Mi COMPADRE HIZO Todo y CONSIGUIO lo que QUERIA

  • Mi compadre dejó el ramo de flores sobre la mesita  de madera, me tomó de la mano con suavidad, y en ese roce pude sentir el leve temblor de sus dedos,  como si la sangre no supiera por dónde correrle. Sus ojos brillaban con una intensidad que  parecía desbordarse más allá de su mirada, y con voz entrecortada dijo: Comadre, no  sabe cuánto lo siento.
  • Sinceramente me duele verla sufrir… hasta quisiera tomar  yo su lugar. Porque una mujer tan buena, tan dispuesta a ayudar, y tan bella —dijo bajando  un poco la voz, como si tuviera miedo de profanar la pureza del silencio—, no debería padecer así. Sus palabras eran dagas envueltos en terciopelo. Yo lo miré fijamente, como quien observa el mar  y al mismo tiempo teme hundirse en él.
  • Compadre, usted es un buen hombre —le dije con el  corazón acelerado—. Y no voy a negar que es atractivo… y su comportamiento lo hace aún  más llamativo. Pero también sabe muy bien que yo estoy comprometida, estoy casada compadre. O es que acaso se le olvida la razón por la que lo llamo COMPADRE.
  • Vi cómo tragó saliva, la nuez  de su garganta se movió como un nudo rebelde, y su mano tembló apenas. Pero comadre…  —susurró él—, es como si usted estuviera sola, como si no tuviera quien por usted. Porque aunque usted respeta a su marido y lo tiene en cuenta… mire, él no está aquí. Prefiere  a sus amigos antes que ayudarla a sobrellevar esta pena, la de ver a su madre enferma. Pero yo estoy  dispuesto a lo que sea con tal de estar a su lado.
  • Comadre no me diga no, solo piénselo, por favor  comadre, haga un balance de lo que ha pasado hasta hoy, y de lo que quiere para el mañana.  Miré que conmigo las cosas serán distintas, usted me conoce y sabe bien que yo  no haría nada que la haga llorar. Porque la he visto llorar en silencio,  he notado sus ojos hinchados después de cada discusión con el compadre.
  • En ese instante, como si el destino hubiera querido marcar un límite invisible, mi  madre tosió. Y el sonido áspero y húmedo llenó la habitación. Mi compadre me soltó  la mano al instante, y el vacío que quedó fue un frío que me recorrió los brazos. Mi madre abrió los ojos, con esa mirada cansada de quien ya no distingue del todo la vigilia  del sueño.
  • Hija… ¿hace cuánto que estás aquí? Hace un momento mamá —mentí,  acomodándole la sábana sobre el pecho. Buenos días señora —dijo mi compadre con  respeto, inclinando la cabeza. Hola muchacho, gracias por venir —respondió mi madre con una  voz débil pero clara. Él se apresuró a decir: Bueno, yo las dejo, pero voy a estar afuera,  en la sala de espera, por si necesitan algo.
  • Y salió cerrando la puerta con un golpecito  seco que resonó en la madera, como si hubiera quedado un eco de su presencia flotando en el  aire. Mi madre suspiró, mirándome con ternura. Muy buen muchacho, ¿verdad? Yo le tomé la  mano frágil, y sentí la piel fina como un papel antiguo, y contesté: Creo que sí mamá.
  • A mí me parece, dijo ella, con la certeza de quien ve más allá de lo evidente—, que la mujer  que se case con él se llevará un tesoro. Pero algo tienes que entender hija: tú eres una mujer  casada. Y él se está acercando demasiado a ti. Lo que te dijo hace un momento… esas palabras  van a querer perforar tu mente y tu corazón. Pero recuerda: tu marido, sea como sea, es tu  marido. Tú lo elegiste, y ahora debes aguantarte.
  • Yo asentí, pero dentro de mí la realidad era  otra. Porque la semilla que mi compadre había sembrado con esas palabras, ya empezaba  a germinar en el silencio de mi pecho. ¿Qué hago ahora?, me repetía a mí misma. Porque mi  madre tiene razón… pero ¿quién le dice que no a un corazón que empieza a latir distinto? Mi compadre se puso de pie apenas me vio  salir del consultorio junto al médico.
  • El pasillo de la clínica estaba impregnado con  el olor a desinfectante y café recalentado, y los pasos de las enfermeras resonaban sobre  el piso encerado como un metrónomo que marcaba la impaciencia de los que esperaban. ¿Cómo está su mamá comadre? —preguntó él, acercándose con una mezcla de ansiedad y ternura  en la voz.
  • Fue el médico quien respondió en su lugar, con esa seguridad distante que  tienen los hombres acostumbrados a ver cada día situaciones similares: Creo que  va a estar bien, solo hay que intervenirla. Así que en sus manos está ya la decisión  —dijo, entregándome la receta y alejándose con su bata blanca que flotaba como una sombra  larga, hasta perderse al doblar el pasillo.
