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Mi compadre estaba justo frente a mí, y al lado de mi marido. Su mirada se detenía en mis manos cada vez que movía el tenedor, como si quisiera descifrar en mis dedos algún secreto invisible. Sabe compadre —dijo él alzando su copa—, creo que usted es un hombre afortunado. N
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o cualquiera tiene por esposa a una dama tan elegante, tan hermosa… y tan buena cocinera. Déjeme decirle comadre, que tiene buena mano para la sazón. Sentí el calor subirme por el cuello, y fingí una sonrisa, bajando la vista hacia el plato donde el reflejo de la lámpara oscilaba sobre el caldo. Mi marido se rió, esa risa suya que siempre me resultaba más una advertencia que una muestra de humor.
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Giró la cabeza hacia él y dijo: Compadre, creo que la afortunada es ella. Si sabe cocinar, es porque yo le pagué el curso. Si se ve elegante, es porque yo le compro la ropa que la adorna… y ni hablar de las joyas, que valen más de lo que usted imagina. Sus palabras cayeron como monedas sobre la mesa, frías y ruidosas.
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Yo tragué saliva; el vino se me atoró en la garganta y sentí cómo las mejillas se me encendían, igual que las brasas del quinqué. No dije nada, solo giré la copa con los dedos temblorosos, observando cómo el vino dibujaba un remolino oscuro. Fue entonces cuando mi cuñada, que estaba sentada junto a mí, intervino con esa voz suya que siempre tenía filo: Pues compadre de mi hermanito, siendo usted tan bueno para halagar, ¿por qué su esposa no vino con usted esta noche? Mire que si yo tuviera un marido que me dijera cosas así, no lo dejaría ni un momento solo.
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Un silencio espeso se extendió por la mesa. Mi compadre la miró, sonrió apenas y bajó la vista al plato. Yo noté cómo el aro de su servilleta quedó apretado entre sus dedos, girando lentamente. Mi marido, molesto, se inclinó hacia él y cortó el silencio con su voz grave: Bueno, ya estuvo de tonterías. Mejor cuénteme compadre, cómo va el negocio que pensamos juntos.
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El tema cambió, pero el aire no. Yo sentía todavía el peso de las miradas, el roce invisible de las palabras que no se dijeron. Afuera, el viento golpeaba las ventanas, y el reloj volvió a marcar las ocho y media, como si insistiera en recordarme que aquella cena no era solo una reunión familiar, sino el comienzo de algo que, sin saber por qué, empezaba a temblar dentro de mí.
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Cuando terminamos de cenar, me levanté despacio, recogiendo los platos con cuidado para que el sonido de la loza no rompiera el incómodo silencio. El mantel aún conservaba el aroma del guiso y el rastro de las copas húmedas. Apenas había dado dos pasos cuando el compadre también se puso de pie.
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Disculpen ustedes —dijo con voz serena—, pero mi madre me enseñó que cuando uno está en casa ajena, por agradecimiento debe levantar aunque sea el plato en el que le sirvieron. Nadie respondió, solo mi marido lo miró con una sonrisa apenas dibujada, una de esas que no se sabe si bendicen o amenazan. Yo bajé la vista, fingiendo no notar nada, y el compadre se adelantó hacia la cocina.
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Lo seguí, sintiendo cómo sus pasos sonaban firmes sobre las baldosas del pasillo. El corredor estaba débilmente iluminado por una bombilla amarillenta que zumbaba como un insecto cansado. Sin voltear a verme, dijo en voz baja, casi como si temiera ser escuchado: Comadre… siento mucho que mis palabras hayan desatado lo que su marido dijo. No era mi intención.
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Hubo un silencio corto, y luego continuó, esta vez con un tono que me atravesó como un rayo: Pero la verdad, yo afirmo y sostengo lo que dije. Usted es una gran cocinera… y lo de bonita, eso también es muy cierto. Sentí una corriente recorrerme desde la punta de los pies hasta la coronilla; una electricidad dulce y peligrosa que me dejó sin respiración.
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El sonido del agua cayendo en la pila me pareció de pronto ensordecedor. Iba a decir algo —no sé si una palabra de gratitud o una advertencia—, pero justo entonces escuché los tacones de mi cuñada resonando por el pasillo. El compadre dejó su plato en la orilla del fregadero, y por un instante nuestras manos rozaron la misma porcelana tibia.
