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Mi SUEGRO estaba parado, recostado con una quietud solemne en el umbral de la puerta del pasillo. Tenía las manos entrelazadas detrás de la espalda, y su mirada fija y penetrante, parecía diseccionarme en capas invisibles. Había algo en esos ojos claros, húmedos todavía de duelo, que más que tristeza destilaban una curiosidad inconfesable.
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Sus cejas se arquearon, dibujando en su rostro un asombro, como si lo que veía frente a él —yo, con ese vestido turquesa que abrazaba mis hombros— fuera una aparición que no esperaba en medio de la casa enlutada. yo podía escuchar el zumbido lejano de una mosca rondando el florero con los lirios marchitos que aún olían a velorio.
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Él estaba a punto de decir algo —lo vi en la forma en que abrió los labios apenas—, cuando de pronto la voz de mi madre irrumpió desde la sala con un chasquido áspero, como un trueno que quiebra la calma: Pero mujer, ¿cómo se te ocurre vestirte así? ¿Es que acaso no tienes un poco de consideración? Mira que tu suegro apenas está pasando por la pena de perder a su mujer.
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Mi madre tenía razón, al menos unos días más debía guardarle luto a la difunta, por respeto a la casa, por respeto al hombre que estaba allí de pie mirándome como si hubiera descubierto un secreto que ni yo misma conocía. Además, no me digas que ya piensas en salir de compras, más bien hija debes ayudar arreglar aquí, mira que hay cosas que debemos acomodar.
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El hecho de que tu marido no esté aquí, no significa que tú hagas lo que quieras. Debes aprender que tu lugar es estar en los que haceres de la casa. Yo no quiero que tu Suegro piense que tú no te estás portando bien, porque no sé, pero no me parece que tú debas vestirte así. Dijo mientras se secaba las manos con el delantal, me reprendió con esa severidad que me hacía encoger el alma Un cosquilleo me recorrió la piel, y casi con disimulo, me acomodé los tirantes finos del vestido. El contacto de mis dedos con mi propia clavícula me estremeció, y sentí la piel erizarse,
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como si algo más que las palabras de mi madre hubieran desatado ese escalofrío. Porque no era solo el reproche lo que me atravesaba, sino la forma en que los ojos de mi suegro, brillando bajo la penumbra, hablaban un idioma silencioso que no me atreví a traducir. Entonces mi SUEGRO se apresuró a intervenir, como si quisiera protegerme de la sentencia de mi madre: No se preocupe comadre, no pasa nada —dijo con voz grave, pero tersa, una voz que parecía llenarlo todo—. Ella tiene que seguir la vida tal cual es,
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recuerde que aquí el doliente soy yo, y no tengo ningún problema con que se arregle. Además —y aquí sus ojos se clavaron más hondos en mí, con un destello de complicidad que mi madre no alcanzó a notar—, no puede llegar ni irse a todos lados vestida de luto. Yo tragué saliva, y sentí que el aire se volvía espeso como humo de velas apagadas.
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Mi sonrisa fue apenas un hilo tembloroso, y respondí: Perdón suegro… creo que mi madre tiene razón. Mejor voy a cambiarme. Me volví hacia el pasillo, y caminé hasta mi habitación, sintiendo en la nuca el peso ardiente de su mirada. Volteé a ver y vi cuando Mi SUEGRO me sonrió con una sonrisa distinta, Yo Cerré la puerta de mi habitación con un movimiento lento, procurando que el picaporte no chirriara, pero aun así el metal viejo soltó un ruido apagado, como si también él guardara secretos. Me quedé unos segundos de espaldas a la puerta,
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con la respiración detenida, sintiendo cómo el silencio del cuarto me abrazaba con su propia densidad. Afuera, los pasos de mi madre se alejaban hacia la cocina, y el tintineo de vasos de vidrio sobre la mesa marcaba el compás de su enojo. En mi habitación, todo parecía conspirar contra mí.
