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Poniéndome las chancletas estaba, aún con el vapor pegado como un sudor prestado de la ducha, cuando escuché un chirrido lento y agudo: la puerta del baño que se cerraba sola, o peor aún, empujada por alguien. Inmediatamente corrí la cortina de plástico húmeda, que se pegó a mi brazo con un chasquido frío, y alcancé a ver apenas una sombra deslizándose y la puerta entreabierta, respirando un aire extraño hacia adentro.
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Me quedé un segundo inmóvil, con el corazón latiendo tan fuerte que podía escucharlo como un tambor sordo dentro de mis sienes. Algo se movió en mi cabeza: ¿había alguien espiando? Pero no quise dar espacio a mis propios fantasmas. Me envolví el cabello con la toalla, que goteaba pequeñas gotas sobre el piso de cemento pulido, y salí al pasillo.
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Allí, como si el destino lo hubiese colocado para borrar cualquier sospecha, estaba MI SUEGRO. Apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, me miraba con una serenidad que escondía cierta prisa en los ojos. El baño por la mañana es muy saludable, siempre que el agua no sea muy fría, dijo. Yo lo observé, estudiando su gesto, buscando un hilo que me llevara a la sombra que acababa de ver.
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Sí, creo que sí —respondí—, pero yo lo hago más bien para no tener que esperar. Ya sabe cómo se pelean luego por quién entra primero a bañarse. ¿Y usted se acaba de levantar?, Él titubeó antes de contestar a mi pregunta: Ah… sí, acabo de sacudirme las sábanas. En ese instante, desde el patio, la voz de mi suegra irrumpió como un trueno doméstico: ¡Oye, ese jabón es para hoy, no digo pues! Si una quiere que algo dé resultados, tiene que hacerlo una misma… El murmullo de las palomas sobre el techo acompañó sus palabras. Yo sonreí de lado, miré a Mi SUEGRO
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y con un gesto le indiqué que se apurara, porque su mujer ya venía con ánimo de reproche. Luego, con pasos largos que hicieron crujir la madera vieja del pasillo, me refugié en mi habitación. Era apenas mi primer mes en casa de mis suegros y el ambiente todavía me resultaba ajeno, lleno de voces, objetos y rutinas que no eran las mías. Me estaba acostumbrando, pero a la fuerza.
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Mi marido ya no era el de antes: se preocupaba más por estar con sus amigos y a las botellas más que a mí. Esa indiferencia me había empujado a ser yo la que buscara trabajos ocasionales, la que llevara el pan o al menos intentara traerlo. Y de la renta ni hablar; por eso terminamos bajo este techo, soportando las reglas ajenas.
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Al entrar a la pieza vi a Mi marido que dormía profundamente, con la boca entreabierta, ajeno a la tormenta silenciosa que yo llevaba dentro. La habitación era pequeña, apenas cabían la cama, una mesa desvencijada y una silla que hacía de ropero improvisado. Pero al menos era mejor que seguir soportando al casero que todas las mañanas amenazaba con echar nuestras pocas cosas a la calle.
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Me quedé con la espalda pegada a la puerta de mi habitación, como si buscara en la madera un refugio contra mis propios pensamientos. Entre tanto dentro de mí se arremolinaban las dudas: las cosas se me habían ido de las manos. Yo no me imaginaba así en el pasado, con el corazón lleno de preguntas y viviendo entre paredes que no eran mías.
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Miraba a mi marido, ese hombre que alguna vez fue todo lo que yo esperaba, y ahora lo veía reducido a un cuerpo cansado, hundido en el colchón como si se evaporara lentamente. De repente, un grito quebró el aire de la casa: ¡Alguien puede salir a recibir el pan!, era MI SUEGRO, con su voz gruesa que retumbaba en las paredes como un campanazo de iglesia, un eco que hacía temblar hasta los vidrios de las ventanas.
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Entonces, como un fantasma que no quería morir, la imagen de la puerta del baño entreabierta regresó a mi mente. La vi en mi recuerdo, apenas moviéndose como si respirara. ¿Había sido MI SUEGRO quien había entrado en silencio?, ¿O mi imaginación alimentada por la soledad, me estaba jugando en contra? El agua de mi cabello aún goteaba, y cada gota, al chocar contra el suelo de cemento frío, sonaba como un tambor lejano, marcando un compás de sospecha.
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Mi marido abrió los ojos de golpe, irritado. Mi papá no tiene gracia, con esos gritos despierta a toda la vecindad. Y enseguida se dio vuelta, cubriéndose la cabeza con la cobija, como si con eso pudiera escapar del mundo. Yo me acerqué a la cama, y lo miré con un fastidio que me ardía en la garganta. Pues qué le vamos a hacer —le dije con voz contenida—, él está en su casa, puede gritar lo que quiera.
