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¿Alguna vez has sentido que una sola frase te arranca la piel y deja tu alma al descubierto frente a un abismo que no pediste? Yo estaba trepada en una silla, cambiando las cortinas de la sala. La tela nueva todavía olía a mercado, a plástico y a polvo de pasillo, y cuando la sacudía contra el aire, un crujido seco acompañaba el golpeteo de las argollas metálicas contra el tubo.
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Afuera cantaban los pájaros, pero dentro de mí ya se preparaba un silencio que no tenía nombre. Eran los últimos toques para tener lista la casa y celebrar el cumpleaños de mi marido. Había globos inflados atados a las sillas, serpentinas esperando su turno en la mesa, y un pastel en la nevera que yo misma había decorado con las iniciales de su nombre, como si al escribirlas en azúcar pudiera reafirmar un cariño que últimamente me sabía prestado.
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De repente escuché el eco de sus pasos por el pasillo, y volteé a verlo. Cariño, ¿puedes hacerme el favor de pasarme la grapadora? —le pedí—. Quiero aprovechar a ajustar este adornito aquí. Él se inclinó con una lentitud casi teatral, tomó la grapadora que reposaba sobre la mesita de centro, y me la extendió. Su piel rozó apenas mis dedos, pero en ese mínimo roce ya había un frío distinto, como si en vez de carne hubiera cristal.
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Yo, queriendo romper el aire pesado, solté una broma con la voz cantarina: Oye, pero alégrate un poquito, hoy es tu cumpleaños y puedes pedir lo que quieras… yo seré tu genio de la lámpara, y le sonreí, con esa sonrisa de oreja a oreja que a veces me salía como un escudo. Mi marido me miró fijamente, y no era una mirada cualquiera: fue un golpe seco, directo, como si quisiera advertirme de algo que todavía no alcanzaba a comprender.
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Traga saliva, y yo frunzo las cejas esperando el desenlace. Él levanta la cabeza y con esa calma que tantas veces confundí con amor, me suelta la daga disfrazada de susurro: —Me encantas… pero no sé si te amo. Sentí que la respiración se me cortaba, como si alguien hubiera hundido mi rostro en agua helada.
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Lo dijo sin pestañear, con una serenidad que parecía ensayada, como quien dicta una condena y al mismo tiempo se lava las manos. ¿Pero cariño qué estás diciendo? —alcancé a articular con la garganta hecha un nudo—. Llevamos cinco años casados y… ¿vienes ahora con esto? Si es una broma, te digo que no es nada grato, y menos en un día como hoy, cuando deberíamos celebrar tu vida.
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Él no sonrió, no se movió, no dio ni un respiro de alivio. Y entonces lo entendí: hablaba en serio. ¿Es en serio verdad? —insistí, sintiendo que mi voz se quebraba como vidrio en mil pedazos. Su mirada se sostuvo en la mía apenas un segundo, un segundo que me supo eterno, y luego se refugió en el reflejo del sol que entraba por la ventana.
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Sí, hablo en serio, tú me encantas, me gustas, me atraes… pero el amor… ese amor que tú quieres… no sé si lo tengo para darte. El aire en la sala se espesó, como si las cortinas recién colgadas hubieran cerrado todo escape. No sabía si llorar, gritar o simplemente dejar que mis manos soltaran la tela y me dejaran caer junto con ella.
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Y justo cuando iba a abrir la boca para responder, sonó el timbre de la puerta. Un timbre seco, metálico, que retumbó como un rayo en medio de aquel silencio denso. Mi marido caminó hacia la entrada sin mirar atrás. Yo lo observaba de espaldas, con la grapadora todavía apretada entre mis dedos, como si fuese un arma que no sabía si usar. Él giró la perilla de la puerta.
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Y lo que estaba a punto de entrar por esa puerta no solo cambiaría la fiesta, sino mi vida entera. Mi marido abrió la puerta y se inclinó apenas y saludó en voz baja, como si no quisiera que yo alcanzara a escuchar. Yo reconocí una voz femenina, clara, segura, de esas que saben entrar a cualquier casa como si fuera propia.
