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Mi compadre me miraba con esos ojos suyos que parecían escáneres, capaces de atravesar no solo el vestido, sino también las intenciones. Mire nomás comadrita —dijo con una voz que olía a café recién colado y a melancolía antigua—, a veces no sabemos vivir. A veces da rabia y uno dice: ¿por qué no fui yo el afortunado?, ¿por qué no fui yo el de la suerte? Tan bella, elegante y joven que es usted… yo, si fuera su marido, no saldría ni a la esquina. Estaría pendiente de usted, de lo que necesita, de su voz, de sus gestos…
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Mientras mi compadre hablaba, yo jugueteaba con los tirantes del vestido rojo que llevaba puesto. Era de seda, y cada movimiento soltaba un susurro, como si la tela respirara conmigo. Sentí un rubor que me subió desde la planta de los pies hasta la coronilla, un calor que me avergonzaba y me reconfortaba al mismo tiempo. Tengo veintidós años y apenas uno de casada.
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Aún no soy madre, y la naturaleza —caprichosa como es— me ha conservado la figura. Y aparte de que la naturaleza ha sido muy generosa conmigo. Y eso que para unas es bendición, para mí se ha vuelto motivo de discusión. Más de una vez he escuchado cómo las mujeres cuchichean a mis espaldas cuando paso; sus maridos, en cambio, bajan la voz o fingen buscar algo en el suelo para ocultar lo que sus ojos confiesan.
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Miré a mi compadre con una mezcla de tristeza y gratitud, y dije: Ay compadre, ojalá mi marido pensara como usted. Mire, dejarme así… en pleno cumpleaños, y Yo que me arreglé solo para él. El aire olía a pollo asado y a soledad. En la mesa, el mantel blanco estaba impecable, los cubiertos relucían bajo la luz amarillenta de la lámpara, y el vino —que debía ser brindis— seguía sin descorcharse.
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Mire Compadre, hasta el pollo parece triste de que no se lo van a comer. Imagínese compadre: yo esperando un regalo, y mi esposo me sorprende con que está detenido. Dije aquello con la voz entrecortada. No supe si fue rabia o pena, pero las lágrimas me quemaron los párpados antes de poder contenerlas.
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Lamento haberlo llamado a esta hora —añadí bajando la mirada—. Es que no sabía a quién más recurrir, espero no haberlo incomodado. Mi compadre soltó una risa suave, casi paternal, aunque en el fondo de sus ojos se escondía algo más denso. Para nada comadrita; para mí es un gusto poder ayudarla. Y si me permite, déjeme felicitarla, no le pregunto cuántos años cumple, porque dicen que eso no es de caballeros… Sus palabras se fueron apagando mientras se acercaba.
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Pude sentir el roce de su aliento tibio y el leve aroma a colonia fina. Me abrazó, y sus brazos fuertes y seguros, me envolvieron de un modo que no supe interpretar. No era un abrazo cualquiera, era más largo, más firme, más humano de lo que la prudencia permite. Yo permanecí inmóvil por un instante, y sentí el reloj detenerse, las velas murmurar con su fuego y hasta el pollo crujir dentro del horno, como si también él entendiera lo que pasaba.
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Me aparté suavemente, con una sonrisa que se me quebró en los labios. Mil gracias compadre… —alcancé a decir. Él bajó la mirada, tomó las llaves de su bolsa y con voz grave, dijo: Bueno, vámonos comadrita, vamos a ver cómo sacamos a ese hombre de allí. Yo salí detrás de él para cerrar con llave la puerta. Mi compadre caminaba delante de mí con paso firme, las llaves tintineaban en su mano como campanillas de advertencia.
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Cuando abrió la puerta de su camioneta, el chirrido de las bisagras me recordó que no había oído nada tan humano en toda la tarde. Suba comadrita —dijo con voz serena, aunque sus ojos me recorrieron de un modo que me hizo bajar la vista. Me senté y el asiento estaba tibio y olía a cuero viejo y a perfume de hombre.