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Un roce leve, pero suficiente para que el corazón se me escapara del pecho. Mi COMPADRE se sonrojó al ver que mi cuñada se asomó. Mi cuñada se detuvo en el umbral de la cocina con los brazos cruzados, y esa sonrisa suya que siempre me ha parecido más una interrogación que un gesto amable. ¿Y ustedes dos que hacen? Preguntó con un tono casi musical, pero con una sombra en la voz.
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Veo que se adelantaron a recoger la mesa. El compadre giró despacio, secándose las manos con el pañuelo que todavía olía a vino y a colonia. Nada, solo vine a ayudar, ya sabe, costumbre que me dejó mi madre. Ella lo miró de arriba abajo, con ese modo de observar que parece acariciar y herir al mismo tiempo. Qué caballeroso, ojalá algunos hombres de esta casa aprendieran algo de usted.
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Su risa, seca y breve, se quedó flotando en el aire. Mi marido, al otro lado del comedor, seguía conversando con el televisor encendido, sin sospechar el incendio silencioso que ardía a pocos metros. Yo seguía junto al fregadero, con las manos húmedas y la mirada fija en el plato que él había dejado.
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La porcelana todavía guardaba el rastro tibio de sus dedos, y no supe si secarla o dejarla así, como si fuera una evidencia invisible de algo que ni siquiera yo me atrevía a pensar. Mi cuñada se acercó más, y su perfume a gardenias me envolvió de pronto, y sentí que me observaba con detenimiento. Ay Cuñadita, dijo bajando la voz, ¿te pasa algo? Está pálida… o quizá es el reflejo de la luz. Yo sonreí, fingiendo serenidad.
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Nada, solo un poco de calor —mentí, mientras el agua seguía cayendo y llenando la pila con un murmullo constante, como si quisiera tapar mis pensamientos. El compadre tomó la jarra de vino que había quedado sobre el aparador, y sirvió tres copas. El líquido cayó lento, oscuro, y el aroma volvió a encenderme la piel. Un brindis —dijo él—, digo por la buena compañía y la buena cena.
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Mi cuñada lo miró con una ceja levantada, aceptó la copa y añadió: Y por las conversaciones que dejan sin sueño. Yo levanté mi copa sin atreverme a beber. Y el cristal tembló apenas entre mis dedos. Entonces el compadre me miró por primera vez desde que entramos a la cocina. No fue una mirada larga, pero sí lo suficiente para sentir que algo se había dicho sin palabras.
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El reloj del comedor volvió a sonar; eran las nueve y media. Afuera, el viento movía las cortinas del corredor y las sombras se estiraban como si escucharan. Mi cuñada bebió un sorbo y dijo, con esa ironía que a veces sabe más a verdad que a burla: Bueno, si sigue viniendo tan seguido, voy a empezar a pensar que no viene solo por el negocio.
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Él sonrió, sin perder la calma, y respondió: Tal vez tenga razón, tal vez no sea solo por eso. La copa que yo sostenía resbaló un poco entre mis dedos, y el vino dejó una marca roja sobre el mantel de lino. Quizá también venga porque quiero conocerla a usted un poco más, dijo. Y Yo sentí un alivió al escuchar esas palabras.
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Mi cuñada movió la cabeza en señal de negación y dijo: ay los hombres no saben apreciar lo que tienen en casa. Lo siento, dijo mi COMPADRE, no quise ofender solo quise hacer una pequeña broma, es todo. Pues porque otra cosa voy a venir yo, pues aparte del negocio pues porque les tengo apreció a todos en esta casa.
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Y esperó que también ustedes me tengan ese mismo cariño, porque sino entonces si que estoy perdido. Mi cuñada sonrió y dijo: pues claro que le tenemos cariño, más bien venga que vamos a sentarnos un rato en la sala. Mi compadre no dejaba de mirarme. Yo trataba de disimular, fingiendo que estaba más atenta al tema que se hablaba que a sus ojos, pero era inútil: sentía su mirada recorriéndome con una paciencia peligrosa, como si contara el ritmo de mi respiración.
