuando Juana me despertó aquella primera mañana en la hacienda. me sacudió suavemente, puso el dedo en los labios pidiendo silencio y señaló un vestido desteñido que había dejado a los pies del petate donde yo dormía.
-
“Ponte esto y ven conmigo”, susurró. El vestido era demasiado grande, pero amarré la cintura con un pedazo de cuerda y seguía Juana hasta la cocina. Era un cuarto grande con un fogón de leña enorme, una mesa larga de madera oscura en el centro y estanterías llenas de ollas de todos los tamaños. El olor a café recién colado y a leña quemada me recordó a casa y por un instante sentí un nudo en la garganta.
-
“Aquí”, dijo Juana entregándome un metate pesado. “Muele estos granos de café mientras preparo el desayuno de los patrones.” Me senté en un banquito bajo y comencé a trabajar. El metate era pesado para mis brazos flacos y pronto mis manos comenzaron a arder. Pero continué observando a Juana moverse por la cocina con la agilidad de quien conoce cada rincón.
-
Ella amasaba la masa de las tortillas, cortaba frutas, batía huevos y todavía encontraba tiempo para lanzarme miradas alentadoras. Cuando el sol finalmente apareció, la mesa de la cocina ya estaba puesta para los trabajadores de la hacienda y una bandeja con el desayuno de los patrones esperaba para ser llevada a la casa grande. Juana me dio un pedazo de tortilla y una taza de café con leche.
-
“Come rápido”, dijo. Después hay que lavar todos los trastes. Apenas había terminado de comer cuando la puerta de la cocina se abrió y entró una mujer alta de cabellos rubios. recogidos en un moño apretado. Era doña Pilar, esposa de don Ricardo. Sus ojos azules me examinaron de arriba a abajo con frialdad.
-
“Así que tú eres la nueva criada”, dijo con un acento que delataba su origen extranjero. Juana, después de que termine aquí, mándala a la casa grande. Quiero ver si sirve para algo más que la cocina. Después de que ella salió, Juana se acercó a mí. Ten cuidado con doña Pilar”, susurró. “No tiene paciencia con nadie, mucho menos con niños.
-
Cuando terminé de lavar la montaña de trastes, con las manos arrugadas de tanto estar en el agua, Juana me dio instrucciones sobre cómo llegar a la casa grande. No mires directamente a los patrones. No hables a menos que te pregunten algo y no toques nada sin permiso”, aconsejó. La casa grande era un mundo diferente de la cocina. El suelo era de baldosas coloridas. Las paredes tenían papel tapiz con diseños de flores y los muebles eran de madera tallada que brillaba como si acabara de ser pulida.
-
Encontré a doña Pilar en la sala, sentada en un sillón bordado ojeando una revista. “¡Ah! Finalmente”, dijo ella cerrando la revista. “Ven acá.” Me acerqué manteniendo los ojos bajos como Juana me había enseñado. “Mírame”, ordenó. Cuando levanté la mirada, ella sujetó mi barbilla con dedos finos y fríos. “Mm, al menos parece limpia.
-
” “¿Sabes leer un poco, niña?” “Sí, señora,”, respondí recordando las lecciones de la maestra Soledad. “Excelente. Vas a limpiar la biblioteca. Cada libro debe ser sacado del estante, desempolvado y colocado exactamente en el mismo lugar. ¿Entendiste? Pasé el día entero en la biblioteca subiendo y bajando por una escalera de madera, sacando libros polvorientos de los estantes altos.
-
Muchos tenían títulos en idiomas que no conocía con tapas de cuero que olían a humedad y tiempo. Mis brazos dolían, mi estómago rugía de hambre, pero no me atreví a parar ni por un minuto. Cuando finalmente terminé, ya era casi de noche. Volví a la cocina exhausta, esperando poder comer algo. Juana me sirvió un plato de frijoles con tortilla y un pedazo pequeño de carne seca.
-
¿Cómo te fue allá?, preguntó mientras yo devoraba la comida. Cansado, respondí, pero creo que la señora quedó satisfecha. Juana sacudió la cabeza. No te engañes, niña. Aquí nadie queda satisfecho nunca. Y ella tenía razón. En los días que siguieron, me di cuenta de que no importaba cuánto me esforzara, siempre había algo mal.
-
Si lavaba el piso, no estaba lo suficientemente brillante. Si arreglaba las camas, las sábanas no estaban perfectamente estiradas. Si ayudaba en la cocina, era muy lenta o muy torpe. Las tareas eran interminables. Despertaba antes del sol para ayudar con el desayuno. Después limpiaba la casa grande, lavaba ropa, planchaba sábanas, restregaba ollas, escardaba el jardín, alimentaba a las gallinas y cualquier otro trabajo que necesitara ser hecho.
-
Por la noche caía en el petate de la cocina, tan cansada que apenas podía pensar. Pero lo peor no era el trabajo en sí, era el trato. Para los patrones yo era invisible hasta que hacía algo mal. Entonces, de repente existía, pero solo para recibir gritos y a veces hasta golpes en las manos o tirones de orejas.
-
Don Ricardo raramente aparecía en la cocina, pero cuando lo hacía, sus ojos pequeños y oscuros me seguían por la habitación, haciéndome sentir incómoda. Era un hombre grande, de hombros anchos y manos gruesas, con una voz que hacía temblar las paredes cuando se enojaba.
-
Fue él quien me dio la primera paliza dos semanas después de mi llegada. Estaba llevando una bandeja con la cena para el comedor cuando tropecé con la alfombra y tiré una fuente de arroz. El ruido de la porcelana rompiéndose fue seguido por un silencio mortal. Torpe, rugió don Ricardo levantándose de la mesa. ¿Sabes cuánto cuesta esa porcelana? Antes de que pudiera responder, agarró una vara delgada que estaba colgada en la pared.
-
Yo nunca había entendido para qué servía hasta aquel momento. Los golpes en mis piernas y espalda ardían como fuego, pero aprendí ese día a no llorar delante de los patrones. Las lágrimas solo los irritaban más. Más tarde en la cocina, Juana puso un remedio de hierbas en las marcas rojas que la vara había dejado.
-
“Tienes que ser más cuidadosa,” dijo, pero su voz era amable. Él no tiene piedad de nadie. Con el paso de los meses, fui aprendiendo a moverme por la casa como una sombra, a prever lo que los patrones querían antes incluso de que lo pidieran, a desaparecer cuando don Ricardo estaba de mal humor. Juana se convirtió en mi única amiga, la única persona que me trataba como gente.