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El espejo de cuerpo entero, apoyado contra la pared, me devolvía una imagen que no quería mirar, pero que me atrapaba igual: los tirantes turquesa rozando mi piel, el escote insinuando lo que yo misma no me atrevía a aceptar. Sobre la cómoda, un abanico roto reposaba junto a una peineta dorada heredada de mi abuela; objetos antiguos que parecían observarme como testigos mudos de mi indecisión.
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Me quité los zapatos de tacón y el golpe seco de las suelas contra el suelo sonó demasiado fuerte, como si con ello hubiera revelado un secreto que debía permanecer oculto. Avancé descalza hasta la ventana, abrí las persianas y una ráfaga de aire tibio trajo consigo el canto lejano de un gallo extraviado, junto al olor dulzón de las gardenias del patio.
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Me abracé a mí misma, como si quisiera contener el temblor que me recorría. Cerré los ojos, y ahí estaba él: mi suegro, inmóvil en el umbral, con sus ojos fijos atravesando hasta mis pensamientos, despojándome sin tener contacto alguno. No había dicho nada, y sin embargo lo había dicho todo. De pronto, un golpe suave en la madera de la puerta me sacó de mis pensamientos.
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Tres toques discretos, tan leves que bien podían confundirse con el crujir de la casa vieja. Me quedé paralizada, y el corazón me latía en los oídos con una furia que casi me ensordecía. ¿Puedo pasar? —se escuchó la voz grave de mi suegro, del otro lado. La pregunta flotó en el aire como un cuchillo suspendido.
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Yo no respondí al instante, me limité a mirar mi reflejo en el espejo, con el vestido todavía puesto, con los tirantes resbalando apenas sobre los hombros. Sentí que la tentación me empujaba a abrir, pero también que la culpa se enroscaba en mi garganta como una soga invisible. Me acerqué a la puerta, puse la mano sobre el picaporte y lo sostuve, indecisa, como si ese objeto frío de metal decidiera mi destino.
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Giré despacio el picaporte y la puerta cedió con un susurro largo, como si la casa misma hubiera suspirado de alivio o de complicidad. Allí estaba mi suegro, de pie más cerca de lo que había imaginado, con las manos aún entrelazadas a la espalda y el rostro marcado por la sombra del pasillo.
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Nuestros ojos se encontraron, y por un instante creí que el tiempo se había detenido. Él dio un paso dentro de la habitación. Yo retrocedí apenas, dejando que la penumbra lo envolviera junto a mí. El aire estaba denso, como si se hubiera llenado de polvo invisible. Con un gesto lento, cerró la puerta tras de sí, y ese “clic” sordo fue como un sello que nos aisló del mundo.
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No quería que te sintieras mal por lo que dijo tu madre —murmuró, con una voz quebrada, tan baja que parecía surgir desde el fondo de un secreto. Yo respiré hondo, me llevé la mano al hombro y volví a acomodar el tirante del vestido, gesto que me traicionaba, porque en lugar de cubrirme, lo único que hacía era llamar más su atención. Él, sin moverse demasiado, extendió la mano y la posó sobre el respaldo de la silla que estaba a mi lado.
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No se preocupe suegro, creo que no pasa nada con que yo me cambie además mi madre tiene razón, perdone que se me olvidó tan rápido lo que paso con mi suegra. No te preocupes, más bien quería decirte que si podía acompañarte, yo también pienso ir por unas flores y llevaras el cementerio, no sé quizá me acompañes. Claro suegro con mucho gusto, pero no te cambies, vámonos así como estás, creo que te ves bien, dijo y salió.
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Mi suegro hacía el trato con la señora de las flores. La mujer, con el delantal lleno de manchas de polen y tierra, le enseñaba las coronas de claveles frescos mientras agitaba un abanico de palma para espantar las moscas. El aroma dulzón de las flores se mezclaba con el de la cera derretida que venía de la capilla del mercado. Yo lo observaba en silencio, cuando de repente mi teléfono vibró en la cartera.