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Encendió el motor, y el rugido del vehículo quebró el silencio de la calle como un trueno. A lo lejos, un perro ladró tres veces y luego calló, como si entendiera que lo nuestro no debía interrumpirse. Mientras avanzábamos, las luces amarillas de los postes se reflejaban en el parabrisas, y el resplandor dibujaba destellos sobre su rostro.
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Me quedé observándolo de reojo: la forma en que apretaba el volante, cómo su mandíbula se tensaba cada vez que miraba hacia mí. Compadre, le dije casi en un susurro, yo no sé si hice bien en llamarlo. Hizo lo correcto, respondió sin apartar la vista del camino. Las mujeres no deben andar solas a estas horas, y menos… mujeres como usted.
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Su frase me estremeció, y no supe si agradecerle o pedirle que no continuara. Bajé la mirada hacia mis manos y me di cuenta de que llevaba puesto el anillo de bodas. Brillaba débilmente bajo la luz, como un testigo mudo de mis dudas. La radio encendió sola, o eso creí, y una canción vieja empezó a sonar, una melodía lenta de bolero, de esas que parecen hechas para decir lo que uno calla. Y él subió apenas el volumen.
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Qué casualidad —murmuró—, esta canción sonaba la noche que me casé. ¿Y fue feliz compadre?, pregunté, más por llenar el silencio que por curiosidad. Fui… hasta que empecé a ver más allá de mi casa, hasta que conocí a una bella mujer, respondió, y me lanzó una mirada que pesaba más que cualquier palabra.
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No supe qué contestar, sentí que el vestido me apretaba el pecho, que el aire escaseaba. Afuera, las sombras de los árboles pasaban rápidas, proyectando figuras extrañas sobre el vidrio. Una de ellas parecía una mano extendida hacia mí, y por un segundo tuve el impulso absurdo de tomarla. ¿Sabe qué es lo que más me duele comadre? —dijo de pronto, rompiendo el silencio—.
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Que uno siempre llega tarde, que cuando uno por fin se atreve a mirar de frente lo que desea, ya tiene nombre ajeno. El sonido de esa frase me atravesó como una campana profunda. En mi mente, las palabras se mezclaron con el eco de mi respiración. Quise decir algo, pero mi voz no salió, solo logré mirar hacia el camino, fingiendo serenidad. Compadre —le dije al fin—, mejor apuremos, no quiero que amanezca y sigamos dando vueltas.
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Sí, respondió con un tono extraño, ya falta poco. La lluvia comenzó a caer de repente, primero en gotas aisladas, luego en ráfagas que golpeaban el techo metálico con furia. El sonido era tan fuerte que apenas nos oíamos. Él bajó la velocidad y encendió los limpiaparabrisas.
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El movimiento rítmico de las escobillas parecía marcar el pulso de algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. Por un instante, el vehículo se detuvo frente a un semáforo que parpadeaba en rojo. Las gotas resbalaban por el cristal como hilos de mercurio, y sus reflejos me distorsionaban el rostro. Me sentí ajena, como si me observara desde otro cuerpo.
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Él giró hacia mí, no debería estar sola esta noche, me dijo. No lo estoy compadre —contesté, aunque no supe si lo dije para tranquilizarlo o para engañarme. El semáforo cambió a verde, pero ninguno de los dos se movió. Solo el sonido de la lluvia llenaba el espacio entre nosotros, mezclado con el olor del perfume, el cuero y el miedo.
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Fue entonces cuando sentí su mano rozar la mía, leve, temblorosa, como quien pide permiso a través del silencio. No aparté la mano, pero tampoco la tomé, el corazón me golpeaba el pecho con una violencia que creí audible. Tragué saliva y logré articular, compadre creo que esto no esta bien.
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Ya casi llegamos —dijo él, al fin, y seguimos el trayecto sin decir una palabra más. Afuera, la noche se había vuelto una sola mancha gris, y la ciudad, con sus luces apagadas, parecía dormida… o cómplice. Mi compadre estacionó la camioneta frente a la entrada de la comisaría. El motor se apagó, pero el silencio que le siguió pesaba más que el ruido.
