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¿Cómo quieres que me aleje, si lo que más deseo es estar cerca de ti? —esa voz, que se quebraba como una rama seca, era la de MI MADRE—. Además, lo hecho, hecho está, y ahora tendrás que hacerte responsable. Porque esto no lo hice sola, y cuando todo sucedió, tú no me rechazaste… al contrario, te acercabas más a mí.
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Me quedé inmóvil, como si esas palabras hubieran caído encima de mí con el peso de un ropero. No entendía a quién se dirigía, ni de qué hablaba con esa crudeza que jamás había escuchado en ella. El murmullo venía de la cocina, arrastrado por el eco de las paredes y el chisporroteo intermitente de la leña en la estufa de hierro.
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La curiosidad me venció, y avancé por el corredor de losa fría, con pasos firmes y un temblor contenido en la garganta. Pero la casa, siempre cómplice de lo que no debía saberse, me traicionó: tropecé con una maceta de barro, y el golpe hizo un estruendo sordo, como un hueso al partirse. Un grito involuntario se me escapó, y mi cuerpo casi besa el suelo.
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El aire de la cocina se cortó de pronto, y en su lugar escuché la carrera precipitada de MI MADRE, seguida por el portazo de la puerta trasera que daba al patio, como si alguien huyera con prisa hacia el amanecer todavía húmedo de rocío. ¡Hija qué haces! —me dijo mi madre con la voz entrecortada, sujetándome de los brazos.
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Ay mamá… no vi la maceta —respondí, frotándome el dedo gordo del pie derecho, que ardía como si lo hubieran puesto en brasas—. No sé quién la volvió a meter aquí, porque yo la había sacado, porque sentía… presentía que algo malo me pasaría con esa maceta. Mi madre evitó mi mirada, y sus ojos se desviaban hacia la puerta del patio, donde aún temblaba el cerrojo por el reciente movimiento.
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Antes de que pudiera preguntar qué o con quién hablaba, mi hermana bajó con pasos leves por la escalera, como si supiera de antemano lo que había sucedido. ¡Uy mujer! —dijo, sonriendo con esa ligereza que nunca me inspiraba confianza—. ¿Qué haces corriendo por el pasillo?, ya ves, por no caminar con cuidado. El eco de su risa llenó la sala, y yo esperé, en silencio, a que detrás de ella apareciera su marido.
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Pero los escalones permanecieron vacíos y mudos. Una ausencia que se volvió sospecha en mi pecho. ¿Con quién hablaba entonces mi madre?, ¿A quién le pedía que se hiciera responsable? El dolor punzante de mi pie era nada comparado con el que me atravesó el alma en ese instante, al pensar que quizás mi madre estaba implicada en lo que yo más temía.
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Pero no quise precipitar juicios sin pruebas ni testigos; sacudí la cabeza, tratando de desterrar esos pensamientos, y con la ayuda de mi madre me dejé caer en el sofá. Mi hermana recogió con calma los restos de la maceta, que se habían esparcido como un secreto roto por el suelo de la sala. La tomó con delicadeza, como si se tratara de un cuerpo herido, y suspiró: Ay no… justo la preferida de mi marido.
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Seguramente él la volvió a entrar anoche, ni modo, ya no tiene remedio —dijo, colocando la planta en un recipiente improvisado. La miré con ternura, y con un nudo en la garganta le pregunté: Y hablando de tu marido, ¿dónde anda que no baja? Ella sonrió con la tranquilidad de quien tiene una respuesta ya preparada: Ni va a bajar. Hoy salió tempranito, antes de las cuatro, porque tenían que entregar un trabajo.
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Entonces mi madre me observó con unos ojos extraños, llenos de un silencio espeso, como si en ellos se reflejara algo que jamás debía decirse, y Yo tampoco dije nada. Fue mi hermana la que quebró el aire enrarecido con una frase ligera, casi como si no pasara nada: Bueno… vamos a ver si desayunamos. Oye MAMÁ… ¿tú crees que es bueno que alguien se vea a escondidas con alguien más? —pregunté con la voz pausada, mientras removía con la cucharita el café que ya se estaba enfriando en mi taza.
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Vi cómo mi madre tragó saliva de golpe, como si las palabras hubieran bajado en forma de piedra por su garganta. Se atragantó con el sorbo de café y casi se ahoga, y la cuchara que tenía en la mano tintineó contra el platillo de porcelana. Pero hija… ¿de qué estás hablando? —dijo con un tono que parecía más defensa que respuesta—. No, claro que no, eso no es cosa de una buena mujer.
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Porque si alguien se esconde, es porque seguramente la otra persona ya tiene un compromiso. No me digas que tú… —y allí bajó la voz— que tú te estás viendo con un hombre casado. Mi hermana, que hasta entonces escuchaba en silencio, puso su taza sobre la mesa con un golpe leve pero firme. Y su sonrisa desapareció como una vela soplada. Oye… sería bueno que no hables mucho con el vecino.