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El sonido agudo del timbre retumbó como un latigazo en medio de aquel murmullo de compradores. Miré la pantalla, y sentí que el corazón se me escapaba a los talones. No era un número cualquiera: era él, esa persona con la que yo me veía de vez en cuando, a escondidas, cuando la soledad me arrancaba el aire.
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Mi suegro se volvió hacia mí, con la mirada curiosa, y me preguntó con naturalidad: Si es mi hijo, dile que quiero hablar con él. Tengo algo muy importante que decirle… además de pedirle un favor. La garganta se me cerró, tragué saliva, y mi mano temblaba sobre el teléfono que seguía sonando con insistencia, como si quisiera avergonzarme frente a todos.
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No sabía qué responder, y en ese instante me sentí como una culpable sorprendida en flagrancia. Él me miró de nuevo, entre intrigado y preocupado. Oye… ¿te pasa algo?, ¿Por qué no contestas? No podía hacerlo, hacía dos días, mi teléfono se me había caído de las manos, golpeando con violencia el suelo de piedra del corredor.
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Desde entonces, la bocina había quedado inútil, y la única manera de contestar era con el altavoz encendido, como una confesión forzada. Intenté disimular, deslicé el dedo por la pantalla, pero sin presionar del todo. Llevé el aparato a mi oído, fingiendo, y con voz insegura le expliqué: Es que fíjese suegro, hace unos días se me cayó el teléfono y creo que se dañó… ya no puedo contestar bien. Y si logro responder, solo es con el altavoz.
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Pero no es mi marido… es mi madre, quizá algo se le olvidó, o tal vez necesita que le lleve otra cosa. Él arqueó las cejas, como si intentara descifrarme, y con un gesto firme pagó las flores. Luego metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó su propio teléfono, un aparato pesado con la pantalla resquebrajada en una esquina.
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Me lo tendió y mirándome fijamente: Llama a tu madre desde aquí —me dijo. El peso del teléfono en mi mano fue como una piedra en el pecho. Sentí que me observaba con una atención que iba más allá de lo normal, como si sospechara de algo. Pero en ese instante, por fortuna, alguien lo tocó en la espalda. Era un vecino, un hombre menudo que llevaba una sombrilla cerrada bajo el brazo.
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¡Qué gusto verte! —exclamó con voz solemne—. Siento mucho lo que pasó con tu esposa, pero ya ves… así es la vida. Yo no pude estar el día del sepelio, pero si haces novenario, con gusto te acompañaré. Mi suegro inclinó la cabeza, agradecido, y respondió con esa calma que lo distinguía: Claro que sí, te espero… va a ser tal día.
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Ese momento fue mi salvación, aproveché la distracción, marqué rápido a mi madre y con el corazón todavía desbocado, pregunté: Mamá, te llamo para saber si necesitas alguna otra cosa. No hija, todo está bien, solo lo que te pedí —me respondió con voz tranquila. Colgué de inmediato y le devolví el teléfono a mi suegro.
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Su mirada volvió a encontrarse con la mía. Era firme, insondable, y me dejó un nudo en la garganta. Entre sus ojos claros y las flores blancas que llevaba bajo el brazo, su figura me parecía más imponente que nunca, y por un segundo temí que hubiera visto lo que intentaba ocultar. Mi suegro se inclinó y acomodo las flores frente a la tumba de mi Suegra.
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Sus manos, enjutas como las ramas secas de un almendro, acomodaron cada flor como si estuviera reescribiendo la historia de la difunta: apartó un clavel, alisó una orquídea, dejó caer una hoja que tembló y besó la tierra. El viento, ese viejo pregonero del cementerio, levantó un rumor de papeles y arrastró consigo el eco lejano de una campana que marcaba las horas como si las horas fueran culpables.
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Yo estaba atrás, con las manos frías, sosteniendo la correa de mi bolso como quien sujeta una promesa a punto de romperse. Sabes tú —dijo, sin mirarme, “¿qué hay quienes mueren estando en vida?”. Aquella frase se hundió en mí como un clavo oxidado. Sentí, con la precisión de las cosas verdaderas, que un balde de agua helada vaciaba su contenido por mi nuca; no fui capaz de articular ni un sonido.
