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Cuidado se te mete una mosca en la boca, le dije al HIJASTRO de mi HERMANA, intentando romper el silencio denso que había entre los dos. Él sonrió, sin apartar sus ojos de mí. ¿Y qué quieres que haga, si lo que mis ojos ven… es de otro mundo? —respondió con un tono tan seguro que me heló la piel.
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Su mirada era un recorrido lento, paciente, casi reverente, como si sus pupilas fueran escáneres que quisieran grabar cada pliegue del vestido que llevaba. En ese instante, el tictac del reloj de pared me pareció más fuerte que nunca, marcando el compás de una tensión que crecía. Pero triste también, ver cómo el afortunado no valora semejante regalo.
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Yo tragué saliva, pues sus palabras me atravesaron como una corriente invisible. No supe si responder o fingir no haber escuchado. Entonces, con una calma que no sentía, me acomodé el tirante del vestido —ese vestido turquesa que había dormido años en el fondo del armario, esperando una ocasión que nunca llegaba—. El cinturón negro ceñía mi cintura como una línea de frontera entre la cordura y algo que no quería nombrar.
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Él dio un paso hacia mí, tan leve que apenas crujió el piso de madera. Yo retrocedí uno, como si el aire entre ambos se hubiera cargado de electricidad. Ya cállate tú —dije disimulando con una sonrisa nerviosa—, más bien es el vino lo que te hace mirar lo que no es. Me giré hacia la mesa, buscando refugio entre platos y copas.
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Había una botella a medio vaciar, y junto a ella un par de servilletas que el viento de la ventana hacía temblar suavemente, como si supieran algo que yo no. Más bien pásame ese plato, le pedí intentando sonar práctica, doméstica e indiferente. Y ayúdame a llevar los bocadillos antes de que se enfríen.
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Él no se movió, más bien me observó con los ojos llenos de ternura y atrevimiento. Sabes —dijo al fin y en voz baja—, no es secreto lo que pasa con tu marido y contigo. El aire me pesó de pronto, y la música pareció detenerse. En ese segundo, solo escuché el zumbido de una mosca que revoloteaba cerca del frutero. Oye —le respondí más seria—, hay cosas que no se deben hablar aquí, y lo que a mí me pasa no es asunto tuyo.
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Él bajó la mirada, con un gesto de un pequeño reprendido. Perdóname, no debí decir eso, no era mi intención molestarte, yo solo quería… ayudarte. Su voz se quebró al final, y movió la cabeza de un lado a otro, como si buscara borrar lo que había dicho.
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Durante un instante, lo vi diferente: ya no como el muchacho que se había atrevido a mirarme con anhelo, sino como alguien que luchaba entre el respeto y la tentación. Es joven, apenas veintidós años. El hijo mayor del marido de mi hermana, siempre educado, correcto y reservado. Pero aquella tarde, el vino y las verdades no dichas le habían desatado la lengua. Y aunque yo quise convencerme de que no había pasado nada, en el fondo sabía que sus palabras eran ciertas: toda la vecindad sabía ya que mi marido se revolcaba con la vecina de al lado.
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¿Qué debo hacer para que no te enojes conmigo? —me preguntó dando un paso atrás. Yo respiré hondo, basta con que no digas nada —le respondí, tomando los bocadillos con manos temblorosas—. No digas nada, y todo estará bien. Y mientras me alejaba hacia la sala, con la bandeja entre los brazos, lo escuché suspirar detrás de mí.
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No me atreví a mirar, temía que en sus ojos encontrara algo que me hiciera quedarme un segundo más. La mosca volvió a zumbar junto a mi oído, y pensé, con un nudo en la garganta, que hay silencios más peligrosos que cualquier palabra. Me dije: aún la noche es joven, veremos que pasa entonces. El hijastro de mi hermana se sentó frente a mí, justo al lado de su padre.
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Desde mi asiento, los miré con disimulo: eran tan parecidos, y sin embargo tan distintos. Tenían la misma sonrisa en reposo, el mismo modo de apoyar el codo en la mesa, pero mientras el padre irradiaba dureza y una autoridad que cortaba el aire, el hijo tenía esa calma tibia que solo poseen los que saben escuchar. El comedor estaba impregnado de olores: a madera pulida, a vino derramado, a perfumes mezclados.
