Mi COMPADRE HIZO el FAVORCITO.

  • Comadre, disculpe —dijo con voz queda, bajando la  mirada—. No sé si sea correcto o incorrecto… o tal vez no debería preguntar. Pero es que últimamente  he notado que mi compadre anda de mal humor, como si algo le pesara por dentro. ¿Ah sí?, respondí fingiendo sorpresa, mientras revolvía el azúcar en mi taza, solo para  tener algo que hacer con las manos—.
  • No compadre, la verdad no le entiendo nada. Me amarré el  cabello con un gancho que encontré sobre la mesa, un gancho torcido que parecía tan  cansado como yo. El compadre me miraba, pero no como quien observa, sino como quien mira  más allá de lo que no se atreve a preguntar. B
  • ueno comadre, lo que pasa es que dicen…  —hizo una pausa larga, como si las palabras pesaran demasiado—, no me consta, pero  cuando un hombre anda siempre malhumorado, es porque algo se le está negando en casa. Bueno  más claro comadre, lo que quiero decir es que… —empezó de nuevo, pero en ese instante se  oyó el chirrido de la puerta principal. Yo sabía exactamente lo que él me quería  decir, pero lo que no entendía era porque él quería que entablara una conversación con él  acerca de ese tema.
  • Entonces entró mi cuñada, con su voz afilada y ese perfume que siempre  dejaba rastro por toda la casa. Uy cuñada, ¿y a dónde tan elegante? —dijo alzando una ceja—.  Oye, pero qué linda te ves con ese vestido. Yo sonreí, tratando de que mi respiración  no delatara el temblor que me recorría. Gracias cuñadita, tú siempre tan linda, voy  a una cita con mi médico —contesté mientras alisaba con las manos la tela del vestido—.  Tú sabes… a ver si por fin voy a ser mamá.
  • Vi como mi compadre estiró las cejas y una medio  sonrisa se dibujo en su rostro, mientras asentía con la cabeza. Como diciendo, vaya que sorpresa. Mi vestido es de color lila, con tirantes delgados que se deslizaban apenas sobre mis hombros.  Mi cuñada me abrazó con esa efusividad suya, y sentí sus brazos rodearme mientras me  decía, casi en tono de reto: Pues espero ser tía lo antes posible cuñada. No es por  nada, pero ustedes como que ya se tardaron.
  • Reí con un gesto forzado, de esos que uno  aprende a practicar frente al espejo, y traté de no mirar al compadre, aunque sentía su mirada  recorrerme como si me leyera palabra por palabra. Él se aclaró la garganta y dijo con voz firme,  casi solemne: Qué bueno comadre, esa sí es una buena noticia. Me uno a su cuñada, la felicito de  antemano, dicen que ser padre es una bendición.
  • Creo que por ahí está el asunto de mi compadre  —añadió con tono pensativo—. Si va para el centro, puedo llevarla si gusta. El sonido de las  llaves tintineando en su bolsillo llenó el silencio que dejó su ofrecimiento. Era un  sonido pequeño, pero bastó para que mi corazón se agitara como si anunciara algo inevitable.
  • Porque como no está su marido —continuó él, mientras jugueteaba con una de las llaves entre  los dedos—, pues no tengo más que quedarme a hacer nada aquí. Mi cuñada soltó una risa que sonó  hueca, rebotando contra las paredes del corredor. ¿Quién dice que no?, dijo con tono burlón, puede  quedarse y hacer los oficios. El compadre no respondió. Solo sonrió, con esa media sonrisa que  no deja ver si es ironía o anhelo.
  • Luego metió la mano al bolsillo, sacó las llaves y las sostuvo  frente a mí, ¿Qué dice comadre?, preguntó en voz baja, tan baja que mi cuñada no alcanzó a oír. Tomé aire, fingí que buscaba algo en mi bolso para no revelar el temblor de mis  manos, y contesté con un hilo de voz: Bueno… pues si me hace el favor, vámonos entonces.