-
Fue ella quien me contó sobre los otros niños que habían pasado por allí. Algunos huyen, dijo una noche mientras hacíamos la última comida del día, pero la mayoría no tiene a dónde ir y los que huyen cuando los atrapan no completó la frase, pero la mirada que me lanzó lo decía todo.
-
Una noche, casi un año después de mi llegada, Juana me llamó a un rincón oscuro de la cocina. “Tengo algo que contarte”, susurró. “Pero tienes que jurar que no dirás nada. Prometí guardar el secreto y ella continuó. Tu hermana Olivia trabaja en la casa de don Hernández, que es hermano de nuestro patrón. Mi corazón se aceleró. ¿La viste? Está bien. Juana se mordió el labio. La vi cuando fui a entregar un encargo allá.
-
Está viva, pero no puedo decir que esté bien. Aquella casa no es buen lugar para una muchacha joven. Quise preguntar más, suplicarle que me llevara hasta allá, pero Juana puso un dedo en mis labios. No podemos hacer nada ahora, pero un día, ¿quién sabe.
-
La esperanza de algún día volver a ver a Olivia era como una pequeña llama que me mantenía viva. En los días más difíciles, cuando el trabajo parecía no tener fin, o cuando los gritos y las palizas se volvían insoportables, me aferraba a esa esperanza. Pero la realidad de la hacienda seguía siendo dura e implacable.
-
Con el tiempo mis dedos quedaron callosos de tanto restregar, mis manos agrietadas de tanto estar en el agua con sosa. Mi cuerpo, que era de niña cuando llegué, comenzaba a cambiar y eso trajo nuevos peligros. Me di cuenta de que la mirada de don Ricardo sobre mí estaba diferente. Ya no era solo la mirada irritada del patrón a la empleada torpe, era algo más, algo que me hacía querer esconderme cuando él estaba cerca. Juana también lo notó.
-
No te quedes sola con él”, me advirtió cierta vez después de sorprender al patrón observándome mientras barría el porche. “Y si te llama para ir a su despacho por la noche, di que estás enferma, que tienes fiebre, cualquier cosa.” Yo no entendía completamente lo que ella quería decir, pero sentía que era algo grave.
-
El miedo pasó a ser mi compañero constante. Miedo a don Ricardo, miedo a doña Pilar. Miedo a nunca más ver a Olivia. Miedo a pasar el resto de mi vida en aquella hacienda. El tiempo pasaba lentamente marcado por las estaciones. La época de cosecha cuando el trabajo se duplicaba. La época de lluvias, cuando las goteras en el techo de la cocina no nos dejaban dormir.
-
La época de fiestas, cuando la casa se llenaba de invitados y teníamos que trabajar día y noche para dar abasto a todo. En una de esas fiestas, poco antes de mi cumpleaños número 12, ocurrió algo que lo cambiaría todo. La hacienda estaba llena de asendados y sus esposas, todos vestidos con sus mejores ropas.
-
Yo y otras dos niñas que habían sido traídas recientemente, Catalina y Matilde, servíamos bebidas y aperitivos intentando ser invisibles como nos habían enseñado. Fue cuando vi un rostro conocido entre los invitados. Era don Hernández, el mismo que se había llevado a Olivia. Mi corazón se aceleró. Si él estaba allí, sería posible que Y entonces la vi entrando en el salón, justo detrás de él, cargando una bandeja de dulces.
-
Era Olivia, pero ya no era la niña que yo recordaba. A los 15 años parecía mucho mayor. Su rostro había perdido la suavidad de la infancia. Sus ojos parecían opacos, sin vida. Cuando nuestras miradas se cruzaron, vi un destello de reconocimiento seguido por un gesto casi imperceptible, un pequeño movimiento de cabeza, como si dijera, “No muestres que me conoces.
-
” Obedecí continuando mi trabajo como si nada hubiera pasado, pero por dentro mi corazón latía tan fuerte que pensé que todos podrían oírlo. Mi hermana estaba viva. Estaba allí a pocos metros de mí. Más tarde, cuando todos estaban ocupados con la cena, conseguí chocarme con ella en el pasillo.
-
“Encuéntrame en la veranda de atrás después de que todos se duerman”, susurré rápidamente antes de seguir mi camino, como si nada hubiera ocurrido. Aquella noche, mientras esperaba la hora de que todos se recogieran, hacía planes. Tal vez podríamos huir juntas, encontrar a nuestros hermanos mayores, comenzar una vida lejos de allí.
-
La simple idea de estar con Olivia nuevamente me daba un valor que no sabía que tenía. Poco sabía yo que aquel reencuentro tan esperado cambiaría mi destino de formas que jamás podría imaginar. La casa finalmente se silenció alrededor de la medianoche. Los invitados, embriagados por el vino y la comida abundante se retiraron a sus habitaciones. Los patrones, cansados de tanto socializar, también se retiraron.
-
En la cocina, Juana y las otras criadas terminaban de guardar los últimos platos y ollas. “Voy a tomar un poco de aire allá afuera”, susurré a Juana. “No puedo dormir con este calor.” Ella me lanzó una mirada desconfiada, pero asintió. No tardes y cuidado con los perros. Con el corazón latiendo acelerado, caminé entre las sombras hasta la veranda trasera.
-
La luna llena iluminaba el patio, proyectando sombras alargadas de los árboles en el suelo de tierra. Esperé encogida en un rincón oscuro, contando los segundos y temiendo que Olivia no pudiera venir. Después de lo que pareció una eternidad, escuché pasos ligeros acercándose.
-
Una figura esbelta surgió en la veranda, mirando a todos lados antes de susurrar. Flora, ¿estás ahí? Salí de las sombras y en un instante estábamos abrazándonos. El cuerpo de Olivia estaba tan delgado que podía sentir sus huesos a través del vestido fino. Olía a perfume caro, un olor que no combinaba con la hermana que yo conocía.
-
“Olivia, pensé que nunca más te vería”, dije con la voz entrecortada por las lágrimas que intentaba contener. Ella se apartó un poco sujetando mis hombros. A la luz de la luna pude ver su rostro con más claridad. Había algo diferente en ella, además de la delgadez apariencia más vieja. Sus ojos, antes tan llenos de vida, ahora parecían distantes, como si parte de ella estuviera en otro lugar.