  • Yo suspiré profundamente, mirando aquel papel  como si pesara toneladas en mis manos. Mi compadre, con voz suave, intentó  sostenerme: Comadre, no se ponga triste, ya escuchó que todo va a estar bien con su  madre. Sí compadre lo escuché… —respondí, sintiendo un nudo en la garganta—. Solo que no  sé qué hacer, la operación no es nada barata.
  • Y sinceramente no tengo ni la cuarta  parte de lo que cuesta. Usted sabe muy bien que mi marido tampoco tiene, y  aunque lo tuviera no sé si me ayudaría… ya ve que no se lleva nada bien con mi madre. Él frunció el ceño, como quien carga una determinación que ya estaba tomada antes de  escucharme.
  • Bueno comadre, pero eso tiene arreglo. Para eso estoy yo, usted sabe que tengo  las posibilidades, y no me voy a negar a ayudarla. Más bien me ofrezco a darle todo lo que  necesita para que su mamita salga bien. Sus palabras cayeron como una  lluvia tibia sobre mi desierto, pero en vez de traerme alivio me llenaron de  un miedo dulce, de ese que nace cuando uno sabe que la salvación viene con un precio oculto.
  • Es que eso es lo que más me aprieta compadre… —dije bajando la voz—. Porque yo no tengo con  qué pagarle. No puedo prometerle que en un par de meses se lo devuelva. Primero tendría que buscarme  un trabajo… y eso si mi marido me deja trabajar. Él dio un paso hacia mí, y con su  mano derecha apartó con delicadeza un mechón de cabello que me cubría la cara.
  • Sentí la calidez de sus dedos como un rayo inesperado que me encendió de pies a cabeza. Comadre, eso es lo de menos, la verdad es que yo sería más que feliz de ayudarla. Y con lo del  pago, no se preocupe. Más bien, ¿por qué no vamos a tomarnos un café? Ahí me cuenta con calma lo que  hay que hacer, y yo me preparo con lo necesario. Me miraba con la intensidad de quien estudia un  secreto.
  • ¿Sabe comadre?, yo la he visto en todas sus facetas. No sé, pero siento que la conozco  mejor que su marido. Sé cuándo está triste, sé cuándo está desesperada y sé cuándo no sabe qué  hacer… Y aun en cualquiera de esos estados, usted siempre se ve bella, su hermosura no disminuye. Tragué saliva y un escalofrío me recorrió entera, como si hubiera metido las manos en agua  helada.
  • Estaba a punto de responder algo —no sé si un rechazo o una confesión—  cuando ocurrió el milagro o la desgracia. Por el pasillo, entre el murmullo de voces y  el sonido metálico de un carrito de medicinas, vi la silueta de mi marido acercándose.  Di un paso atrás, sintiendo que la culpa me atravesaba como una daga invisible.
  • Compadre… viene mi marido, hágase el desentendido —susurré, y la tensión de ese momento me golpeó  más fuerte que todas las cuentas por pagar. Mi compadre se puso nervioso, y lo vi girar lentamente la  cabeza y forzar una sonrisa hacia mi marido, quien caminaba con paso seguro por el pasillo,  con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido como si ya trajera preparada la discusión.
  • Yo, en un intento de evitar el choque, me adelanté a recibirlo. Qué bueno que viniste  cariño —le dije con un nudo en la voz, tratando de sonar natural. Pero él, como si no escuchara,  ignoró por completo la mano que mi compadre le tendía. Ni siquiera lo miró, sino que sus ojos se  clavaron en mí, parecían reclamar antes de hablar. Pensé que eras tú la que había tenido un  percance.
  • La vecina me dijo que saliste de prisa para la clínica —soltó, como quien lanza una  acusación disfrazada de preocupación. No cariño… es mi madre —respondí bajando la mirada—.  Tuvo una recaída, y el médico dice que van a tener que intervenirla para que se mejore. Él sacudió la cabeza con un gesto de desagrado. Otra vez esa señora… Ay cariño no hables así.
  • Recuerda que es mi madre, ¿O acaso te gustaría que yo hablara de tu mamá de esa manera? Tú sabes  bien cómo la respeto y quiero a tu madre. Creo que por lo menos, deberías respetar a la mía en mi  presencia… aunque no lo hagas cuando yo no estoy. Él chasqueó la lengua y resopló. Ya vienes tú con  tus cosas, no digo pues, que aún enferma la doñita es motivo de discusión.
  • Sentí que la sangre me  hervía, pero antes de replicar, él giró hacia mi compadre con una mirada cargada de veneno. ¿Y usted compadre, qué hace aquí?, usted parece más el marido que yo. Vi cómo mi compadre tragó  saliva, incómodo. Entonces me adelanté, decidida a cortar de raíz la humillación: pues él está  aquí porque como tú no me contestaste el teléfono, lo tuve que llamar a él para que me trajera.  Y no tienes por qué tratarlo de esa manera.
  • Él está ayudándome de buena fe, y si no  quieres que otro asuma tu responsabilidad, entonces sé más atento a lo que me pasa. Mi  compadre dio un paso al frente y dijo con firmeza, aunque su voz dejaba ver la prudencia: Perdón  compadre, pero no cree que se está sobrepasando. Debería tener un poco de consideración con su  suegra.
