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Mi suegro sostenía la taza con ambas manos, como si en aquel café se resguardara un secreto demasiado caliente para soltarlo. Me miraba fijamente, sin pestañear, como quien disfruta de la tortura de ver a otro en silencio. Nunca imaginé que te gustaran las emociones fuertes —dijo al fin, con la voz grave, como si hubiera madurado dentro de un tonel enterrado—.
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Vaya que me sorprendes… Tú sí que eres un verdadero misterio. ¿Quién lo diría?, Tan tranquila, tan educada y tan servicial. Pero mírate… también tienes tu lado oscurito. Y ya ves, sin quererlo fui yo quien se enteró de tus andadas. Y no es por nada, pero me gusta que haya sido yo, o qué piensas tú.
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Porque sé que ya estarás pensando en negar lo que mis ojos vieron. Porque ya sé yo como son los que aparentan lo que no son. Yo lo observé con los labios apretados y tragué saliva. Sentí cómo se me secaba la boca, como si hubiera bebido arena. Las palabras se me quedaron atascadas en la garganta, y mis manos, que descansaban sobre el mantel bordado con flores rojas, se crisparon apenas, como queriendo arrancar los hilos.
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¿Qué podía decir, si al final de cuentas él ya lo sabía? Respiré hondo, tratando de ordenar la marejada de mis pensamientos. Me incliné hacia atrás en la silla, y con un gesto que más parecía un desafío que un descuido, me acomodé el escote del vestido. Vi como sus ojos siguieron mi movimiento con una calma que quemaba. ¿Y qué piensas hacer con lo que sabes? —le pregunté sosteniéndole la mirada—.
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Porque según parece, mi estancia en esta casa depende de ti. Si mi marido se entera… ya sabes lo que pasaría. Un silencio espeso nos envolvió y afuera ladró un perro, y el sonido se coló por la ventana entreabierta como un aviso. Entonces, él apoyó la taza sobre el plato con un golpecito seco que me estremeció, y con una sonrisa murmuró: No sabes el gusto que me da escuchar esas palabras de tu boca. Qué bien se siente tener el poder en las manos.
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Es bueno saber que basta con decir lo que quiero, para que tú lo cumplas. Lo miré entonces con una sonrisa leve, casi un susurro en los labios, pero cargada de veneno. Bueno —dije con calma fingida—, tengo unos ahorritos. Si me dices cuál es tu precio, creo que podríamos arreglarnos; porque al final, todo tiene un precio.
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Él se levantó despacio, y el crujido de la madera bajo sus pies sonó como un presagio. Dio un paso hacia mí, lo suficientemente cerca como para oler el aroma fuerte de su loción mezclada con el café. Nuera… —dijo inclinándose apenas— hay cosas que no se compran con dinero. Alargó la mano para apartar un mechón de mi pelo, queriendo rozar mi piel como quien reclama un derecho.
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Pero me hice hacia atrás de golpe, esquivando su roce, como si su dedo ardiera. La silla chirrió contra el suelo, y por un instante, en aquel silencio roto, supe que el juego apenas comenzaba. Pero entonces mi cuñada entró a la cocina con una sonrisa de oreja a oreja como siempre. Mi suegro, miró fijamente a mi cuñada, y en esa mirada había más preguntas de las que sus labios se atrevieron a pronunciar.
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¿Y tú cuándo me vas a presentar a ese hombre que te tiene tan feliz? —dijo con voz ronca, como si la pregunta le hubiera salido desde el fondo de un baúl cerrado con llave. Mi cuñada soltó una carcajada ligera, casi nerviosa. Ay papá, lo que piensas… yo no estoy pensando en eso todavía. Primero quiero terminar mi carrera, y después entonces sí buscarme una pareja.
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Lo dijo con esa seguridad insolente que tienen los jóvenes cuando aún creen que el tiempo es un río infinito. Pero entonces, como para despejar cualquier sospecha, volteó hacia mí con sus ojos encendidos y añadió: Y espero que ese hombre tenga el carácter y el carisma que tiene mi cuñada. Yo sentí que la sangre me golpeaba las mejillas como si fueran tambores, y mi respiración se volvió tan audible que hasta el tictac del reloj de pared pareció acompañarla.
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Mi suegro, aún apoyado sobre la encimera, no la perdió de vista. ¿Crees tú que ella merece ser considerada un ejemplo de buena mujer, de buena esposa, con una moral intachable? Mi cuñada, que jugaba con la cucharilla del café haciéndola tintinear contra la taza, lo dijo sin dudar: Pues quién más papá. Ella ha demostrado ser una gran mujer, y la verdad, yo he aprendido mucho de ella. Creo que si me comporto como ella, también conseguiré un buen hombre.
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Las palabras me atravesaron como un dardo inesperado, y yo bajé la vista al mantel bordado con flores marchitas de hilo. No supe qué responder, solo escuché el golpeteo acelerado de mi corazón que parecía quererse escapar por mi garganta. En ese instante, la puerta se abrió con un chirrido y entró mi cuñado, el menor de la casa, con el cabello aún alborotado y una sonrisa mañanera.