-
“No tenemos mucho tiempo”, dijo mirando nerviosamente por encima del hombro. “Si descubren que estamos conversando. ¿Qué te pasó?”, pregunté incapaz de contener la pregunta que me consumía. ¿Por qué nunca más te vi? ¿Por qué no me dejaban visitarte? Olivia bajó la mirada. Flora, las cosas las cosas no son como papá dijo que serían. No soy empleada.
-
Soy dudó buscando las palabras. Soy propiedad de don Hernández, como tú lo eres de don Ricardo. Incluso con mis casi 12 años entendí lo que quería decir. Las advertencias de Juana, las miradas de don Ricardo, todo comenzaba a tener un terrible sentido. Al principio era solo trabajo doméstico continuó Olivia. Su voz casi un susurro.
-
Pero después, cuando cumplí 13 años, su voz falló y no pudo continuar. Nos quedamos en silencio por un momento, solo sosteniendo las manos una de la otra, como hacíamos cuando éramos pequeñas y teníamos miedo durante las tormentas. “Necesitamos huir de aquí”, dije finalmente, apretando sus manos. “Juntas podemos encontrar a Gustavo o a Esperanza o no es tan simple”, interrumpió Olivia con una amargura que no combinaba con su edad.
-
“Ya intenté huir una vez. Me atraparon antes de llegar al camino principal.” giró la cara y a la luz de la luna vio una cicatriz fina que descendía desde su oreja hasta su barbilla. Fue el castigo por tratar de ser ingrata, como él dijo. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Pero no podemos quedarnos aquí para siempre, don Ricardo.
-
Él Él me mira de una manera. Lo sé, dijo Olivia, y vi lágrimas brillando en sus ojos. Es por eso que tenemos que ser astutas. No podemos simplemente correr. Necesitamos un plan. Asentí sintiendo una mezcla de miedo y determinación creciendo dentro de mí. ¿Qué tipo de plan? Olivia miró a los lados una vez más, asegurándose de que estábamos solas.
-
Hay un muchacho que trabaja en las tierras de don Hernández, Ramón. Él Él ha sido bueno conmigo. Me trae comida cuando estoy castigada. me avisa cuando el patrón está de mal humor. Él dijo que conoce gente en Ciudad de México que puede ayudarnos. Ciudad de México está tan lejos, pero es nuestra mejor oportunidad, una ciudad grande donde podemos desaparecer y Gustavo está allá, ¿recuerdas? Si logramos llegar hasta él.
-
La mención del nombre de nuestro hermano mayor trajo una pisca de esperanza. Gustavo siempre fue el fuerte, el protector. Si estuviéramos con él, estaríamos seguras. ¿Cómo haríamos eso?, pregunté ya imaginando el viaje. Dentro de un mes habrá la fiesta de la independencia. Los patrones van a la ciudad, a una casa del alcalde, llevan solo algunos empleados.
-
Yo ya me ofrecí para ir. Tú necesitas hacer lo mismo. Si estamos en la ciudad, será más fácil escapar. El plan parecía peligroso, casi imposible, pero la alternativa, quedarme en la hacienda esperando que don Ricardo finalmente hiciera conmigo lo que temía era impensable. “Lo intentaré”, prometí.
-
“Pero y si no me eligen para ir, entonces intentaremos otra cosa”, respondió Olivia con una determinación que me recordó a mamá. “Pero no voy a dejarte aquí, Flora. No después de finalmente encontrarte.” Oímos un ruido viniendo de la casa. y nos separamos rápidamente. “Tengo que volver”, susurró Olivia. “Si doña Carmela se da cuenta de que salí de la habitación, nos abrazamos una última vez fuertemente, como si quisiéramos absorber la presencia una de la otra para los días solitarios que vendrían.
-
” “Un mes”, murmuró ella en mi oído. “Aguanta firme un mes más.” Y entonces se fue, desapareciendo en las sombras tan silenciosamente como había llegado. Me quedé allí algunos minutos más, sintiendo la brisa nocturna secar las lágrimas en mi rostro. Un mes parecía, al mismo tiempo, tan cerca y tan lejos.
-
Volví a la cocina con pasos ligeros, rezando para que Juana ya se hubiera ido a dormir. Pero ella estaba allí, sentada a la mesa con una vela encendida iluminando su rostro cansado. “¿La encontraste, verdad?”, preguntó sin preámbulos. Pensé en negar, pero la mirada de ella decía que sería inútil. Asentí con la cabeza. Estaba desconfiada cuando vi a la muchacha de don Hernández.
-
La manera como se miraron tenía algo familiar. Ella suspiró profundamente. ¿Están planeando huir? No era una pregunta, pero confirmé de todas formas. Necesitamos salir de aquí, Juana. Tú sabes lo que va a pasar si me quedo. Ella extendió la mano y tocó mi rostro con suavidad. Lo sé, niña, lo sé muy bien. Sus ojos, generalmente tan fuertes, parecían tristes.
-
Ahora he visto esta historia tantas veces. ¿Vas a delatarnos? Pregunté temiendo la respuesta. Juana sacudió la cabeza. No, pero necesito que entiendas el peligro. Si las atrapan no completó la frase, pero no era necesario. La imagen de la cicatriz en el rostro de Olivia estaba vívida en mi mente.
-
No tenemos elección, dije con una convicción que me sorprendió. Prefiero morir intentando que vivir así. Las palabras tan duras viniendo de una niña tan joven hicieron a Juana a bajar la cabeza. Cuando la levantó de nuevo, había una resolución en su mirada. Voy a ayudarlas. En las semanas siguientes viví en un estado constante de nerviosismo.
-
Cada vez que don Ricardo entraba en la cocina, yo temblaba. Cada vez que doña Pilar me llamaba, temía que de alguna forma hubiera descubierto nuestros planes. Para mi desesperación, a medida que la fiesta de la independencia se acercaba, las miradas de don Ricardo se volvían más insistentes, más amenazadoras. Una noche, él me llamó a su despacho para servir tequila.
-
Mientras llenaba su vaso, sentí su mano tocar mi pierna. Tiré la botella del susto y el tequila se derramó en su pantalón. La bofetada vino rápida, tomándome por sorpresa. Torpe, rugió él. Esto va a salir de tu pellejo. Me encogí en el rincón esperando la golpiza, pero él solo se levantó limpiándose el pantalón mojado.