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Era la voz de la mujer del mejor amigo de mi MARIDO. Ella, ligera como si estuviera en su propia casa, se adelantó y el repiqueteo de sus tacones contra el piso me sonaba insolente, como un redoble que me iba contando la historia que aún no quería escuchar. Yo, todavía sobre la silla, observaba cómo la cortina recién colgada ondeaba apenas con el aire que entraba desde la ventana, como si también quisiera mirar quién llegaba.
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La grapadora, sudada entre mis manos, parecía un hierro al rojo vivo. Perdona la tardanza, tuve que esperar un taxi, porque mi maridito dijo que antes iba hacer otra cosa y luego viene a tu fiesta, dijo ella. Yo me quedé quieta, con la grapadora aún apretada en la mano, sintiendo que el metal se calentaba contra mi piel.
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El pastel seguía guardado en la nevera, los globos esperaban en silencio, pero en mi pecho ya no había fiesta: había un incendio sin llamas. La mujer del amigo de mi esposo apareció en la sala, traía una caja de regalo en las manos envuelta en papel dorado, y con un lazo rojo perfecto, demasiado perfecto, como si lo hubiera atado con la misma calma con la que yo tejía ilusiones durante años.
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Me sonrió, y dijo: ¡Feliz cumpleaños!, que bonito adornaste, y dejó la caja sobre la mesa, justo al lado del manojo de llaves. Yo, todavía subida en la silla, sosteniendo la tela de la cortina con una mano y la grapadora con la otra, apenas pude murmurar un “gracias” que se perdió en el zumbido lejano del refrigerador. Sí esto es lo que me imagino, me dije a mí misma, entonces sabrán quien juega mejor.
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Mi marido la miraba de un modo distinto, con una luz que yo no había visto en sus ojos desde hacía mucho. Ella con una sonrisa en los labios me dijo: ¿oye puedo ayudarte en algo?, creo que soy la primera en llegar. No sé si fue lo que mi marido acababa de decirme o la falta de control sobre mí, pero empecé a pensar en que ella era la causa del alejamiento de mi marido.
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Entonces le dije: “no, no te preocupes, ¡cómo vas a pensar!, tú eres invitada y no puedo dejar que ensucies tu vestido”. Ay no te preocupes que para ensuciarse se pone una la ropa, a ver te pasó un globo y lo pones sobre el marco de la ventana, me dijo. En eso vi acercarse a mi marido con un vaso de jugo en la mano, y se lo dio a ella. Ay gracias eres un amor de gente, dijo ella y lo tomó de su mano.
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Y tu marido, a qué hora va a venir, le pregunté yo. Ah pues dijo que ya venía, solo que aquí entre nos, fue por el regalo de tu marido, porque se le olvido, tú sabes como son los hombres, me dijo. En eso volvió a sonar el timbre y ella salió a ver quién era. La mujer abrió la puerta con naturalidad, y el chirrido de las bisagras me sacudió los nervios.
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Desde mi posición escuché una voz masculina, grave, inconfundible: era el amigo de mi marido. Perdón la demora, había tráfico —dijo él, y su voz arrastraba un cansancio que sonaba a excusa. Ella lo saludó con un beso en la mejilla, tan rápido, tan acostumbrado, que más que saludo parecía continuidad de algo. Yo sentí que el aire de la sala se me metía en el pecho como humo denso.
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Mi esposo, que aún sostenía el vaso vacío que ella había bebido, se quedó en medio, mirándolos a ambos con una expresión molesta. Yo veía todo como si estuviera detrás de un vidrio empañado: los gestos se distorsionaban y los sonidos parecían venir desde lejos. El amigo entró cargando otra caja, envuelta a toda prisa, con un papel arrugado y sin lazos.
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La puso sobre la mesa, justo al lado de la otra caja dorada y del manojo de llaves. Dos regalos juntos, dos presencias demasiado cercanas, dos historias que parecían entrelazarse frente a mí. —¡Feliz cumpleaños hermano! —dijo con entusiasmo forzado, dándole una palmada en la espalda a mi marido. Creo que no voy a encontrar a otra persona como tú en todo el mundo.