  • Tomé mi bolso, uno de cuero marrón con la hebilla desgastada, y lo coloqué sobre mi hombro. Comadre por favor véngase aquí  junto a mí, dijo mi compadre, sonriendo mientras giraba la llave del carro, si  no voy a parecer su taxista. Yo ya tenía la mano en la manija de la puerta trasera, pero me detuve. Ay compadre, es que me da pena, respondí tratando de disimular la risa. Qué tal si lo ve su novia y  piensa que usted anda con alguien más.
  • El compadre soltó una carcajada seca, de esas que dejan un  eco breve, y mientras se señalaba con el pulgar, dijo: ¡Qué bueno fuera que hubiera novia!,  todavía nadie ha querido a este caramelito. Abrió la puerta del copiloto con un ademán  amable, y el aire de la tarde se coló en el carro con un olor a polvo caliente y gasolina  vieja.
  • Me subí despacio, cuidando que el vestido no se arrugara. Era un movimiento simple, pero el  tirante delgado del vestido rozó mi hombro y noté, de reojo, cómo su mirada se detenía allí,  suspendida apenas un segundo más de lo necesario. Para romper el silencio, hablé de lo primero  que se me vino a la mente. Compadre, no vaya a pensar mal de mí, dije mientras acomodaba  mi bolso sobre las piernas, pero no será que usted es medio tacaño, o qué le pasa.
  • Porque he  visto cómo mi vecina lo mira, y yo me pregunto… Él soltó una risa breve, casi divertida,  mientras ponía el carro en marcha. El motor rugió como un animal viejo, y el retrovisor vibró  por unos segundos antes de estabilizarse. Pues no comadre —respondió con voz tranquila—. Tacaño no  creo que sea, o tal vez sí, uno nunca sabe cómo es hasta que le dicen. Pero considero que  no, porque Yo, lo que quiero me lo compro.
  • La brisa que entraba por la ventanilla levantó  un mechón de mi cabello, y el compadre, sin dejar de mirar al frente, añadió: Y con  respecto a su vecina… no digo que esté mal, pero a mí no me llama la atención. Es que me  parece un poco anticuada, ¿sabe? No como usted, que siempre se arregla muy bien.
  • La verdad comadre, es que usted impone con su presencia. Es una mujer muy bella,  con todo respeto claro. Muchas gracias compadre, me halaga con sus palabras. Y pues la verdad, creo  que usted también es un hombre muy atractivo y simpático. Él giró apenas el rostro hacia mí, sin  dejar de mirar la carretera, con esa sonrisa suya que nunca termina de mostrarse del todo.
  • Ah comadre —dijo inclinando la cabeza—, pensé que era guapo. Y soltó una carcajada  que llenó el interior del carro, rebotando en el parabrisas como si hasta el aire se  contagiara de su humor. Yo lo miré de reojo, fingiendo que buscaba algo dentro de mi bolso, y  contesté: Bueno, usted no es nada feo compadre. Volvió a reír, ah pues muchas gracias, entonces  ya sé por qué no tengo novia.
  • Seguro soy solo eso: un poco atractivo y carismático… y no tan feo.  Cállese compadre —le dije entre risas, dándole un leve golpecito en el hombro. Yo no dije eso, pero  debe entender que yo no puedo decirle o halagarlo tal como es, porque se puede mal interpretar,  yo estoy casada y usted es mi compadre. Él giró lentamente la cabeza hacia mí, y por  un instante nuestros ojos se encontraron.
  • Pero sí, compadre… usted es bonito, bastante  guapo. Vaya, ya se lo dije, quédese contento. Aunque es lo que no logro comprender, pues  siento usted también guapo, pues siga solo. El compadre soltó una carcajada suave, diferente  a las anteriores, más baja, casi como un suspiro. Eso es lo que me gusta de usted comadre —dijo  con voz pausada—, que siempre está feliz, y siempre encuentra el mejor camino para salir  del paso.
  • El motor ronroneaba constante, y entre ese ruido y el ritmo de nuestras respiraciones,  sentí que algo invisible, algo que ninguno de los dos quería nombrar, se extendía como  una brisa tibia entre los dos asientos. Mi compadre estaba sentado en la sala de espera cuando salí del consultorio.