-
“Mañana”, dijo con una voz que hizo elar mi sangre. “mañana por la noche volverás aquí y limpiarás este desastre como es debido.” ¿Entendido? Salí corriendo en cuanto me despidió y corrí a la cocina donde vomité toda la cena. Juana me encontró así, temblorosa y pálida. ¿Qué pasó?, preguntó ayudándome a levantarme. Entre soyosos conté lo que había ocurrido. Mañana por la noche, repitió ella, el rostro sombrío.
-
Esto no es bueno, Flora, nada bueno. ¿Qué hago? Pregunté desesperada. Juana se quedó en silencio por un largo momento, como si estuviera tomando una decisión difícil. Vas a huir esta noche, pero y Olivia, el plan. No hay más tiempo para el plan. Cortó ella. Te ayudaré a llegar a la ciudad. De allá puedes mandar un mensaje a tu hermana, pero no puedes esperar más.
-
Esa noche, mientras todos dormían, Juana me entregó un paquete pequeño. Tiene comida para dos días y un poco de dinero que junté. No es mucho, pero debe ayudar. Ven conmigo”, supliqué tomando sus manos callosas. “Tú también mereces salir de aquí.
-
” Ella sonrió, una sonrisa triste que cargaba el peso de muchos años de sufrimiento. “Mi tiempo de correr ya pasó, niña, pero el tuyo apenas está comenzando.” Con lágrimas en los ojos, abracé a aquella mujer que había sido más madre para mí en los últimos años que cualquier otra persona. “Nunca te olvidaré”, prometí, ni yo a ti. Ve antes de que alguien se despierte.
-
Salí por la puerta de atrás de la cocina, llevando solo el pequeño paquete de Juana y la esperanza de una vida mejor. La noche estaba oscura, sin luna, lo que era bueno para esconderme, pero malo para encontrar el camino. Siguiendo las instrucciones de Juana, mantuve el camino principal a distancia, caminando por el monte, guiada solo por las estrellas y por la fe de que Dios me miraba. Cada sonido me sobresaltaba.
-
El ulular de un búo, el susurro de las hojas, el aullido distante de un perro. Imaginaba a los capataces de don Ricardo en mi búsqueda, los perros oliendo mi rastro, pero seguí caminando un pie delante del otro, repitiendo bajito el nombre de mis hermanos, como un mantra de esperanza.
-
Con la primera luz de la mañana llegué a la orilla de un río, el mismo río Lajja que bañaba mi ciudad natal. Ahora mi ruta de escape. Allí, exhausta y con los pies sangrando, tuve que tomar una decisión. Seguir por la orilla, arriesgándome a hacer vista o intentar cruzar arriesgándome a ahogarme.
-
Fue cuando escuché a lo lejos el ladrido de los perros. Los ladridos se hacían más fuertes a cada segundo. Miré hacia el río, sus aguas oscuras y revueltas, y sentí el miedo paralizarme. Nunca fui buena nadadora. Las pocas veces que había entrado en el la había sido de la mano de Olivia o de Gustavo. Entramos poco profundos y tranquilos. Este era diferente, profundo y con corriente fuerte.
-
Dios mío, ayúdame”, murmuré mientras los ladridos se acercaban. Fue entonces cuando divisé a algunos metros río abajo una pequeña canoa amarrada a un tronco caído. Parecía vieja y maltrecha, pero era mi única oportunidad. Corrí hacia ella, ignorando las espinas que arañaban mis piernas desnudas y las piedras que lastimaban mis pies descalzos. La canoa tenía un pequeño agujero, pero todavía flotaba.
-
Con manos temblorosas desaté la cuerda que la sujetaba al tronco. No había remo, solo un pedazo de madera que tal vez podría servir para dirigir la embarcación. Entré en la canoa que se balanceó peligrosamente, amenazando con volcarse. Me agarré a los bordes con fuerza, esperando que el balanceo pasara. Después usé el pedazo de madera para empujar la canoa lejos de la orilla.
-
La corriente pronto me atrapó, llevándome río abajo mucho más rápido de lo que esperaba. Miré hacia atrás y vi en la orilla que acababa de dejar a tres hombres con perros. Uno de ellos señaló en mi dirección gritando algo que el viento se llevó. Vi a uno de los hombres entrar en el agua como si fuera a intentar nadar hasta mí, pero otro lo jaló de vuelta. gritando y gesticulando.
-
La canoa giraba y se balanceaba en la corriente y todo lo que podía hacer era agarrarme a los bordes y rezar. El agua entraba por el pequeño agujero en el fondo, mojando mi falda. El sol comenzaba a salir, lanzando una luz dorada sobre el río, volviendo todo aterradoramente visible. No sé decir cuánto tiempo estuve así, a merced de las aguas.
-
minutos u horas era imposible precisar. El miedo y el agotamiento comenzaban a cobrar su precio y sentí mis ojos pesados, incluso en medio del peligro. Fue un sacudón violento lo que me despertó. La canoa había golpeado una piedra y ahora giraba descontroladamente. A lo lejos escuché el sonido que los ribereños más temían, el rugido de unos rápidos.
-
El río Laja, generalmente tan manso, tenía sus tramos traicioneros y yo estaba siendo arrastrada hacia uno de ellos. “Ayúdame, Virgencita!”, grité cuando la canoa comenzó a tomar velocidad bajando por los rápidos. El agua salpicaba para todos lados, empapándome completamente. Un golpe particularmente fuerte casi me tiró de la canoa.
-
Me agarré con toda la fuerza los nudillos blancos de tensión y entonces, tan repentinamente como había comenzado, los rápidos terminaron. La canoa se deslizó hacia aguas más tranquilas, pero el alivio duró poco. El impacto en las rocas había agrandado el agujero y el agua entraba con más fuerza. Ahora la canoa comenzaba a hundirse. Miré alrededor desesperada.
-
La orilla derecha parecía intransitable, con barrancos empinados y vegetación densa, pero a la izquierda vi una pequeña playa de arena seguida por un terreno más plano. Usando el pedazo de madera como remo improvisado, intenté dirigir la canoa hacia allá, pero estaba demasiado pesada con el agua que entraba. Cuando el agua ya llegaba a la altura de mis rodillas dentro de la canoa, tomé una decisión.