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Hola buenos días, ¿cómo están?, ¿Qué hay de desayunito? Pero sus ojos, siempre tan inquietos, notaron algo en el aire, una tensión invisible que lo hizo fruncir el ceño. ¿Me perdí de algo?, porque aquí parece que hay un secreto rondando. Mi cuñada rió, sacudiendo el aire con su alegría como si quisiera disipar las sospechas. Ay hermanito, tú y tus cosas, nada de eso.
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Solo hablábamos de que la cuñadita es una muy buena mujer, un ejemplo que se debe seguir. Yo lo miré de reojo y vi cómo él tragaba saliva con dificultad, como si aquella afirmación le hubiera encajado una verdad que no sabía dónde guardar. Pues yo creo lo mismo —dijo con voz grave—.
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Ella merece ser abanderada por cómo es, porque no es por nada, pero la mujer de mi hermano mayor sí que deja mucho que desear. El silencio se apoderó de la cocina, y solo el borboteo insistente de los frijoles se escuchaba. Mi suegro arqueó las cejas, como quien ya sabe más de lo que aparenta, y sin pronunciar palabra, empujó una de las sillas hacia atrás, y salió de la cocina, arrastrando con él una nube de misterio.
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¿Qué le pasa a mi papá? —preguntó mi cuñada, mirándome como si yo tuviera la respuesta escrita en el rostro. Yo levanté los hombros, incapaz de responder. Ni idea —dije con voz temblorosa. Ella tomó un último sorbo de café, se puso de pie, tomó su bolso de cuero, y con ese tono de liviandad que siempre le caracterizaba, dijo: Bueno, los dejo porque esta muñequita tiene que ir a estudiar.
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Cerró la puerta con un golpe suave, y el eco quedó suspendido en la casa como una campana lejana. Mi cuñado y yo nos quedamos solos, y nuestras miradas se cruzaron intensamente. Escuché a MI SUEGRO hablarles a los perros como si quería convencer a los animales de que nada grave ocurría en el mundo.
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El cuenco de latón resonaba cada vez que arrojaba el alimento. Aproveché esa música doméstica para hablar con mi cuñado, sin que mi Suegro se diera cuenta. “Oye, le dije casi susurrando, como si en la casa hubiera un oído por cada objeto—, ¿y qué harías si tu padre se enterara de lo nuestro?” Lo pregunté como quien mete la mano en un cajón cerrado para ver si algo punzante lo pincha, para sondear el terreno, para saber qué precio pediría el silencio cuando viniera la factura.
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Mi cuñado me miró y en sus ojos se encendió una luz pequeña, como la chispa que se forma en la tapa de una lata cuando la golpeas sin querer. “¿Quieres que te sea sincero?” dijo, y su voz flotó sobre la taza de café humeante. La verdad “No sé, tal vez huiría, o tal vez me quedaría.” Moví la cabeza en señal de afirmación; quería que él viera en mi gesto la rendición de una mujer que no sabe si la van a salvar o a condenar.
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“Como quien dice que tú no quieres nada serio, y que todo es solamente un pasatiempo para ti. Que yo soy solamente un juguete, ¿verdad?” Las palabras salieron como una moneda vieja al caer en la palmada de la mesa: metálicas y sin vuelta atrás. Se acercó con la intención de abrazarme, pero yo me hice un paso atrás como cuando apartas una cortina para que no se te pegue a la cara.
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“Cariño, ¿por qué dices eso? —murmuró—; no quise decir nada de lo que tú piensas. Solo respondí a tu pregunta, porque pues la verdad no he pensado en eso.” Sus manos olían todavía al jabón rústico con que lavaba las herramientas, y el reloj de pared dio un golpe seco que pareció enfatizar cada sílaba. “Pero no deberías pensar en eso —continuó—.
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Más bien debemos buscar la forma de que nadie se entere. Porque sabes, conseguí un apartamentito apartado de aquí, y me parece que será un buen escondite para los dos.” Dijo “apartamentito” con una mezcla de orgullo y vergüenza, como quien muestra una compra robada y espera que la otra persona no la cuestione. En mi boca, el café hizo un pequeño coro de amargura; tragué saliva y tomé otro sorbo, dejando que el calor me recorriera la garganta sin dar ninguna respuesta.
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“Pero es que tú debes entender que no es nada fácil para mí —dijo él—, si se llegarán a enterar. Recuerda que tu marido es mi hermano, y ¿con qué cara lo voy yo a ver después?” Sus manos se enroscaron alrededor de la taza como si fueran a sujetarla contra un vendaval. “Porque seguro estoy de que si mi padre se llegará a enterar, me dejaría sin nada, y yo qué voy a hacer, si sabes bien que no he trabajado nunca.