  • Al fin y al cabo, es la mujer que trajo al mundo a tan bella esposa que tiene usted. El silencio que siguió fue como un golpe seco. Mi marido arqueó las cejas, incrédulo.  Solo eso me faltaba… —dijo elevando la voz—, que usted venga a chulear a mi mujer frente a  mí. Compadre, ¿no cree que se está pasando? Mire, más bien gracias por traerla, pero de aquí  en adelante yo me encargo de llevarla.
  • El compadre levantó las manos en  señal de paz. Está bien compadre, no quiero ser causa de discusión entre ustedes.  Mi intención fue ayudar, no revolver las cosas. Comadre… espero que su mamá se reponga pronto.  Por cualquier cosa estoy para servirles, con permiso.
  • Y se marchó, dejando tras de sí el  eco de sus pasos que se fue apagando hasta que solo quedó el murmullo lejano de las enfermeras. Mi marido me tomó del brazo con brusquedad. Bueno, nos vamos también, Yo tengo que regresar  donde mis amigos. Me solté despacio, mirándolo fijamente. Yo no creo que vaya hoy  a la casa. Me voy a quedar aquí con mi madre. Voy a cuidarla, Ya mañana veré cómo hacer  para resolver esto.
  • Él bufó, como quien oye un disparate, y sacó el teléfono del bolsillo. Yo me  quedé inmóvil, con la receta aún entre mis dedos, sabiendo que entre los tres —mi marido, mi  compadre y yo— había quedado sembrada una semilla que tarde o temprano iba a florecer. No voy a discutir contigo esto, me voy a ver como haces entonces, y mañana  no puedo venir por ti, dijo y se marchó.
  • Ojalá y no se hubiera ido mi COMPADRE, me dije a mi misma, y me llevé las manos al  rostro, tratando de contener un llanto que ya no tenía lágrimas, y cuando alcé la cabeza lo vi.  Estaba detrás de la puerta de vidrio esmerilado, mi compadre me observaba con la ansiedad de  quien guarda un secreto a punto de desbordarse.
  • Con señas casi infantiles, me preguntaba  si mi marido ya se había ido. No sonreí, pero asentí lentamente, y esa sola afirmación  pareció darle permiso para cruzar el umbral. Me senté en una silla de la sala de la  clínica. El respaldo crujió con un gemido metálico y el reloj de pared marcaba el tiempo  con un tictac que me resultaba insoportable.
  • Mi compadre se sentó a mi lado, tan cerca que  pude sentir el roce de su chaqueta en mi brazo. Compadre —le dije con voz baja, mirando al suelo  brillante donde se reflejaban los tubos de luz—, creo que usted es un gran hombre. Se merece  ser feliz, tener a su lado a una mujer que lo valore y sepa amarlo de verdad.
  • Él me miró con una intensidad que me atravesó como un puñal suave. Pero comadre,  ¿quién mejor que usted? —dijo casi en un susurro—. Usted me conoce como nadie, no  encontraría, ni quiero buscar a nadie más. Es con usted con quien quiero compartir mis días. Sentí que el aire de la sala se espesaba. Yo le puse un dedo en los labios, temblando al rozar  la calidez de su boca.
  • Compadre, usted aún es soltero, y la vida le espera con un gran futuro.  No se apresure a echarse cargas encima. ¿Para qué hacerse enemigo de su propio compadre? Ustedes  se conocen de años. Y piense también en lo que dirán sus padres… no creo que ellos acepten que  usted se una a una mujer que ya vivió con otro. Él, con un gesto decidido, llevó su dedo a mis  labios y me pidió silencio.
  • Comadre, ¿no cree que eso lo decido yo? Mis padres son lo mejor de  la vida, pero nunca han intervenido en mis cosas personales. Y no pienso dar explicaciones a nadie,  Yo solo quiero vivir en plenitud… a su lado. Me mordí los labios, tratando de no dejar  escapar lo que mi corazón quería gritar. Tomé mi pelo y lo recogí con un gancho,  como si ese acto pudiera ordenarme las ideas.
  • Compadre —dije con un hilo de voz—,  hoy no tengo dónde quedarme durante la noche. ¿Me daría usted posada en su casa?  Mañana será otro día, y veremos qué pasa. Vi cómo tragó saliva, y en su garganta ese  gesto sonó como un juramento. Claro que sí comadre —respondió con dificultad—. Sería un  gusto, usted me dice y nos vamos. Aquella noche mi compadre pagó la intervención completa de mi  madre.
  • Lo hizo con una calma que me estremeció más que cualquier declaración. Nunca me faltó al respeto, nunca me exigió nada. Y hasta hoy, aún sigue  esperando que yo le dé una oportunidad. Ahora estoy en proceso de divorcio… y no  sé si lo más prudente sea llamarlo. No sé si al hacerlo estaría buscando un refugio o  entregándome al destino que desde aquel pasillo de clínica parecía escrito para nosotros.
  • Crees tú que debería darse la oportunidad con el COMPADRE, o mejor esperar un buen  tiempo, para que ordene sus pensamientos.