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Pero tú deberías ser más responsable, para que tengamos un lugar solo para los dos. En vez de desperdiciar el tiempo con tus amigos y gastarte lo poco que ganas, deberías pensar en nosotros. Si no fuera por tus padres, dime, ¿qué comeríamos? Mi voz tembló un poco, no de miedo, sino de cansancio.
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Cariño en verdad reflexiona, date cuenta de que lo que haces no está bien. Yo te quiero, y sabes que por eso salgo a buscar trabajo, para ayudarte… pero si te soy sincera, me estoy aburriendo. Él levantó el brazo en señal de molestia, apartando mis palabras como si fueran moscas, y volvió a hundirse en el silencio. Ese silencio se volvió espeso, casi sólido, roto únicamente por el ladrido de un perro callejero que se colaba desde la calle, y por mis dudas, que se enredaban como hilos invisibles en la penumbra de aquella mañana cargada de humedad. Entonces volvió a escucharse el llamado de mi
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suegro: ¡El pan, que alguien salga a recibirlo!, su voz retumbó más cerca, como si subiera por las paredes hasta la ventana. En ese instante mi teléfono vibró sobre la silla, moviéndose como un insecto inquieto. Y el nombre de mi madre brillaba en la pantalla. Contesté con un suspiro, Hola hija, ¿cómo estás? Estoy bien mamá, respondí, pero mi voz me delató, como siempre.
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Mi madre, que me conoce hasta por el tono del aliento, replicó con ternura firme: Tu tono no dice lo mismo. Dime cómo has estado, sabes que cuentas conmigo para lo que sea. Además, tu padre ya se está suavizando, sería bueno que lo visites. Quizá te dé una de sus casas para que vivan, así tienes un espacio solo para ti. Yo te conozco, y sé que donde estás ahora no eres feliz.
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Me quedé mirando la figura dormida de mi marido, oyendo su respiración pesada, y respondí con palabras que no me creí ni yo misma: Pues mamá, creo que estoy muy bien, en verdad no te preocupes. Mis suegros son muy buenas personas y nos han dado un lugar bonito. Está bien hija, me alegra saber eso, dijo, aunque su tono me dejó claro que no me creyó—.
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Te dejo, que tu padre me está llamando. Sabía que MI SUEGRO estaba de descanso y que mi suegra, había madrugado para lavar la ropa en el patio. Yo junté los pocos trapos de mi marido —camisas arrugadas que aún olían a sudor y a vino, y los acomodé en una canasta de plástico.
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Me recogí el cabello en un chongo apretado, me acomodé bien los zapatos, y respirando hondo, salí al pasillo. La casa no era grande; los pasillos parecían estrechos túneles de madera y cemento, donde cada ruido rebotaba como un secreto que se negaba a quedarse callado. Por eso, cuando pasé frente a la habitación de mis suegros, alcancé a escuchar un murmullo. Una voz queda, pero lo bastante clara para detenerme en seco.
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No sé qué fuerza me empujó —tal vez la curiosidad, tal vez la desconfianza— pero acerqué la oreja a la madera. Sentí el olor de barniz viejo mezclado con humedad, y allí, como una confesión arrancada al viento, la voz de mi suegro se coló: Está bien cariño, solo tenme paciencia… Ya tengo esa propiedad en venta.
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Cuando la venda, yo te doy lo que me den… Pero no me digas que me vas a dejar solo por eso. ¿Acaso no te he demostrado que en verdad te amo? Tú sabes bien que estoy dispuesto a dejar a mi mujer, pero tú no has querido. No sé qué haría yo sin ti, ya eres mi vida… Solo con escucharte molesta, me tiembla el corazón. Más tarde voy a hablar con un cliente, aunque no me dé todo lo que le pido, se la voy a vender con tal de que tengas el carrito que quieres.
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Pero mándame un besito… —susurró, con una ternura temblorosa que me heló la sangre. Se me fue el aire de golpe, como si alguien me hubiese apretado el pecho. Y sentí que el suelo bajo mis pies dejaba de sostenerme. ¿Mi suegro, a esa edad, en semejante situación? No lo podía creer. Mi mente corrió a mi suegra: tan dura a veces en sus palabras, pero tan buena mujer y madre, y eso me decía que también es una buena esposa. Porque mi Suegro nunca anda con la camisa arrugada, y la comida está siempre a la hora.
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En el poco tiempo que llevo bajo su techo, me había protegido y enseñado, buscado siempre que no me faltara nada y que no abandonara a su hijo. Y él… él le devolvía eso con una traición escondida entre murmullos y promesas. El nerviosismo me jugó una mala pasada: la canasta se resbaló de mis brazos y cayó al suelo.
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El ruido del plástico contra el cemento retumbó como un rayo. Me apresuré a levantarla con torpeza, con el corazón desbocado, pero ya era tarde. La puerta se abrió y allí estaba él, con el semblante entre sorprendido y rígido. ¿Y tú qué haces aquí?, me dijo, clavando en mí una mirada que no supe descifrar: si era, ¿sospecha, enojo o miedo? Yo tragué saliva y fingí naturalidad, aunque la voz me temblaba: Yo… nada suegro. Solo voy pasando, pero se me resbaló la canasta.