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Solo se oía el zumbido de los insectos golpeando contra el farol y el goteo constante del agua desde el techo. Espéreme aquí comadrita —me dijo con voz baja, casi paternal—. Voy a hablar con el sargento, es conocido mío. Asentí, aunque sabía que no podría quedarme quieta. Lo vi alejarse bajo la luz amarilla del farol, corriendo para evitar mojarse. Me quedé sola dentro del vehículo, y entonces todo se hizo más claro: el espejo retrovisor devolvía mi imagen deshecha, con el rímel corrido y el cabello pegado al rostro.
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El vestido rojo se me había arrugado en la cintura, y los tirantes ya no parecían de seda, sino de culpa. El anillo seguía en mi dedo, brillando con un destello ciego, como si no quisiera soltarme. A lo lejos se escuchó el quejido de una puerta metálica, luego pasos, voces apagadas, y el sonido de llaves chocando.
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Esa sinfonía de hierros y murmullos me estremeció, y sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Mi mente, obstinada, comenzó a fabricar imágenes de mi esposo, de pronto, la puerta del copiloto se abrió. Venga comadrita —dijo mi compadre—. El sargento me debe un favor, ya está todo arreglado. Bajé de la camioneta y el viento me golpeó el rostro. Entramos a la comisaría, donde el aire olía a humedad y tinta vieja.
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Había un ventilador en el techo que giraba lentamente, con un chirrido que marcaba el paso del tiempo. En la pared, un retrato del presidente colgaba torcido, y debajo de él, un policía dormía con la gorra sobre el rostro. Mi esposo estaba allí, sentado en una banca de hierro.
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Tenía las manos entrelazadas, la mirada perdida y la camisa manchada de barro. Cuando me vio, su rostro se contrajo entre la vergüenza y el alivio. No era nada, solo un malentendido —dijo el sargento desde su escritorio, sin mirarnos—. Lo confundieron con otro tipo, Ya puede irse. Mi compadre se adelantó a decirme: ¿Ve comadrita?, todo se arregló, no había por qué preocuparse. Pero mi esposo no dijo nada.
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Solo me miró con un rencor silencioso, con esa mirada que hiere más que una palabra. Me acerqué despacio, pero antes de hablar, él se levantó. ¿Lo llamaste a él?, preguntó con voz seca. Fue el único que contestó el teléfono, dije. El sargento fingió revisar papeles, y mi compadre, incómodo, se quitó la gorra.
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No es momento para ponerse a discutir compadre, añadió él, intentando suavizar la tensión—. La comadre estaba sola, preocupada… Mi esposo lo interrumpió con una carcajada amarga. Claro, preocupada —repitió—. Con ese vestido rojo que se pone solo cuando hay algo que celebrar. Ya veo le dije, aparte de que vengo por ti, y de que tú te has olvidado de que hoy es mi cumpleaños, también vienes con tus celos.
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Y mírate con esa camisa rota y sucia, más bien tú eres quien saber que realmente estabas haciendo. Vámonos a casa, y espero que el camino se te quité un poco el trago de la cabeza. Salimos los tres, y afuera, la lluvia había cesado. El aire era espeso y quieto, como si el mundo esperara algo más. Caminamos hacia la camioneta sin mirarnos.
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El camino de regreso fue un silencio prolongado, apenas roto por el canto lejano de un gallo confundido con la madrugada. Cuando llegamos frente a mi casa, mi esposo bajó sin decir una palabra. Entró y cerró la puerta con un golpe seco. Yo quedé un instante bajo la lluvia leve, viendo cómo el farol de la esquina parpadeaba.
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Mi compadre aún estaba junto al volante, Comadrita… dijo, sin terminar la frase. Lo miré, y entre los dos hubo un silencio que lo dijo todo. Le di las gracias con un hilo de voz, tomé mi bolso y cerré la puerta sin mirar atrás. Cuando entré, el pollo seguía sobre la mesa, frío, intacto. Las velas ya se habían consumido, y el reloj, testarudo, marcaba la una.