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—Sus ojos se clavaron en los míos—, porque últimamente los he visto reírse mucho, y su mujer se molesta. Además, tú eres joven y soltera, no tienes por qué enredarte en tales situaciones. Yo las miré a las dos, una frente a la otra, y me encogí de hombros. Pero si solo hice una pregunta, Yo no estoy haciendo nada.
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Además, mamá, yo valoro lo que has hecho por mí. Sé que antes de pensar en con quién compartir mi vida, debo terminar mis estudios. —Bebí un sorbo amargo de café y añadí con cuidado—: Pero me queda claro que ni tú ni mi hermana serían capaces de tal cosa… ¿verdad? Mi madre bajó la mirada hacia el mantel, como si buscara allí una respuesta que no podía dar con palabras.
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Claro que no… eso ni lo pienses —dijo al fin, mientras jugueteaba con el borde de la servilleta. Yo suspiré, ha de ser triste para las mujeres que sufren esas cosas… me imagino que muchas ni siquiera saben lo que hacen sus maridos en la calle. Mi hermana me interrumpió con la voz más alta de lo necesario, como si quisiera cubrir un ruido interno que solo ella escuchaba: Pues yo, si algún día me entero de que mi marido anda de ojos alegres, lo dejo en la ruina.
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Mi madre levantó las manos, como quien espanta moscas invisibles. Ya muchachas… ya estuvo bien de hablar de esas cosas. Más bien, terminemos de desayunar, Y tú hija, déjame vendarte ese dedo, que ya veo que se te hinchó. El ambiente parecía querer calmarse, pero en ese instante el teléfono de mi madre sonó.
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No fue un timbre cualquiera: fue uno de esos que hacen vibrar el aire, como si trajeran un mensaje prohibido. Ella miró la pantalla, se puso de pie casi de inmediato y salió al corredor para contestar. Desde la ventana de la cocina, mi hermana y yo pudimos verla de espaldas, con el teléfono apretado contra la oreja, gesticulando en voz baja.
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¿No has notado que mamá anda como muy misteriosa últimamente? —susurré, sin quitarle la vista de encima. Mi hermana torció una sonrisa amarga y murmuró: Sí… yo más bien creo que encontró a alguien. Pero tiene pena de contarnos, Tú sabes, ya son más de veinte años sola.
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Y… ¿no crees que también merece ser feliz? Yo solo moví la cabeza, pegándola contra mi hombro derecho, y guardé silencio. Afuera, el murmullo del viento en el patio parecía querer arrastrar consigo el secreto de mi madre, pero la puerta seguía cerrada, y detrás de ella, su voz en el teléfono sonaba demasiado baja para descifrarla. Mi madre me vendó el dedo del pie con una paciencia que parecía excesiva, como si al mismo tiempo quisiera vendar mis sospechas. Después salió al patio, y con ella se fue la calma de la casa.
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El día transcurrió como un péndulo, lento, pesado, y al final nos reunimos todos en la mesa. El murmullo de los cubiertos contra los platos era el único sonido que acompañaba la cena. Yo intentaba leer gestos, detalles, movimientos mínimos que delataran a mi madre y a mi cuñado, pero no había nada: él hablaba de cosas triviales, ella servía la comida como si nada pesara sobre sus hombros.
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Era imposible adivinar que bajo esa fachada de normalidad podía esconderse un pecado tan grande. Después, cada quien se fue a su habitación. Yo intenté olvidar, dormir, dejar que las sombras se llevaran mis dudas. Pero la madrugada me castigó: el dolor del dedo se había vuelto agudo, como una punzada que atravesaba hueso y piel. Tal vez porque lo había dejado descubierto bajo las sábanas y el frío nocturno se coló como un puñal.
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Eran las tres y media de la mañana cuando decidí levantarme para buscar una pastilla. Pero justo antes de abrir la puerta, vi algo que me congeló la sangre: una silueta cruzó frente a mi ventana. El corazón me latía como un tambor de guerra. Me acerqué con cautela, moví apenas la cortina y vi la espalda de mi cuñado, erguida y decidida, deslizándose por el corredor con pasos suaves, como si conociera de memoria los rincones oscuros de la casa.
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Mi respiración se cortó, y dando leves brinquitos sobre mi pie sano, llegué hasta la puerta. La abrí apenas unos centímetros, y entonces lo vi con mis propios ojos: mi madre asomaba la cabeza fuera de su habitación, mirando a ambos lados del pasillo antes de cerrar la puerta detrás de él.
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El golpe en mi pecho fue tan fuerte que pensé que se me notaría hasta en la piel. La boca se me secó y un escalofrío me recorrió la espalda. No podía creer lo que estaba sucediendo: mi madre, mi propia madre, con el marido de mi hermana. Apoyé la frente contra la pared, temblando. Pensé en mi hermana, seguramente roncando en su cuarto, ajena al horror que pasaba bajo su mismo techo.
