-
Mi madre, con su delantal floreado, murmuró de pronto con una voz baja, como si las palabras mismas fueran pecado: —Ojalá y tu SUEGRO estuviera viudo. Sentí que la sangre se me agolpaba en el rostro, y miré de inmediato hacia la ventana abierta, temiendo que mi suegra pudiera estar cerca, escuchando cada palabra.
-
El canto de un gallo lejano y el ladrido de un perro en la calle parecían responder con burla a la osadía de mi madre. ¡Ay mamá! —le susurré con un hilo de voz—, ¿Cómo dices esas cosas?, ¡Cállate, que te puede escuchar mi suegra! Ella soltó una risa corta, casi un chisporroteo, mientras las brasas crepitaban bajo el comal.
-
Pero hija… si la verdad es que tu suegro es un gran caballero, y está muy bien cuidado. ¿O qué dices tú? Me quedé en silencio un instante, con el corazón palpitando tan fuerte que podía escuchar su eco en mis sienes. Mis dedos jugaban nerviosos con el borde del mantel bordado de la mesa, como si quisiera deshilacharlo para evadir la pregunta. Pero mamá… —respondí al fin, evitando su mirada—.
-
Tú sí que eres tremenda, ¿Cómo me preguntas eso a mí? La cocina entera parecía conspirar contra mi calma: el golpeteo metálico de la cuchara contra la olla de frijoles, el tictac del reloj de pared, incluso el zumbido monótono de una mosca que revoloteaba sobre la canasta de pan. Todo sonaba más fuerte de lo normal, como si el mundo mismo me empujara a confesar lo que no debía.
-
Pues sí mamá, tienes razón, mi SUEGRO está bastante en forma —continué, bajando la voz como si hablara conmigo misma—. Ya ves que lleva un estilo de vida impecable, se cuida como si los años fueran un simple rumor. Se cuida, como se cuida a un gallo fino. Mi madre me miró con ojos entrecerrados, como quien huele un secreto oculto bajo la manga.
-
Y entonces, con un nudo en la garganta que apenas pude disimular, solté lo que llevaba tiempo mordiéndome el alma: La verdad mamá… ahora que lo dices, me pesa que mi marido no haya aprendido de su padre. Porque ya ves cómo es: él solo con sus amigos, y siempre prefiere ir al partido de fútbol antes que quedarse conmigo en casa.
-
Mi madre suspiró profundamente, y el aire salió de su pecho como un lamento que se apagó en el humo del comal. Luego, con esa voz suya que siempre llevaba consigo un dejo de resignación, murmuró: Bueno hija, tampoco es que sea tan malo que digamos. ¿O es que te hace falta algo? Mira, tienes techo, y muy bueno por cierto. Yo me imagino que será tu marido quien herede todo esto cuando ya tus suegros no estén.
-
Porque ya ves lo que le pasó a tu prima, por no esperarse y no obedecer a su madre, se fue con ese muchacho que no hace otra cosa que gastarse lo poco que gana en copas. La imagen de mi prima, con la cara desencajada y los labios mordidos de tanto callar sus penas, me vino a la mente con una nitidez que me atravesó.
-
Sentí un nudo en la garganta, y la voz de mi madre seguía sonando, grave y serena, como el repique de una campana lejana. No se puede tener todo, hija, pero hay quienes tienen menos que otros, y para mí que tú estás en la gloria. “¿La gloria?”, pensé, si aquello era la gloria, ¿por qué en las noches mi habitación parecía más fría que nunca? Me mordí los labios con fuerza, queriendo callar esos pensamientos que mi madre, sin proponérselo, había sacado a flote.
-
El asunto es que tu SUEGRO esta hecho un CARAMELO, dijo mi madre. En eso escuchamos que alguien venía. No necesité asomarme para saber quién era: los pasos eran largos, firmes y seguros, y antes de que la silueta apareciera en la puerta, el aroma de su loción ya se había infiltrado en la cocina, envolviendo el aire con un frescor varonil que contrastaba con el humo del comal y el olor a café recién colado.
-
Efectivamente, mi SUEGRO se asomó por el marco de la puerta con el cabello perfectamente peinado hacia atrás, la camisa blanca planchada como si el tiempo la hubiera acariciado y no dejado arruga alguna, y los zapatos tan bien ilustrados que parecían espejos de cuero. Muy buenos días, bellas damas, dijo inclinando apenas la cabeza con un gesto que parecía sacado de otra época.
-
Yo apenas pude contener una sonrisa nerviosa, y mientras acomodaba mi cabello detrás de la oreja, respondí con suavidad: Buenos días suegro… Pase y siéntese, que ya le sirvo. Tomé una taza de loza, de esas que ya tenían las asas gastadas por los años, y la llené de café humeante. El golpeteo de la cuchara contra el borde del pocillo me delató; mis manos temblaban un poco, aunque yo fingía calma.
-
Mi madre, siempre imprudente, soltó con una sonrisa coqueta en los labios: ¿Y para dónde tan bonito?… Ay perdón, digo, tan bien arregladito. El silencio duró un segundo, apenas interrumpido por el zumbido de una mosca contra el cristal de la ventana, como si el mundo contuviera la respiración para escuchar su respuesta.