-
Apretando el paquete de Juana contra el pecho, salté al agua. El choque del agua fría me quitó el aliento y por un momento me hundí tragando agua del río. Cuando emergí tosiendo y jadeando, la corriente ya me llevaba lejos de la orilla. Intenté nadar moviendo los brazos como había visto hacer a mis hermanos, pero el peso de la ropa mojada y del paquete me jalaba hacia abajo.
-
La orilla parecía cada vez más distante y el agotamiento comenzaba a vencer. No voy a morir así”, pensé. No después de todo lo que he pasado. Con un último esfuerzo solté el paquete, sacrificando la comida y el dinero por la oportunidad de vivir y nadé con toda la fuerza que me quedaba. La orilla se acercaba lentamente, cada abrazada una pequeña victoria contra la muerte.
-
Cuando mis pies finalmente tocaron el fondo, apenas podía creerlo. Me arrastré a la pequeña playa de arena, cayendo de rodillas en cuanto salí del agua. Me quedé allí tosio, temblando y llorando de alivio, pero no podía descansar por mucho tiempo. Los hombres de don Ricardo podían estar en cualquier lugar y yo estaba sola, empapada, sin comida y sin dinero.
-
Me levanté con esfuerzo y comencé a caminar siguiendo el curso del río. El sol ya estaba alto en el cielo cuando divisé lo que parecía ser un pequeño poblado. De lejos podía haber algunas casas de paja, similares a la de mi infancia en Dolores Hidalgo, y una construcción mayor que parecía ser una iglesia o un almacén. Dudé.
-
Y si alguien allí trabajaba para don Ricardo y si me entregaban. El hambre y el cansancio, sin embargo, hablaron más alto. Necesitaba ayuda o no sobreviviría mucho más tiempo. Me acerqué cautelosamente tratando de parecer lo menos sospechosa posible, lo que era difícil considerando mi ropa mojada y mi apariencia desgreñada. Las primeras personas que vi fueron algunas mujeres tendiendo ropa en tendederos improvisados.
-
Cuando me vieron, pararon lo que hacían, mirándome con asombro. Buenos días”, dije con la voz temblorosa. “Disculpen, me perdí.” Una de las mujeres, mayor que las otras, se acercó a mí. Tenía cabellos grises recogidos en un moño y manos callosas como las de Juana.
-
“Perdida es poco, niña”, dijo, observando mi ropa empapada y los rasguños en mis brazos y piernas. “Pareces que escapaste del infierno.” No respondí. No sabía cuánto podía contar, cuánto era seguro revelar. “Estás temblando”, continuó. “Ven, vamos adentro. Me llamo Luisa.” La seguía hasta una casita simple, pero limpia y organizada. Dentro, el olor a café y a pan de elote me hizo recordar que no comía nada desde la noche anterior.
-
Mi estómago rugió alto y Luisa sonrió. Siéntate”, dijo señalando un banquito de madera cerca de la mesa. “Voy a buscar algo para que comas y una ropa seca.” Mientras ella se movía por la casa, miré alrededor buscando señales de peligro. Vi solo los objetos típicos de un hogar simple: ollas de barro, canastos de palma, algunas imágenes de santos en la pared. Luisa volvió con una muda de ropa y un pedazo de toalla.
-
Cámbiate detrás de ese biombo”, dijo señalando un rincón de la sala. “Después ven a comer.” La ropa era grande para mí, probablemente de una hija mayor, pero estaba limpia y seca. Cuando volví, Luisa ya había puesto en la mesa un plato con tamal, un pedazo de carne seca y una taza de café con leche.
-
Me senté y comencé a comer tratando de no demostrar lo hambrienta que estaba, pero sin mucho éxito. Despacio, aconsejó Luisa, o te hará mal. Cuando finalmente saciada miré a la mujer que me había acogido con tanta bondad, pregunté, “Señora, ¿me ayudaría a llegar a Ciudad de México?” Luisa frunció el ceño. Ciudad de México, está lejos de aquí.
-
¿Qué hace una niña como tú queriendo ir tan lejos? Bajé los ojos. Mi hermano vive allá. Necesito encontrarlo. ¿Y tus padres? Sentí las lágrimas volver. Mi madre murió hace tiempo. Mi padre no conseguí continuar. Luisa pareció entender. Puso la mano sobre la mía. ¿Estás huyendo? ¿No es así? Asentí con la cabeza, sin valor para mirarla. De la hacienda de don Ricardo. Levanté los ojos sorprendida.
-
¿Cómo lo sabe? No eres la primera niña que pasa por aquí en esa situación”, respondió con un suspiro cansado. Este pueblo, San Miguel el Alto, queda entre las tierras de don Ricardo y la ciudad de Guanajuato. De vez en cuando aparece alguna criada huyendo. “¿Va a entregarme?”, pregunté ya calculando la distancia hasta la puerta. “No, niña.
-
Don Ricardo no tiene poder aquí. Este pueblito pertenece a la iglesia. El padre Tomás no deja a los capataces del hacendado entrar aquí. Sentí un alivio tan grande que casi me desplomé en la silla. Gracias a Dios murmuré. Pero no va a ser fácil llegar a Ciudad de México, continuó Luisa. Es más de un día de viaje.
-
Tienes que tomar el autobús hasta Guadalajara y de allí otro hasta la capital. Al oír el nombre de mi ciudad natal, sentí un nudo en el corazón. No puedo volver a Dolores Hidalgo. Mi padre puede encontrarme. Luisa se quedó pensativa. Entiendo, pero hay otro camino. Puedes tomar el autobús de aquí hasta San Luis Potosí y de allí el autobús para Ciudad de México.
-
Es más largo, pero más seguro. La mención de dinero me hizo recordar el paquete perdido en el río. No tengo cómo pagar el pasaje, confesé avergonzada. Luisa se quedó en silencio por un momento, después se levantó y fue hasta un pequeño baúl en el rincón de la sala. Volvió con un saquito de tela.
-
Esto debe ser suficiente para los pasajes y un poco de comida, dijo entregándome el saquito que tintineaba con monedas. Era para el ajuar de mi hija menor, Lucía, pero ella, ella también fue llevada a una hacienda. Nunca más volvió. Miré el saquito, después a Luisa, sin palabras para expresar mi gratitud. Solo prométeme una cosa. Continuó sosteniendo mis manos.
-
Cuando llegues a Ciudad de México, busca ayuda. No te quedes sola en las calles y un día, cuando puedas, ayuda a otra niña que lo necesite, como yo te estoy ayudando ahora. Prometí con lágrimas en los ojos. Voy a buscar a mi hermano Gustavo y después voy a volver para buscar a mi hermana Olivia. Ella todavía está presa en la hacienda del hermano de don Ricardo.