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Pobrecita, inocente en medio de una traición que venía no solo de su esposo, sino de su madre. Me fui lentamente hasta quedar frente a la puerta de ella, incapaz de contener la tentación de escuchar. Y lo que oí me partió en dos, mi hija como que sospecha —decía mi madre, con la voz baja pero clara—. Creo que nos vio ayer por la mañana, mejor piensa qué vamos a hacer. No quiero que se entere de la peor manera.
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La voz de mi cuñado se escuchó áspera, inquieta: Pero tú sabes que esto no fue planeado. Sucedió así, nada más, Y yo nunca te prometí nada. No sé cómo no te cuidaste… y más raro aún, que todavía hayas quedado en cinta. Sentí que el suelo se hundía bajo mis pies, mi madre respondió con un tono entre orgullo y rabia: ¿Cómo que no?, ¿Acaso crees que soy tan vieja? Apenas tengo cuarenta años… Retrocedí, con el cuerpo helado, quería convencerme de que todo era una pesadilla, que en cualquier momento despertaría. Pero el frío
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del pasillo, las voces tras esa puerta, el dolor punzante en mi pie… todo me decía que era real. Regresé a mi habitación, cerré la puerta con cuidado y me hundí en la cama. Allí, con los ojos abiertos en la oscuridad, me repetía una y otra vez: no puede ser, no puede ser mi madre. No podía apartar de mi cabeza la imagen de mi madre enredada en aquella situación con mi cuñado.
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Era como un veneno lento que me recorría la sangre, haciéndome hervir por dentro y temblar por fuera. La madrugada seguía allí, colgando pesada en las cortinas. El reloj marcaba las seis y media, y yo seguía con los ojos abiertos. Entonces, unos golpes suaves sonaron en mi puerta. Después, la voz de mi madre, quebrada, como si le costara atravesar la madera: Hija… ¿ya despertaste?, ¿Puedes abrir la puerta? Entra mamá —respondí sin levantarme—, está abierta.
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Ella empujó la puerta despacio, como si temiera encontrarme convertida en otra persona. Se asomó con su bata arrugada, y apenas cruzó el umbral dijo: Uy hija… no deberías dejar la puerta abierta. Yo me incorporé en la cama, con la mirada fija en ella. Entonces mamá —dije con la voz seca— es mejor dejarla con llave… para abrirla en la madrugada como tú lo haces.
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La frase quedó flotando en el aire, como un pájaro muerto que nadie se atreve a recoger. Mi madre parpadeó, se llevó una mano al pecho y murmuró: Oye hija… ¿de qué hablas? Moví la cabeza en un gesto de negación y solté, sin poder contenerme: Mamá, no te hagas la inocente. Tú sabes muy bien de qué hablo.
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¿Cómo es posible?, Tú, que siempre me dijiste que eso no era de una buena mujer… Nunca pensé que serías el verdugo de tu propia hija. Nunca imaginé que tú, que debías velar por ella, serías quien le echara todo abajo. Mi madre dio un paso hacia mí, y por primera vez la vi más pequeña que yo. Se sentó al borde de la cama y me tomó la mano. Hija… por favor, perdóname, es que no sé qué me pasó. Aparté la mano con suavidad, como si me quemara.
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Mamá, a mí no me debes ninguna explicación, Yo no soy perfecta. Pero sí deberías ir pensando cómo se lo vas a decir a mi hermana. Ella bajó la mirada al suelo, donde la luz de la ventana formaba un rectángulo pálido. Hija… ¿qué tal si nos vamos lejos de aquí?, a un lugar donde nadie nos conozca. Yo sé que lo que hice no está bien, pero no quiero perjudicar más a tu hermana.
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Es mejor que ella no sepa nada y que esto quede solo entre tú y yo. ¿Mamá? —le interrumpí con la voz temblorosa—. ¿Quieres que yo me esconda y que huya por algo que no he hecho? ¿Qué me convierta en tu cómplice, dejando a mi hermana en manos de un hombre que no vale nada? Porque si lo hizo contigo, imagínate… es capaz de hacerlo una y otra vez.
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¿Quién va a defender a mi hermana si no soy yo? No mamá, creo que tú debes arreglar tus cosas, y déjame a mí fuera. Mi madre se levantó lentamente, como si cada palabra que había escuchado pesara más que su propio cuerpo. Y salió de mi habitación sin volver la vista atrás. Me quedé una hora más, inmóvil, mirando el techo como si en él estuvieran escritas las respuestas. Cuando por fin me levanté, busqué a mi madre por toda la casa, pero no la encontré.
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Su cuarto estaba vacío, y las cortinas del patio abiertas. Han pasado tres días desde entonces. Mi hermana ya se enteró: su propio marido se lo confesó todo. Y yo sigo aquí, con una mezcla de rabia y tristeza, pensando en lo que mi madre hizo.
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Terminó con esto: los hijos son una bendición, y nuestro deber como padres es velar para que ellos tengan una vida plena, y nunca ser quienes les trunquen la felicidad.