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¿Por qué?, pregunté como queriendo devolverle la sospecha. Él tragó saliva también, y su nuez se movió de arriba abajo, y respondió con una calma ensayada: No, por nada… más bien, vamos te ayudo con esto. Me extendió la mano para tomar la canasta, y aunque lo hizo con gentileza, yo sentí en ese gesto una carga pesada, como si quisiera comprobar qué tanto había escuchado.
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Mientras caminábamos hacia el patio, mi cabeza era un torbellino: ¿Debía decirle a mi suegra?, ¿O a mi marido? Pero en ese mismo instante vi a mi MARIDO aparecer en el pasillo, con el cabello revuelto y los ojos apagados por la resaca. Caminaba arrastrando los pies, con ese desgano que dejaba la bebida en su cuerpo. Lo miré, y entendí que él tampoco sería mi respuesta.
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Mi suegro no dejaba de moverse en la cocina, como un león enjaulado que no encuentra espacio para su propia respiración. El sonido de sus pasos cortos y nerviosos contra las losetas se mezclaba con el goteo insistente de la llave mal cerrada.
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Yo, queriendo romper el aire denso que nos rodeaba, le pregunté: ¿Quiere café suegro? Él me miró, y en sus ojos había un destello oscuro, más grave que la simple falta de sueño. Más bien… me gustaría hablar un momento contigo. Claro suegro —respondí—, dígame qué pasa. Él se acomodó la camisa, como si quisiera encontrar valor entre los botones. No le voy a dar vueltas al asunto.
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Quiero saber qué fue exactamente lo que escuchaste al pasar por la habitación. El corazón se me trepó hasta la garganta, y estaba a punto de responder, cuando la voz de mi suegra irrumpió desde la sala, llamándome con urgencia. ¡Aquí estoy! —contesté, justo antes de que ella entrara a la cocina con su paso decidido. Es que quiero hacer un caldo de res, —dijo mientras se frotaba las manos, como anticipando el sabor—.
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Pero no en la estufa, me apetece con leña, en la olla de barro. Y para eso necesito que alguien se quede a cuidar el fuego. Entonces, ¿quieres ir tú al mercado o voy yo? Mejor vaya usted suegra —le respondí, agradeciendo en silencio la interrupción—. Yo no sé cómo pide usted la carne y no vaya hacer que traiga la que no es, mejor yo me quedo cuidando el fuego.
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Ella tomó su canastillo de palma y se fue sin sospechar nada, dejando tras de sí un leve olor a jabón y a confianza. Apenas se cerró la puerta, escuché a mi marido gritar desde el pasillo: ¡Ya vengo, no me tardo! Ese eco nos dejó aún más solos. El silencio pesaba tanto que hasta el crujido de la madera parecía una advertencia. Mi suegro me clavó la mirada y dijo, con voz grave: Por favor, sé sincera conmigo.
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Yo tragué saliva, Pues suegro… yo escuché todo. Sé muy bien en lo que usted está enredado. Él se llevó las manos a la cara, como un hombre derrotado. Sus dedos se deslizaron por sus mejillas y murmuró: Bueno… qué le vamos a hacer. Lo dicho y lo escuchado no se puede borrar. Me miró de nuevo, esta vez con un fuego extraño, y añadió: Vamos a hacer lo siguiente.
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No quiero que digas absolutamente nada. Quiero que te quedes callada, Y cuando venda la propiedad, te voy a dar la mitad para que hagas lo que quieras. Sentí un golpe seco en el pecho, pero lo peor vino después: Además, sé que mi hijo no se ha portado nada bien contigo… sé que te ha descuidado. Yo estoy dispuesto a callarme si tú decides… buscarte a alguien más a escondidas.
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El tiempo se detuvo, y mis manos se helaron sobre la mesa. Era como si el aire se hubiera llenado de ceniza. No podía creer que mi suegro, ese hombre de apariencia seria y recia, estuviera diciendo semejantes cosas. No aguanté más, esa misma semana busqué a mi padre.
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Él me escuchó en silencio y como quien entrega un escudo, me dio una de sus propiedades para que pudiera vivir en paz. Pero mi marido no quiso acompañarme, Prefirió quedarse, como si su lugar estuviera más entre botellas y amigos que conmigo. Hoy vivo sola, con las paredes nuevas de esa casa que me regaló mi padre, y aunque nunca le dije nada a mi suegra —porque ella no merecía esa herida—, fue mi suegro mismo quien se encargó de que lo supiera. Ella se enteró de la venta de la propiedad… y de a quién le había dado el dinero.
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Desde entonces, cuando recuerdo su mirada en la cocina, siento todavía ese filo invisible: el peso de un secreto que no pedí cargar, pero que me marcó para siempre.