-
Luisa sonrió, una sonrisa triste que hablaba de muchas pérdidas. Tienes valor, niña, lo vas a necesitar. Esa misma tarde, Luisa me llevó hasta el pequeño embarcadero del pueblo. Un autobús se preparaba para salir hacia San Luis Potosí. Daniel, llamó Luisa saludando al hombre que acomodaba maletas en el autobús. Tengo una pasajera para ti.
-
Daniel, un hombre de mediana edad con la piel curtida por el sol y el polvo, me miró con curiosidad. Es sobrina de una amiga mía de San Luis Potosí, explicó Luisa con una naturalidad que me sorprendió. Está volviendo a su casa después de visitarme. El autobús no es de pasajeros, refunfuñó Daniel. Pero por usted, doña Luisa, hago una excepción.
-
Luisa me abrazó fuerte antes de que yo subiera al autobús. Que Dios te proteja, niña. Gracias por todo susurré. Nunca la olvidaré. El autobús partió entre nubes de polvo, dejando atrás el pequeño pueblo que había sido mi refugio. Me senté junto a la ventana, mirando los campos que habían sido testigos de mi huida desesperada. El viaje hasta San Luis Potosí. Llevó casi un día entero.
-
Daniel no hizo muchas preguntas, solo me ofreció agua y un poco de tortillas con frijoles. Cuando finalmente llegamos, ya anochecía. La terminal de autobuses de San Luis Potosí era mucho más grande y más bulliciosa que la del pueblito. Autobuses de todos los tamaños llegaban y partían, cargados de mercancías y personas.
-
Daniel me indicó dónde quedaba la salida de los autobuses hacia Ciudad de México. “Hay autobuses para la capital mañana temprano,”, dijo. “Ten cuidado por ahí, niña.” Pasé la noche en la terminal acurrucada en un rincón, con miedo de cerrar los ojos y despertar de vuelta en la hacienda. Cuando anunciaron el primer autobús para Ciudad de México, compré mi pasaje y embarqué todavía sin creer que realmente estaba escapando.
-
El viaje fue largo por carreteras llenas de baches que hacían el autobús balancearse como una canoa en aguas turbulentas. Pero cada kilómetro me alejaba de don Ricardo y me acercaba a la libertad y tal vez a Gustavo. Ciudad de México surgió en el horizonte como un espejismo. Nunca había visto una ciudad tan grande. Edificios que parecían tocar el cielo, calles anchas llenas de coches, personas apuradas para todos lados.
-
Cuando bajé del autobús, me quedé parada, sin saber a dónde ir. “Oye, ¿estás perdida?”, preguntó un niño de la calle que vendía chicles cerca de la terminal. Estoy buscando a mi hermano respondí. Gustavo Ramírez trabaja en una construcción. El niño hizo una mueca. Hay un montón de construcciones en Ciudad de México. ¿Sabes en cuál? No sabía.
-
La última noticia que habíamos recibido de Gustavo había sido años atrás, cuando mandó a decir que estaba trabajando en una obra en Ciudad de México. Pero, ¿dónde exactamente? Nadie sabía. “Quizás en el mercado encuentres a alguien que lo conozca”, sugirió el niño. “Hay gente de todas partes allá.” Seguí su indicación y llegué al mercado central de Ciudad de México.
-
Era una explosión de colores, sonidos y olores que me aturdió. Puestos vendían de todo. Frutas, verduras, carnes, ropa, artesanías, hierbas. Los vendedores gritaban anunciando sus productos. Los clientes regateaban. Niños corrían entre los puestos. Pasé el día entero caminando por el mercado, preguntando a todos los vendedores si conocían a Gustavo Ramírez. La mayoría solo sacudía la cabeza negativamente.
-
Algunos hacían preguntas que no sabía responder. Cuando el mercado comenzó a cerrar, me di cuenta de que estaba de vuelta en el punto de partida. Con el dinero que quedaba, compré un poco de comida y encontré una pensión barata cerca de la terminal.
-
La dueña, una señora llamada Mercedes, me miró desconfiada cuando pedí un cuarto. ¿Dónde están tus padres, niña? Estoy buscando a mi hermano respondí repitiendo la historia que había ensayado. Él trabaja en una construcción aquí en Ciudad de México. Vine del interior para quedarme con él. Mercedes no pareció muy convencida, pero aceptó el dinero que le ofrecí.
-
Solo por una noche, dijo, “mañana tienes que encontrar a tu hermano.” El cuarto era pequeño y simple, pero limpio. Me acosté en la cama, exhausta, pero incapaz de dormir. La libertad, tan soñada ahora venía acompañada de un nuevo miedo, el de no encontrar a Gustavo, de quedar sola en una ciudad grande y desconocida.
-
Al día siguiente, después de un desayuno simple ofrecido por Mercedes, salí nuevamente en busca de mi hermano. Esta vez seguí el consejo de uno de los huéspedes de la pensión y fui hasta el sindicato de trabajadores de la construcción civil. El edificio del sindicato era simple, con un letrero descolorido en la entrada. Dentro algunos hombres conversaban en voz baja.
-
Me acerqué tímidamente al mostrador donde un señor de lentes organizaba papeles. “Disculpe”, dije con la voz temblorosa. Estoy buscando a mi hermano Gustavo Ramírez. Él trabaja en construcciones aquí en Ciudad de México. El hombre me miró por encima de los lentes. Gustavo Ramírez. No recuerdo ese nombre, pero tenemos un registro de los afiliados. Déjame verificar.
-
Mientras él consultaba un gran libro de registros, mi corazón latía acelerado. Era mi última esperanza. No tenemos ningún Gustavo Ramírez registrado, dijo finalmente el hombre. ¿Estás segura de que trabaja en construcción civil? Sentí como si el suelo desapareciera bajo mis pies. Sí, estoy segura.
-
Por lo menos eso es lo que hacía cuando salió de casa. ¿Y cuándo fue eso? Hace unos 5 años. El hombre suspiró. Muchas cosas pueden cambiar en 5 años, niña. Puede estar en otra ciudad, otro estado, incluso. Salí del sindicato destrozada, sin Gustavo, sin dinero, sin un lugar para quedarme.