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A mi alrededor, las lápidas bostezaban en silencio, y las hormigas, pequeñas comisionadas del mundo, continuaban su lento comercio sin reparar en dramas humanos. Un cuervo pasó rasgando el cielo y llevó la palabra a algún lugar donde las palabras se pudren. Me habló de mi suegra como quien lee un acta: con detalles que obedecían a una memoria minuciosa.
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“Cuando estaba viva —dijo— ella me dijo que tú andabas en malos pasos.” Que ella misma te había visto, pero yo no le creí. Fue por eso que ella decidió no visitarte más, porque no podía ni verte. Sus palabras fueron desplegándose con la lentitud de una cortina de teatro: “Sé que te arreglaste hoy, porque tenías que verte con quien ocupa el lugar de mi hijo.
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Ya no eres la mujer que conocí hace tiempo.” Mientras hablaba, su mano se deslizó hacia el bolsillo y sacó algo: un sobre, doblado con exactitud militar. No lo abrió; simplemente lo mostró como quien muestra una moneda de dos caras. La sola presencia del sobre bastó para darme la sensación de que mi vida tenía fecha de vencimiento.
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No te juzgo porque sé que eres un ser humano con debilidades y necesidades. Te juzgo por no ser valiente. ¿Qué te cuesta hablar con mi hijo y decirle que te enamoraste de otro? Sería justo para ti, para él y para quienes los rodeamos. No sufras más, y deja de vivir en la oscuridad. Su tono era de un padre que ha visto demasiadas noches y ha decidido encender una lámpara aunque ilumine heridas.
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Vi, en la mano que sostenía el ramo, el brillo metálico de un llavero: la llave de la casa que él había construido con callos en las manos y con noches sin sueño. Yo no le diré nada a mi hijo —me prometió—. Lo harás tú, ahora es tu momento de ser valiente y afrontar las consecuencias de tus actos, porque si no, lo haré yo. Si tú lo haces, yo procuraré que mi hijo entienda, y que no te dejé sin nada.
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Si no lo haces, te quedarás sin nada. La amenaza no se pronunció con gritos; fue más efectiva por la calma con que fue dictada. El cementerio se replegó en torno a la frase: las estatuas de mármol parecían inclinar la cabeza, el olor a humedad se volvió denso, y en mi pecho un tambor antiguo empezó a tocar un ritmo que no conocía.
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Quise responder; y las palabras me salían como agua estancada: torpes, sucias e inútiles. En vez de eso, mis dedos buscaron la tapa del bolso y tocaron el borde de un pañuelo doblado. Hacía meses que guardaba en ese pañuelo el olor de otra persona: una fragancia que ahora me parecía una inscripción ilegible en la palma de una mano.
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El pañuelo tembló entre mis dedos; entonces comprendí que allí, en la intersección del amor y la traición, había más de una víctima. Mi suegro terminó de arreglar las flores como quien pone último ladrillo en una construcción que no admite reparaciones. Se incorporó y con su bastón, trazó en la tierra una raya invisible que separaba el pasado del presente.
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Antes de irse, me miró de frente, y la sombra de su rostro se proyectó sobre mi vida como un mapa que no supe leer. No te estoy pidiendo —dijo, con una voz que azotaba como la lluvia fina—, que me entregues la verdad por caridad. Te pido que te devuelvas a ti misma. O que al menos te enfrentes a lo que hiciste.
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Se alejó dejando tras de sí el olor de su colonia y el crujir de sus zapatos sobre la grava, y yo me quedé con las manos vacías, sosteniendo el pañuelo que ya no servía para secar nada. El cuervo volvió a graznar, como si quisiera confirmar lo dicho, y en el vacío que dejó su vuelo comprendí la única certeza que me quedaba: la noche no llega a quienes la esperan; nos alcanza a todos, y nos envuelve con la misma indiferencia.