-
Mi suegro la miró con una sonrisa serena, de esas que esconden experiencia y un dejo de malicia discreta. Gracias por lo de bonito —dijo con voz profunda, mientras se acomodaba en la silla de madera que crujió bajo su peso—. Pues voy a una reunión de vecinos. Como usted sabe, soy el presidente del proyecto de mejoramiento de la calle, y hoy vamos a planear y repartir las comisiones para la inauguración.
-
Mientras hablaba, sus manos, de dedos largos y uñas pulcras, se acomodaban el reloj de pulsera con un movimiento lento, casi innecesario, pero que yo seguí con los ojos como si cada gesto suyo cargara un mensaje oculto. El café humeaba frente a él, y el aroma se mezclaba con su loción, con la leña ardiendo, con la voz de mi madre que todavía resonaba en la cocina.
-
Y yo, atrapada entre esas presencias, sentí que la tensión no estaba en lo que se decía, sino en lo que quedaba en el aire, sin pronunciarse. Ah pues ya sabe que si necesita de apoyo, yo estoy para servirle, dijo mi madre. Creo que sería lo menos que puedo hacer para recompensar toda su ayuda. Estoy muy agradecida por dejarme quedarme en su casa.
-
Él la miró con esos ojos serenos que nunca parecían tener prisa, y con una calma, respondió: No, no hay problema, esta casa es muy grande, y creo que hay mucho espacio. Además, usted ya es parte de la familia, y las puertas de esta casa siempre estarán abiertas para usted. En ese instante, mi madre, con su eterna manera de irrumpir en los silencios, dio un paso adelante. Sus pies arrastraron ligeramente las sandalias sobre el piso de ladrillo, y el sonido me hizo volver a la realidad. Déjeme acomodarle el cuello de la camisa —dijo ella con naturalidad.
-
Mi suegro se quedó inmóvil, con una sonrisa apenas insinuada en la comisura de los labios. Mi madre estiró la mano, y con la punta de sus dedos alisó el cuello blanco y rígido de la camisa. Yo observaba la escena como si el tiempo se hubiera ralentizado: el roce leve de la tela, el gesto cuidadoso, la cercanía indebida.
-
Vaya que huele muy bien su loción —dijo mi madre, aspirando con disimulo, aunque lo suficientemente fuerte para que todos lo notáramos—. Ha de ser cara, porque es muy suave y envolvente. Respiró hondo, cerrando los ojos un instante, como si se dejara llevar por esa fragancia que parecía llenar la cocina entera. Yo, desde mi lugar, también la percibía: era un aroma profundo, con notas de madera y algo cítrico, que se mezclaba con el olor del café, de las tortillas, y con mi propio desconcierto.
-
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No era solo la escena, sino el modo en que mi suegro, sin moverse apenas, aceptaba ese gesto como si supiera que en esa casa, había cosas que se decían con los dedos, con las miradas, con los silencios… y no con las palabras. Mi suegro se levantó con esa elegancia serena que lo caracterizaba, sacudiéndose apenas las mangas de la camisa, como si el aire mismo pudiera dejarle polvo encima.
-
Bueno, voy a estar un momento en mi despacho y luego me voy. Gracias por el desayuno, estuvo muy bien —dijo, y su voz quedó resonando en la cocina como una campana grave. Creo que yo también me voy arreglando, porque quiero ir a visitar a tu tía —respondió mi madre. Se lavó las manos en el lavadero, después se secó con el delantal floreado y salió, dejando tras de sí un leve aroma a maíz tostado y jabón de coco.
-
Yo me quedé recogiendo los platos, que todavía guardaban el calor de la comida. Al apilarlos sobre la mesa, el sonido de la loza se fue superponiendo con el de mis propios pensamientos, pesados e inquietos. Fui al lavadero para lavarlos, pero al buscar el jabón en la repisa me di cuenta de que ya no había.
-
Entonces decidí ir a la bodeguita donde mi suegra guardaba todo lo de limpieza. Caminé por el pasillo fresco y algo oscuro, y en ese silencio de paredes gruesas, me llegó una voz. Una voz que no debía haber escuchado. No fui husmeando, no fue mi intención, pero ahí estaba: la voz de mi madre. Fruncí el ceño y sentí que el corazón me golpeaba las costillas como si quisiera escapar de mi pecho.
-
Casi le digo hoy a mi hija que tú y yo pensamos en irnos lejos —susurraba mi madre desde dentro del despacho. La boca se me secó de golpe. Me quedé con las manos sudorosas, apretando el pomo de la puerta de la bodeguita, mientras un zumbido me llenaba los oídos. Es verdad lo que me has dicho, ¿verdad? —continuó ella—, que nos vamos lejos de aquí.
-
La respuesta de mi suegro fue firme, aunque en su voz había un cansancio velado: Claro que sí. Pero no trates de apresurar las cosas. Espera a que yo ponga todo en orden. Si te pones ansiosa, vas a hacer que mis planes no salgan como los tengo pensados. Luego él agregó con una suavidad que me heló la sangre: Sabes bien que yo también te quiero. Y la verdad, no sé ni cómo pasó todo esto… pero estoy feliz contigo.