  • Cuando me vio, se  levantó con una sonrisa que le suavizó el rostro, y esperó a que terminara de despedirme del médico. Compadre, pensé que se había ido, le dije algo sorprendida. No, comadre —respondió, ajustándose  el cuello de la camisa—. Me pareció bueno quedarme a esperarla, pues no sé… pero lo bueno que le pasa  a usted me da alegría a mí. Tengo que conformarme con eso, aunque sea —añadió con una sonrisa  breve, tan triste que me dolió en el pecho.
  • Ay compadre, ¿lo que usted dice?, ¿A  qué se refiere?, No le entiendo —dije, intentando sonar ligera. Él me miró de una forma  que me desarmó. Comadre no parece tan feliz, me dijo, y Yo bajé la mirada. Tenía tantas ganas de contarle lo que realmente pasaba entre mi marido y yo… pero  algo me frenaba.
  • No sabía si era la vergüenza, el miedo o esa prudencia que uno aprende con los  años, la que nos enseña a callar lo que duele. Sin embargo, dentro de mí había una necesidad  desesperada de soltarlo todo, de liberar ese nudo que me apretaba el pecho desde hacía meses. El compadre pareció leerme el pensamiento. Y entonces comadre… —dijo con suavidad—, ¿va a ser  madre como quería, o qué pasó? Tragué saliva, y mi sonrisa fue un gesto forzado,  una forma de no quebrarme frente a él.
  • Compadre, ¿tiene tiempo para que nos tomemos  un café? —pregunté casi en un susurro—. Me gustaría hablar con usted… no sé, quizá pueda  aliviar un poco mi pena. Él me miró fijamente, y la sonrisa que traía se desvaneció como una vela  que se apaga sola, y en sus ojos se asomó algo parecido a la tristeza, o quizá la compasión.
  • Claro que tengo tiempo para usted comadre —respondió con voz grave—. Venga, que no hay  pena que no se alivie con una buena charla. Y quizá lo que le pasa no sea tan grave, solo  que tal vez usted no lo está viendo con calma. Salimos juntos, y afuera el aire de la tarde  estaba tibio y olía a pan recién horneado, y a humo de escape.
  • Los carros pasaban lentos,  y vi un niño que vendía flores marchitas en la esquina. El compadre me ofreció el brazo,  un gesto que parecía inocente, pero que me estremeció al sentir su piel rozando la mía. Venga, dijo con voz baja, aquí enfrente hay una cafetería. Cruzamos la calle, las luces  del negocio parpadeaban en tonos dorados, y el sonido del molinillo triturando los granos  de café, se mezclaba con un bolero que salía de una vieja radio apoyada en el mostrador.
  • El aroma  del café tostado llenó el aire, y por un momento sentí que la vida podía volver a tener sabor. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana, y el compadre dejó su gorra sobre  la silla vacía frente a nosotros, y apoyó los codos en la mesa. Yo lo miré a los  ojos, sabiendo que si abría la boca ya no habría regreso. Pero antes de decir algo, un joven  se acercó para preguntar que queríamos tomar.
  • Mi compadre me miró y dijo: bueno yo quiero  un cafecito bien cargando, la señora no sé que querrá. Yo miré al joven y le dije: a mí  tráigame un té de manzanilla. Perdone señora, ya solo tenemos de menta y Jamaica. Asentí con la cabeza y le pedí que me trajera el de Jamaica.
  • El café del compadre llegó humeante, y el vapor se elevó entre nosotros como una cortina que  apenas ocultaba lo que estábamos a punto de decir. El compadre movía despacio el azúcar en su café, como si cada vuelta del cucharón removiera también  sus pensamientos. Entonces comadre, aquí estoy, dijo sin levantar la vista, y soy todo oídos. Yo lo miré un momento antes de hablar.