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Me senté frente al mantel arrugado, observé el anillo en mi mano y pensé, sin saber por qué, que quizás aquella noche no había sido mi cumpleaños… sino el principio de otra cosa. Desperté con un nudo en la garganta y el vestido rojo aún sobre el respaldo de la silla, desmayado como si también hubiese llorado. Mi esposo dormía a mi lado, de espaldas, con la respiración pesada y la camisa aún puesta.
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Entre nosotros había un silencio que olía a ceniza. Me levanté despacio, procurando no hacer ruido. El suelo de madera crujió bajo mis pies, y en ese crujido sentí un reclamo. Sobre la mesa de la cocina, el pollo de la noche anterior seguía intacto, pero el vino ya no estaba. Con razón este hombre sigue dormido, me dije a mi misma.
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El reloj marcaba las siete, y desde el patio llegaba el murmullo de las hojas movidas por el viento, y el sonido distante de una radio vecina donde una voz anunciaba el pronóstico del tiempo. Decía que llovería otra vez. Yo lo supe antes de oírlo: el aire traía ese olor metálico, esa promesa de tormenta que presagia los días difíciles.
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Me senté frente a la ventana con una taza de café que temblaba entre mis manos. Cada sorbo me sabía a desvelo. Pensé en la noche anterior, en la mirada del compadre, en el peso de aquel abrazo que se había quedado adherido a mi piel como un perfume ajeno. Pensé también en mi esposo, en su silencio, en esa forma suya de castigar sin decir palabra, y en cómo algo invisible había comenzado a fracturarse entre nosotros.
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Fue entonces cuando escuché los pasos afuera. Primero lentos, luego más seguros, la verja chirrió, y supe que era él, mi compadre. Me asomé con cautela, y lo vi, venía con una camisa blanca recién planchada, y un ramo de flores envueltas en papel periódico. El color de las flores —rojas, intensas, casi desafiantes— me hizo pensar que el destino también tenía su manera de burlarse.
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Tocó suavemente la puerta, ¿Comadrita? —dijo su voz desde el otro lado—. No quiero molestarla, pero necesito entregarle algo. Miré hacia la habitación: mi esposo seguía dormido, o fingía dormir. Fui hasta la puerta y abrí apenas una rendija. El aire de la mañana entró cargado de olor a tierra mojada y a promesa.
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Compadre… ¿a esta hora? —pregunté, con la voz apenas sostenida. Perdóneme —dijo él—, pero me pareció que debía traerle esto. Sacó un sobre doblado de su bolsillo, y al extenderlo, sus dedos rozaron los míos. No lo lea todavía, hasta que yo me vaya, y miré le traje también estas flores, creo que se merece esto y más por lo de su cumpleaños.
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No supe qué responder, Yo solo asentí, guardando el sobre en el bolsillo del delantal. Gracias compadre, Entiendo —dije, aunque no entendía nada. Él respiró hondo, giró para irse y antes de cruzar la verja, dejó el ramo de flores sobre el muro. Búsqueles un bonito lugar comadrita. No todas las flores nacen para adornar un pecado —dijo, sin mirarme, y se alejó por la calle que comenzaba a llenarse de sol.
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Me quedé observando las flores, rojas como la culpa, inmóviles sobre el muro. El viento movía sus pétalos con una ternura que dolía. Al voltear a ver, vi a mi esposo que estaba de pie en la puerta del dormitorio, con los brazos cruzados y la mirada fija en el ramo. ¿Quién vino tan temprano? —preguntó, con esa calma que antecede a las tormentas.
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El compadre —respondí—, solo trajo esto, por lo de mi cumpleaños. Qué detalle —dijo él, sin apartar la vista de las flores. Luego añadió, con una sonrisa amarga—: Hay hombres que saben llegar tarde… pero llegan. No supe si aquello era un reproche o una confesión. Me quedé quieta, escuchando el tictac del reloj, el goteo en la pila, el sonido lejano del mercado despertando.
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El día comenzaba, pero dentro de mí era todavía la misma noche. Leí la nota y decía: comadre, no sé si usted sienta lo mismo que yo. Pero prefiero alejarme ahora que aún puedo, porque no quiero que su matrimonio se derrumbe. Y hasta hoy no lo hemos vuelto a ver, se fue de la ciudad a vivir lejos.