-
¿Qué haría ahora? Estaba caminando sin rumbo por la ciudad cuando escuché a alguien llamar mi nombre. Me volví asustada, temiendo vero capataces de don Ricardo, pero quien venía en mi dirección era una mujer que no reconocí de inmediato. “Flora, ¿eres tú de verdad?” Cuando ella se acercó, casi me caí hacia atrás de la sorpresa. Era Esperanza, mi hermana mayor, que había salido de casa para casarse años atrás.
-
Estaba diferente, el cabello más corto, ropa de ciudad, pero era ella, sin duda. Esperanza, exclamé corriendo para abrazarla. ¿Cómo? ¿Cómo me encontraste? Ella me abrazó fuerte. Después sostuvo mi rostro entre sus manos como para confirmar que era realmente yo. No te encontré. Fue casualidad. Oh, Dios, quién sabe. Estoy aquí comprando tela para hacer cortinas.
-
Pero, ¿qué estás haciendo aquí y sola? Las lágrimas que había contenido por tanto tiempo finalmente llegaron. Entre soyosos conté todo a esperanza. La muerte de mamá, papá vendiéndome al hacendado, los años en la hacienda, la huida por el río, la ayuda de Luisa, la búsqueda de Gustavo.
-
Esperanza escuchó todo en silencio, su rostro pasando de la sorpresa al horror y finalmente a la furia. Cuando terminé, me abrazó nuevamente, tan fuerte que casi no pude respirar. Mi hermanita, dijo con la voz entrecortada. Pasé por tantas dificultades que no volví a verlos. Pensé que estaban bien con papá. Si hubiera sabido, no es tu culpa, le dije secándome las lágrimas. Tú no sabías.
-
Esperanza sostuvo mis manos. ¿Vienes a vivir conmigo ahora? con Antonio, mi esposo, y nuestros hijos. Tenemos una casa pequeña, pero hay espacio para ti. Pero, ¿y Olivia? Pregunté. Ella todavía está en la hacienda de don Hernández. Necesito sacarla de allí. Esperanza frunció el seño. Una cosa a la vez, Flora. Primero necesitas recuperarte, fortalecerte.
-
Después pensaremos cómo ayudar a Olivia. Y así, en el espacio de un día, mi vida cambió completamente una vez más. De niña perdida y desesperada, pasé a tener un hogar, una familia. Esperanza y Antonio me recibieron con los brazos abiertos en su casa, en un barrio sencillo de Ciudad de México.
-
En los meses que siguieron, fui adaptándome a la vida en la ciudad. Esperanza insistió en que volviera a estudiar y comencé a asistir a una escuela cerca de casa. Al principio fue difícil. Estaba muy atrasada en relación con los otros niños de mi edad, pero estudiaba con Aino, determinada a recuperar el tiempo perdido. Por la noche, sin embargo, las pesadillas venían.
-
Soñaba con don Ricardo persiguiéndome, con el agua del río tragándome, con Olivia presa y pidiendo socorro. Despertaba gritando, empapada de sudor y Esperanza venía a calmarme. “Pasará”, decía acariciando mi cabello como mamá solía hacer. “conará.” Pero el tiempo pasaba y la preocupación por Olivia solo aumentaba.
-
Necesitaba salvarla como me había salvado a mí misma. Necesitaba cumplir la promesa que nos hicimos aquella noche en la veranda de la hacienda. Fue cuando Ignacio, nuestro hermano estudioso, apareció para una visita. Estaba terminando la carrera de derecho en Monterrey y había venido a pasar las vacaciones a Ciudad de México.
-
Cuando supo de mi historia y de Olivia, su rostro generalmente calmado se transformó. Esto es un crimen, Flora. Lo que te hicieron, lo que le están haciendo a Olivia es trabajo esclavo. Es abuso, es tráfico de personas. Tenemos que denunciarlo. Denunciar. Pregunté sin entender. ¿A quién? La policía obedece a los ascendados. No en todas partes, respondió Ignacio.
-
Hay autoridades federales que investigan ese tipo de crímenes, abogados que no tienen miedo a los ascendados, periodistas que pueden exponer esto. Y así, con la ayuda de Ignacio, comenzamos a planear no solo el rescate de Olivia, sino el fin del imperio de terror de don Ricardo y don Hernández.
-
Hoy, cuando miro por la ventana de mi casita en Guanajuato y veo el sol naciendo, agradezco a Dios por cada día. La vida me enseñó que incluso en las noches más oscuras, el amanecer siempre llega. La denuncia que Ignacio hizo contra los ascendados tardó en surtir efecto. Tenían amigos poderosos, pero eventualmente la justicia llegó.
-
Tuve que revivir todo en el tribunal, enfrentar la mirada de don Ricardo, pero no estaba sola. Esperanza, Antonio e Ignacio permanecieron a mi lado. Lo más difícil fue el rescate de Olivia. Cuando conseguimos la orden judicial para buscarla, descubrimos que ya no estaba en la hacienda. Había sido vendida nuevamente y nadie sabía o fingía no saber a dónde. Fueron meses angustiosos.
-
Las autoridades registraron haciendas en varios estados. Pusimos anuncios en periódicos, distribuimos fotos, visitamos hospitales e incluso cárceles. Cuando finalmente la encontramos en una hacienda remota en Chihuahua, estaba irreconocible, flaca, con la mirada perdida, el cuerpo marcado por cicatrices.
-
Olivia había sido vendida varias veces pasando de un ascendado a otro como mercancía. La recuperación fue lenta. Pasó años en tratamiento lidiando con los traumas. Hubo días en que pensé que nunca más veríamos a la Olivia alegre que conocí en la infancia. Pero el ser humano tiene una capacidad increíble de curación cuando recibe amor.
-
Con el tiempo, Olivia encontró su camino. Se mudó a un convento en Puebla, donde las hermanas la acogieron. Allí encontró paz trabajando en el jardín. Hoy con 75 años todavía vive allá, serena en su simplicidad. En cuanto a mí, terminé los estudios e hice la carrera de trabajo social.
-
Quería ayudar a otras niñas que, como yo y Olivia habían sido víctimas de explotación. Trabajé por más de 30 años en la Secretaría de Asistencia Social de Ciudad de México, tratando casos de niños en situación de riesgo. Cada niño que conseguía salvar era una forma de curar mis propias heridas. Vi cosas terribles, situaciones que recordaban mucho lo que viví, pero también vi milagros ocurrir cuando las personas se unían para proteger a los más vulnerables. Fue a través de mi trabajo que conocí a Ramón, un delegado especializado en crímenes contra niños.