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Porque tú eres un buen amigo, y fiel, verdad, dijo mirándolo a los ojos. Claro hermano, como qué no, eso ni dudarlo, tú sabes que yo cuido lo tuyo y tú lo mío. El golpe sonó seco, pero en el rostro de mi esposo no hubo alegría, solo un gesto tenso, como el de alguien que sostiene un secreto entre los dientes.
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Ella, con esa sonrisa que nunca se le caía, se giró hacia mí: ¿Ves?, Ya estamos todos, ahora sí va a empezar la fiesta. Yo bajé despacio de la silla, cuidando no caerme, como si cada movimiento tuviera que medirse para no revelar la tormenta que me sacudía por dentro. Caminé hacia la mesa, acariciando con la yema de los dedos el borde frío de las cajas. El lazo rojo de la primera parecía burlarse de mí.
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El amigo de mi marido, con una sonrisa que parecía más un filo que un gesto, dijo de pronto: ¿Y por qué no abres tus regalos de una vez? Mi esposo se sobresaltó, No, para nada… eso debe ser después —respondió con voz seca, como quien quiere patear una piedra para más adelante. El amigo insistió, su mirada fija como quien ya tiene preparado un espectáculo: Es que yo traigo algo especial para ti… y quiero que lo vean todos, aún en su sano juicio. El silencio cayó sobre la sala como una sábana húmeda. Yo miré a mi marido, y él,
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nervioso giró los ojos hacia la mujer de su amigo. Bueno pues, destápalo —le dije yo, sosteniéndole la mirada con la grapadora aún en mi mano, como si fuera un martillo de juez. Pues sí… ya que insiste —dijo la mujer del amigo, con un tono entre burla y resignación. Mi marido abrió la caja, y el sonido del papel rasgado se extendió como un relámpago.
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Dentro, no había perfume, ni corbata, ni nada digno de un cumpleaños. Lo que había eran fotografías: papel brillante, colores nítidos, pruebas que ardían como brasas en la mesa. Su rostro se desencajó, y lo vi palidecer de golpe, como si la sangre lo hubiera abandonado. No… esto no es lo que tú crees… no… esto debe ser una broma… —balbuceó, mirando al amigo y luego a mí—.
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Tú sabes que yo no haría tal cosa… Me incliné y mis ojos no necesitaron más explicación: eran fotos de él, de mi marido, abrazado y besando a la mujer de su mejor amigo, en distintos lugares, en distintos momentos, en una intimidad que no dejaba margen a dudas. No te pongas de eso —lo cortó de inmediato el amigo, con voz de acero—. Más bien asume como un hombre tu responsabilidad.
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Me miró a mí, directo, con una firmeza que me atravesó: Lo siento por ti… pero creo que era la única manera de revelar el secreto de estos dos. Luego sacó un sobre grueso, y lo dejó caer sobre la mesa con un golpe seco, justo entre las dos cajas de regalo. Aquí traigo un documento hecho por mi abogado. En él te comprometes a no pedir nada más, y solo te llevas lo que traes puesto, lo firmas y quedamos libres el uno del otro, dijo a su mujer.
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Luego se giró hacia mi marido, con una calma que resultaba aún más peligrosa que la rabia: Y para ti… hay otro documento, en el que tú dejas voluntariamente la mitad de tus bienes a tu mujer, si es que ella quiere divorciarse de ti. Yo no lo dejé terminar, y las palabras me salieron como un trueno, sin temblor, sin pausa: Claro que quiero, y fírmalo ahora mismo.
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El reloj de pared marcó la hora con un campanazo ronco, como si el mismo tiempo celebrara mi decisión. La pluma temblaba en los dedos de mi marido mientras estampaba su firma. Sus manos sudaban, pero no había escapatoria. Yo, con una serenidad que no sabía que tenía, recibí los papeles como quien recibe una llave.
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La casa en la que viví con mi marido me quedó a mí. Ese techo que tantas veces fue testigo de discusiones y silencios ahora me pertenece. Y lo curioso es que aún hoy, de vez en cuando, el amigo de mi marido viene de visita… y cuando cruza esa puerta, no suena el timbre como antes: suena distinto, como si la casa lo reconociera.