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Los tirantes de mi vestido parecían haberse confabulado con él: resbalaban de mis hombros con obstinación, deslizándose apenas, obligándome a subirlos una y otra vez con disimulo. Cada vez que lo hacía, el roce de mi propia piel me encendía una incomodidad que no era del todo culpa. Él sonrió, moviendo apenas la copa entre los dedos. Perdón comadre —dijo con voz pausada, casi temblorosa—.
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Me gustaría saber dónde compra usted sus vestidos. La verdad, tiene muy buen gusto. Creo que mi mujer se pondría feliz si le llevara uno parecido al suyo. Mi marido intervino antes de que pudiera responder. Ah que compadre —dijo entre risas—, deje que las mujeres se encarguen de lo suyo. Mire, yo no me ocupo más que de darle a mi mujer lo que pide, para que me los luzca.
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Y para lucirla a ella, porque para que otra cosa pueden ser útiles. Se recostó en la silla, tomó un sorbo de vino y añadió con ese orgullo que huele a vanidad: es como mostrar lo bien que me va. Ella es la vitrina que necesito para que vean lo pudiente que soy. Yo lo miré sin decir nada, pero sus palabras me dolieron más de lo que quise admitir.
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Entonces volví mi rostro hacia el compadre, y con una calma que apenas pude sostener, le dije: Pues compadre, le cuento que tengo un vestido nuevo. No me lo he puesto porque me queda un poco grande. Y como su mujer es más alta que yo, quizá usted quiera llevárselo de regalo. Así me evito el viaje de tener que cambiarlo.
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Él me miró con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Yo seguí hablando, apenas moviendo los labios: Es parecido a este. También se sostiene por unos tirantes delgados en los hombros… mire, más o menos así. Mi marido soltó una carcajada, pues ponte de pie mujer, para que el compadre vea más o menos cómo es el vestido.
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Yo no sé qué me impulsó, tal vez el vino, tal vez la rabia, tal vez esa mirada suya que no dejaba de buscarme. Me puse de pie, y sin pensarlo di una leve vuelta, apenas un gesto, pero suficiente para que el vestido respirara conmigo. Sentí el aire rozarme la piel, y por un segundo, todos parecieron quedarse en silencio. Entonces, la voz de mi cuñada rompió el momento: ¡Uy mujer! —dijo entre risas—. ¿Y tú qué te traes?, Como que estás modelando a estos hombres.
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Su tono era burlón, pero sus ojos tenían algo más: una chispa de sospecha, de esas que se prenden sin querer. Yo sonreí apenas, fingiendo que no entendía, y tomé de nuevo asiento, sintiendo todavía el calor en las mejillas. El compadre volvió a mirarme, y aunque sus ojos no decían nada… sin embargo, lo decían todo.
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La noche se fue deshaciendo entre murmullos y risas forzadas. Las copas vacías quedaron dispersas sobre la mesa como testigos de algo que no debía nombrarse. El reloj marcó las doce de la noche, y Mi marido, con el rostro algo enrojecido por el vino, se recostó en el sillón y dijo: Cariño, acompaña al compadre a la puerta, ya es tarde, y el compadre tiene que manejar todavía un buen tramo.
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Asentí sin mirarlo, y sentí que mi respiración se volvía más corta mientras caminábamos hacia la salida. El pasillo estaba en penumbra, apenas iluminado por la luz del quinqué que dejaba un resplandor amarillento sobre las paredes. El aire olía a madera y al perfume discreto que él usaba siempre, ese aroma que desde la primera vez me había parecido peligroso.
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Gracias por la cena, dijo el compadre, con la voz suave, apenas audible. Gracias a usted por venir —respondí, intentando sonar natural, aunque las palabras me salieron quebradas. Él se acercó un poco más, tanto que pude sentir su aliento mezclado con el aroma del vino. Comadre —susurró—, a veces las palabras se dicen sin pensar… pero otras, aunque uno calle, igual se notan. No debería compadre, murmuré, apenas moviendo los labios.
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Lo sé, pero si uno pudiera evitar lo que siente, el corazón sería un mueble más de la casa. Su mano rozó la mía, solo un instante, pero lo suficiente para que todo dentro de mí se encendiera. Mi marido se había quedado dormido en el sillón, con la copa vacía en la mano y la cabeza recostada hacia atrás.