-
Solo no corras, porque puede que tropieces. Mis rodillas flaquearon, y el aire se me volvió más pesado que nunca. Todo en la casa parecía murmurar la verdad que yo no quería aceptar: el tictac del reloj de pared, el crujido de las vigas de madera, hasta el silbido del viento colándose por las persianas.
-
Y en ese instante, escuché pasos en el fondo del pasillo. Alguien venía, y la desesperación me impulsó, sin pensarlo dos veces empujé la puerta del despacho, y entré de golpe. Ellos estaban abrazados, no fue imaginación mía. Se separaron bruscamente al verme, como si abrazaran brasas. ¡Viene mi suegra! —alcancé a decir, tratando de darles un motivo para justificar mi irrupción.
-
Perdón hija… —susurró mi madre, con la cara encendida y los ojos bajos, como si la vergüenza le pesara más que las palabras. Mi suegro en cambio, se limitó a recomponerse la camisa y a mirar hacia otro lado, como si nada hubiera ocurrido. Ni una sola palabra salió de sus labios. Y entonces, la puerta se abrió. Allí estaba mi suegra, con su cabello alborotado y la voz todavía empapada de sueño.
-
Hola cariño… —dijo, mirando a mi suegro con ternura—. ¿Vas a irte conmigo a la reunión?, preguntó mi Suegro. No, no creo que vaya. Mira, ya no me despertaste, y ando como una bruja en estas fachas —respondió ella, acomodándose el rebozo sobre los hombros, sin notar la tensión que todavía vibraba en la habitación. Yo, mientras tanto, sentía que el aire no alcanzaba para todos.
-
Mi suegro se inclinó hacia mi suegra y le dio un beso suave en la mejilla. El roce fue breve, casi mecánico, pero suficiente para que el aire del despacho se llenara de un contraste insoportable: la ternura de lo permitido contra el ardor de lo indebido. Bueno cariño, ya nos vemos más tarde —dijo él, mientras se acomodaba el reloj de pulsera antes de salir.
-
Sus pasos resonaron en el pasillo, largos y firmes, hasta perderse en la lejanía de la casa. Bueno yo también me voy, que se me hace tarde para ir donde tu tía —anunció mi madre, intentando sonar casual, aunque su voz tenía una vibración distinta, como un cristal a punto de quebrarse. Cuando ambos se fueron, me quedé a solas con mi suegra.
-
Ella me miró con dulzura, sin la más mínima sospecha del nudo que me oprimía la garganta. Oye, voy a desayunar… ¿me acompañas? —me dijo, con esa calidez que siempre me había hecho sentir parte de su mundo. Nos sentamos en la mesa de la cocina, Ella partía su pan con tranquilidad. Sabes —me dijo de pronto—, no quise ir con tu suegro porque quería hablar contigo. Tragué saliva, y mi corazón se detuvo un instante.
-
Sentí que la sangre me abandonaba el rostro. Pensé que lo sabía todo, que me confrontaría con una verdad que me estaba carcomiendo desde adentro. Pero en cambio, sonrió. Oye mujer, ¿pero tú qué tienes? Pareces que hubieras visto un fantasma… — luego rió suavemente—. Te quería decir que pienso que organicemos una pequeña fiestecita de cumpleaños para tu madre. Ya la otra semana está de manteles largos. Un silencio cruel se apoderó de mí.
-
La idea me pareció un insulto disfrazado de cariño. No sabía si salir corriendo o decirle de frente que mi madre no merecía su aprecio, que su nobleza estaba siendo burlada con la peor de las traiciones. Claro que si suegra —alcancé a decir, obligando a mis labios a curvarse en una sonrisa falsa—. Es usted una gran mujer, sinceramente se lo agradezco mucho.
-
La abracé, pero aquel abrazo fue más un dolor que un gesto de ternura. Era como si al estrecharla estuviera cargando sobre mis hombros el peso de una culpa que no era mía. No la abracé por mi madre, sino por ella, por su inocencia, por la dignidad que alguien más estaba manchando a escondidas. Al final, tuve que hablar claramente con los dos. Con mi madre y con mi suegro.
-
Les pedí que dejaran de jugar a las sombras dentro de aquella casa. Le rogué a mi madre que se marchara, que entendiera que estaba destruyendo lo único que no debía tocar: la paz de una mujer buena. Mi suegro, en silencio, compró un apartamento y se lo dio a mi madre. Desde entonces, ella no volvió a pisar la casa. Seguramente se siguen viendo, estoy segura de eso.
-
Pero aquí, en esta casa que aún huele a café, a pan caliente y a loción cara, ya no entra. Porque no puedo permitir que cruce el umbral y ensucie la dignidad de mi suegra. Y aunque no estoy de acuerdo, y aunque sé que el secreto late en algún rincón de la ciudad, lo único que me queda es este silencio amargo, como un castigo compartido.