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” Sus palabras cayeron sobre mí como hojas secas: frágiles, pero capaces de cubrirlo todo. Vi por un momento, la casa entera transformada en una alcancía que cada moneda era una posibilidad de ser descubierto; las llaves de mi SUEGRO, colgadas junto a la puerta, brillaron con una solemnidad que yo no les había conocido antes.
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“Vamos cariño, ven —dijo de pronto—, deja de pensar en eso y disfruta de la vida; mira que hoy es un buen día para que vayas a conocer el lugarcito que te digo.” Yo ardía por dentro; una brasa secreta me hacía cosquillas en el pecho, lista para incendiar la contención. Estuve a punto de soltar lo que pensaba, de decirle que su “apartamentito” olía a peligro, a promesa pesada, a deuda que no quería asumir; estuve a punto de escupirle la verdad.
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Pero escuché la voz de mi marido en la sala: un sonido que no sólo nombró la presencia de un hombre, sino que trajo con él, el peso de todas las puertas cerradas de la casa. Escuché a MI SUEGRO decirle a mi MARIDO, ¿Y tú qué, otra vez con ese dolorcito? Mi marido apoyó la mano en la frente, Sí papá —murmuró—, pero hoy juro que no tomaré jamás una copa.
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Mi cuñado soltó una risa cascada, el tipo de risa que rebota en las copas vacías y vuelve sinvergüenza. Esas palabras ya las he oído como un millón de veces de tu boca —dijo. Mi marido negó con la cabeza, como si con ese movimiento quisiera ordenar los recuerdos y ponerlos en fila. Sí pero hoy hablo en serio. Mi suegro, que tenía la costumbre de juntar las manos como quien guarda una verdad, preguntó: —¿Y qué tal estuvo la fiesta? Pues papá, para qué voy a quejarme —contestó él—, la verdad estuvo muy bien.
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Mi suegro, con la paciencia de quien ha enterrado demasiadas certezas, agregó: —¿Y por qué no te llevaste a tu mujer? Me parece que ella debería estar a tu lado siempre. Mi marido movió la cabeza con esa desaprobación que parece querer borrar un nombre. Es que ella nunca está arreglada —dijo—, dejó de ser la mujer que era antes.
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Yo lo miré y sentí cómo se me escurría una gota de saliva por el borde de los labios, un sonido diminuto que en la casa resonó como una confesión. ¿Cómo dices eso? —le respondí, y mi voz sonó a vidrio fino—. Cada vez que te enfiestas nunca me invitas, y no creo estar descuidada. Mi cuñado, que tenía la costumbre de meter la cuchara en lo que no le incumbía, intervino: Mejor que no estés entre los compañeros de fiesta de tu marido, porque te desvelarías por gusto.
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Ya deja de decir tonterías —mandó mi marido, y tráeme un vaso con agua, que esta sed me esta derrotando. Mi suegro, que a esa altura parecía sostener una hoguera invisible bajo la lengua, dijo con voz baja: Creo que sería bueno que aparte de tomar agua, te sientes. Y qué bueno que no esté tu hermanita, porque no quiero que ella sea testigo de esto que voy a decir.
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Mi corazón dio un golpe seco, como cuando se cierra una puerta de madera vieja. Tragué saliva y balbuceé: —Suegro, ¿me regala unos segundos por favor? Con gusto te doy más que eso —replicó—, pero antes déjame terminar. Sacó un sobre de una bolsa plástica de color negro, ese sobre amarillo que guardaba la promesa y la amenaza con la misma tinta.
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Cuando lo deslizó sobre la mesa, el papel raspó la madera y el sonido fue por un instante, la música más cruel del mundo. Mi marido rompió el sello con manos que ya no le pertenecían y sacó unas fotografías. Las imágenes cayeron como hojas secas: yo, tomada de la mano del vecino, frente al zaguán donde las bugambilias morían en abril; yo, apoyada en su hombro, mientras una brisa apagaba las velas de la vecindad. No eran fotos antiguas; tenían el aliento de apenas unos días.
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Sentí entonces la casa girar a cámara lenta: el ventilador del techo quejándose, el perro del vecino aullar dos veces, como si supiera el final de mi historia; el crujir de las tablas del corredor, la persiana golpeando con un compás de funeral. Me levanté, y sentí que me temblaban las manos, y salí sin más equipaje que la culpa que llevaba como un abrigo demasiado ajustado.
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No volví a hablar con mi cuñado; su indecisión era un río en el que no quería volver a mojar mis pies. Al vecino tampoco lo volví a ver; la calle se volvió su recuerdo y mi casa un lugar donde solo quepo yo. Hoy vivo sola; las paredes saben demasiado de mis silencios y la culpa de mis decisiones me aplasta cada día como una lluvia persistente.
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Tú que has llegado hasta aquí, no pienses que una situación así tendrá un final feliz, los finales se escriben como se escribe una factura: con números fríos y sin remordimientos. Piensa antes de actuar, porque en estas historias —donde los objetos hablan y los sonidos te delatan— no siempre hay redención.