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El compadre permanecía frente a mí, y yo abrí la puerta para que él se fuera. Sabe comadre —dijo al fin, sé que no debería decirlo… pero a veces noto que usted no es feliz aquí. Sentí que algo dentro de mí se detenía. Alcé la vista lentamente y lo miré, esperando entender qué había querido decir, pero su rostro era una mezcla de ternura y de algo más, algo que me asustaba.
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¿Y por qué dice eso compadre? —pregunté, tratando de mantener la voz firme. Él bajó la mirada, como si buscara las palabras adecuadas. Porque cuando una mujer ríe sin alegría, los ojos la delatan. Y los suyos comadre, hace rato que no ríen de verdad. Me quedé en silencio, porque no supe qué contestar.
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Sentí que el aire se espesaba y que la llama del quinqué titilaba más fuerte, proyectando sombras que parecían moverse por sí solas en la pared. Creo —continuó él— que usted debería estar con alguien que la valore, que la trate como lo que realmente es. No sé si fue por la emoción o por el miedo, pero sentí que el corazón me golpeaba el pecho como si buscara escaparse.
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Lo miré directo a los ojos, y sin pensar, le dije: ¿Y quién cree usted que me trataría así compadre? Hubo un silencio denso, de esos que se pueden cortar con el filo del alma. Él me sostuvo la mirada, sin titubear, y respondió con voz serena, casi temblorosa: Pues comadre… creo que no es necesario que me presente. Usted ya me conoce, solo es cuestión de que lo piense.
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Entonces escuché el sonido de pasos: era mi cuñada cruzando el pasillo, con su bata arrastrándose contra el suelo. Él se apartó de golpe, se acomodó el saco y dijo en voz alta: Bueno comadre, hasta la próxima. Me fui a mi habitación, pero no podía conciliar el sueño. Mi marido dormía a mi lado, con el brazo extendido fuera de la sábana, respirando con un ritmo profundo y ajeno. Cada vez que exhalaba, el aire olía a vino y cansancio.
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Yo, en cambio, no podía cerrar los ojos. Sentía el sabor del miedo en la garganta, mezclado con algo que no quería nombrar, pero que ardía bajo la piel. Me incorporé despacio, cuidando que el colchón no se quejara bajo mi peso. Tomé el vaso de agua de la mesa de noche, pero el cristal estaba tibio, y el agua tenía ese sabor metálico que solo tiene la culpa.
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A lo lejos, el viento golpeaba las ventanas, y cada tanto el timbre de los grillos se confundía con el tictac del reloj. En la silla, sobre mi bata, encontré el pañuelo que el compadre había dejado olvidado, blanco con un borde azul marino. No sé en qué momento lo tomó mi marido o mi cuñada, ni cómo terminó allí, pero al verlo sentí que el corazón me dio un vuelco.
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Lo levanté con cuidado, como si fuera algo frágil, y lo acerqué a mi rostro. Aún conservaba un leve rastro de su perfume, ese olor a madera y lluvia recién caída. Cerré los ojos, y por un instante sentí que el pasillo volvía a existir: el resplandor amarillento, el viento moviendo las cortinas, su voz diciéndome “si uno pudiera evitar lo que siente…” Abrí los ojos de golpe y dejé caer el pañuelo sobre la cama.
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No puede ser —susurré—, ¿en qué momento me perdí? Me quedé sentada, mirando al espejo el reflejo de mi rostro que parecía el de otra mujer: los ojos más oscuros, la boca temblando como si hubiera dicho algo que no debía. Mi COMPADRE tenía mucha razón en lo que me dijo: porque sinceramente yo no era feliz.
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Pues mi Marido solo me tenía allí porque de alguna manera soy atractiva y por eso me lucía como trofeo y nada más. Tres meses después tomé la decisión de irme, y con el COMPADRE no pasó nada. Porque yo me puse a pensar en la Mujer que lo espera cada día en su casa. Además, no quiero ser plato de segunda mesa. Sí las cosas no van bien, si sientes que no eres feliz, pues no dudes en tomar la decisión de rehacer tu vida, pero antes sepárate y no hagas nada en oculto.