  • No era fácil decir lo que traía dentro; había  palabras que pesaban como piedras. Compadre —le dije en voz baja—, no es que desconfíe  de usted, pero quiero que me prometa que nada de lo que hablemos aquí saldrá de su  boca. Que todo quede entre nosotros dos. Él alzó la mirada, y en sus ojos había una  seriedad que pocas veces le había visto.
  • Claro comadre, faltaba más —respondió con firmeza—.  Yo soy una tumba cuando se trata de secretos, y además, yo no haría ni diría  nada que pudiera perjudicarla. El vapor del café subía entre  nosotros como una neblina tibia. Lo miré de frente y sin poder evitarlo, le  pregunté: Compadre, antes de que yo diga algo… dígame usted, ¿por qué esas atenciones conmigo?  ¿Por qué me trata tan bien?, a veces me confunde.
  • Él dejó la cucharita sobre el plato y me tomó  la mano con una suavidad que me sorprendió. Su palma era cálida, y tembló apenas un segundo  antes de apretar la mía. Pues comadre… —dijo con un suspiro—, ¿no se ha dado cuenta de que  yo siento algo más de lo que debería por usted? Tragué saliva, y el corazón me latía tan  fuerte que creí que se oiría por encima del murmullo del café. —¿Cómo dice usted eso  compadre? —alcancé a susurrar.
  • Él se encogió de hombros, con una serenidad que me desconcertó. No veo nada malo en sentir —respondió—. Y tampoco creo que sea pecado querer, pero, lo mío no es  importante. No me haga caso, más bien cuénteme qué le pasa, a ver si puedo ayudarla. Tomé un  sorbo del té que se había enfriado. El sabor amargo me llenó la boca y me empujó a hablar.
  • Mi marido es estéril —dije al fin, con la voz quebrada—. Él no lo sabe, decidí hacerle un  examen a escondidas. Últimamente anda de mal humor, como usted dice, y la razón es que me  culpa a mí. Dice que yo no sirvo como mujer, que no puedo darle descendencia. El compadre  bajó la mirada, y Yo me quedé casi sin respirar. No sé cómo decirle la verdad, no sé cómo la va  a tomar.
  • Yo lo amo, lo amo con todo mi corazón… y haría lo que fuera por verlo feliz. Por eso  pensé… —hice una pausa, buscando el aire que me faltaba— que quizá usted podría ayudarme.  Él frunció el ceño, sin comprender del todo. ¿Ayudarla?, y ¿Cómo? Pues… —dije sintiendo que  las palabras me pesaban como plomo—, si él no puede, tal vez usted… podría ayudarme a darle  descendencia. Aunque no sea directamente de él.
  • El silencio se hizo espeso, casi palpable, y  solo se escuchaba el zumbido del ventilador en el techo, y el sonido de una taza  que alguien dejaba caer en otra mesa. El compadre me miró largo rato, con una  mezcla de ternura y desconcierto. Luego me tomó nuevamente la mano.
  • Comadre, dijo con voz  baja pero firme—, entiendo su desesperación, y entiendo lo que siente por su  marido. Pero si yo dijera que sí, no estaría haciéndole un favor,  estaría aprovechándome de su dolor. Retiró la mano lentamente, y sus ojos se  humedecieron un poco. No puedo ayudarla con eso, pero sí puedo decirle algo… yo también la  quiero.
  • Y si algún día decide buscarme, no para un favor, sino porque así  lo sienta, yo estaré esperándola. Porque entonces la descendencia vendría por  amor verdadero, y no para engañar a otro. Se levantó despacio, dejando unas  monedas sobre la mesa. Perdóneme —dijo—, pero creo que no puedo con esto. Lamento no poder  ayudarla, espero que me entienda.
  • Tomó su gorra, lo apretó contra el pecho, y antes de salir,  me miró una última vez, con esa mirada que uno se lleva a la memoria para siempre. Que tenga una bella tarde comadre, y se fue. El bolero seguía sonando,  pero ahora parecía hablarme solo a mí. El té se había enfriado del todo, y yo seguí  allí, mirando el humo del café que aún salía del asiento que él había dejado vacío, como si en ese  vapor se disipara todo lo que nunca nos dijimos.