-
Nos conocimos durante una operación para rescatar niñas de una red de explotación y algo nos conectó inmediatamente. Nos casamos cuando yo tenía 32 años, tarde para los estándares de la época, pero era el tiempo que necesitaba para sentirme lista. Ramón me enseñó que no todos los hombres son como mi padre o don Ricardo, que existe bondad genuina en este mundo.
-
Tuvimos dos hijos, Mauricio, hoy médico en Monterrey, y Claudia, que trabaja con derechos humanos en la Ciudad de México, son mis mayores orgullos junto con mis tres nietos, Juliana, Gabriel y la pequeña Mariana. Cuando nos jubilamos, Ramón y yo decidimos salir de Ciudad de México y mudarnos a Guanajuato.
-
Queríamos tranquilidad, cercanía con la naturaleza, un lugar para curar las últimas heridas que todavía llevábamos. Vivimos juntos por más de 40 años. Ramón partió hace 3 años, víctima de un infarto fulminante. Fue rápido. Estaba en el patio cuando cayó. No sufrió y por eso estoy agradecida. Ahora vivo sola, pero nunca me siento solitaria. Mis hijos me visitan regularmente, mis nietos pasan las vacaciones conmigo.
-
Mis vecinas Lupe y Carmen son compañeras de café y conversaciones. Lo que más me realiza hoy es poder compartir mi historia. Durante años mantuve todo escondido con vergüenza y miedo, pero me di cuenta de que el silencio solo protege a los agresores. Cada vez que cuento lo que viví, siento que estoy extendiendo la mano a alguien que puede estar pasando por algo similar ahora.
-
Trabajo como voluntaria en un centro de apoyo a víctimas de violencia aquí en Guanajuato. Las mujeres y niños que llegan allí, con los mismos ojos asustados que yo tenía, me reconocen como una igual. Cuando digo, “Yo sobreviví, tú también vas a sobrevivir.” Ellas creen porque saben que pasé por lo que están pasando.
-
Cuando miro hacia atrás a la niña asustada que fui un día huyendo por el río Laja, siento dolor y orgullo al mismo tiempo. Dolor por lo que pasé, por lo que Olivia y tantas otras sufrieron. Orgullo por haber sobrevivido, por haber usado mi experiencia para ayudar a otros. La vida no me dio solo cicatrices, me dio propósito. Cada desafío que enfrenté me preparó para tender la mano a quien lo necesita.
-
Cada lágrima que derramé me enseñó a secar las lágrimas de los otros con más compasión. Si hay algo que aprendí, mis queridos, es que nuestra historia no termina en nuestros traumas. Ellos son apenas capítulos dolorosos, sí, pero no son el libro entero. Lo que hacemos después, cómo elegimos seguir viviendo, es lo que realmente importa.
-
Y así voy llevando la vida un día a la vez, agradecida por cada amanecer, por cada abrazo de mis nietos, por cada oportunidad de transformar dolor en sanación, no solo para mí, sino para otros que cruzan mi camino. Mis queridos, si estás pasando por momentos difíciles ahora, quiero que sepas, no estás solo y esto no es el fin de tu historia. Cuando huí de la hacienda, pensaba que nunca más sería feliz, que las marcas que cargaba por dentro y por fuera me definirían para siempre.
-
Estaba equivocada. Somos mucho más que nuestras peores experiencias. Lo que aprendí en la vida y quiero compartir con ustedes es que nuestra capacidad de recomenzar es mucho mayor de lo que imaginamos. Cuando todo parece perdido, cuando el dolor parece que va a tragarnos, aún así existe un camino adelante. Aprendí que cada persona que encontramos puede cambiar nuestra trayectoria.
-
Juana me mostró protección cuando más la necesitaba. Luisa me dio esperanza cuando todo parecía imposible. Esperanza me ofreció un hogar cuando no tenía a dónde ir. Nunca subestimes el poder de tender la mano a alguien que sufre. literalmente puede salvar una vida. Aprendí que la justicia y la sanación no siempre llegan a la velocidad que queremos.
-
Tomó años para que los ascendados fueran castigados, más tiempo aún para que Olivia se recuperara. Pero eso no significa que debamos rendirnos. La persistencia es una forma de valentía. Aprendí que nuestro mayor poder está en transformar nuestro dolor en algo significativo. Usé mi experiencia para identificar señales de abuso que otros no podían ver para alcanzar a niños antes de que ocurriera lo peor.
-
Nuestras heridas pueden convertirse en ventanas a través de las cuales vemos el sufrimiento de los demás con más claridad y compasión. Aprendí que el cuerpo puede ser lastimado, pero el espíritu tiene una fuerza indomable. Incluso en las peores situaciones existe una parte de nosotros que permanece intocable, que ningún agresor puede alcanzar.
-
Es esa parte la que nos permite reconstruir, renacer, recomenzar. Si estás sufriendo ahora, no te avergüences de pedir ayuda. No es debilidad, es el primer paso hacia la libertad. Busca autoridades, organizaciones de protección, personas de confianza. No creas cuando te digan que no tienes salida. Siempre hay un camino, incluso cuando no podemos verlo en el momento.
-
Y si conoces a alguien que está viviendo el infierno que yo viví, no te quedes en silencio. Sé la voz de quien aún no puede hablar. Sé la mano extendida para quien cree que está solo. Mis queridos, si mi historia tocó su corazón, les pido que se suscriban al canal y activen la campanita. Cada suscripción me da fuerza para seguir compartiendo estas memorias dolorosas.
-
Cuando contamos nuestras historias de superación, creamos una red de esperanza que puede alcanzar a quien más lo necesita. Es como encender una vela en la oscuridad. Su luz puede guiar a alguien que está perdido. Dejen en los comentarios la palabra recomienzo. Solo quien vio hasta aquí entiende el verdadero poder de esa palabra. Háganlo ahora. No esperen ni un minuto más.
-
La vida va más allá del dolor. Crean en eso. Yo soy la prueba viva de que es posible sobrevivir, sanar, florecer y finalmente ayudar a otros a hacer lo mismo. Esa es la verdadera victoria sobre aquellos que intentaron destruirnos. Que Dios bendiga a cada uno de ustedes y que nunca falte esperanza en sus corazones.