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En el fondo, una vieja radio sonaba con interferencia, y su zumbido se confundía con el murmullo de la lluvia que comenzaba a insinuarse tras los cristales. Sentí un leve nudo en el pecho al verlo allí. Recordé cómo lo había callado en la cocina unas horas antes, cuando intentó decirme algo que no quise escuchar.
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Me arrepentí, tal vez él tiene razón, pensé. “No debo creer que dejé de ser bella… ni permitir que el error de mi marido se convierta en mi espejo roto.” Toqué el borde de mi copa, y el sonido del cristal vibró como un suspiro. “Sí —me dije—, quizás también yo tengo derecho a un capricho, a recordar que aún puedo hacer que alguien me mire con anhelo.
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Si mi marido cree que es libre para buscar a otra, yo también lo soy.” De pronto, sentí el golpe leve de un codo contra el mío. Cariño, me dijo mi marido, con una sonrisa fingida—, ¿qué te pasa? Estás muy pensativa, espero que tus pensamientos sean de bien, porque cuando alguien está tan callado, algo trama.
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No sé por qué lo dije, o quizá sí lo sé, pero las palabras se escaparon solas: El león juzga por su condición. Su ceño se frunció apenas, y antes de que la incomodidad flotara en el aire, añadí: Nada amor, solo pensaba que dejé ropa en el patio y parece que va a llover. Mi hermana intervino con su voz risueña, sirviéndose un poco más de vino: Ay mujer, siempre preocupada por las cosas. Por eso te has olvidado hasta de ti misma.
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Deja la ropa donde está y disfruta del momento, no todos los días estamos juntas. Reí sin ganas, mientras sentía la mirada de mi marido clavarse en mí. Era una de esas miradas silenciosas, duras, que no necesitan palabras para herir. En su silencio había una amenaza envuelta en costumbre.
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El esposo de mi hermana, para aliviar el ambiente, alzó su copa: Bueno, salud, no hay tormenta que no calme un buen vino. El sonido de las copas chocando se mezcló con un trueno lejano. El cielo se había oscurecido, y un rayo iluminó por un instante las cortinas de encaje, donde danzaban las sombras de los árboles. Yo tomé un sorbo lento, y sentí el vino recorrerme la garganta, denso y casi dulce.
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Creo que será mejor traer unas botanitas más —dije, por romper el silencio. Apenas terminé de hablar, el hijastro de mi hermana se levantó. Yo voy por ellas —dijo con voz serena. Te acompaño —respondí casi sin pensar. Me puse de pie y caminé delante de él, con paso firme o al menos eso intenté. Pero conforme me acercaba a la puerta, sentía cómo su mirada me seguía, cómo me rozaba la espalda sin tocarme, cómo su respiración se mezclaba con el crujido de mis tacones sobre el suelo.
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Cada paso era una pequeña confesión que ninguno de los dos se atrevía a pronunciar. El sonido de la lluvia golpeando los ventanales llenó el silencio que dejamos atrás. Y mientras salíamos del comedor, tuve la certeza de que algo, aunque pequeño, ya había cambiado para siempre. Tomé la mano del hijastro de mi hermana, y sentí su piel tibia, firme y joven. La mía en cambio, temblaba.
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No sé si era por el frío que entraba por la ventana entreabierta o por algo más que no me atrevía a nombrar. Siente —le dije—, siente cómo estoy temblando. Él me miró fijamente, con esa profundidad limpia que solo tienen los ojos sin malicia, o con una malicia aún sin culpa. Sus dedos rodearon los míos, los apretó apenas, con una suavidad que me desarmó.
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¿Qué te pasa?, ¿Acaso sientes…?, no lo dejé terminar. Me mordí el labio antes de responder, porque las palabras me salían atropelladas, mezcladas con algo de vergüenza. Es que me siento mal por haberte callado hace un rato. Tenías razón, no es ningún secreto lo que hace mi marido, todo el vecindario lo sabe. El silencio que siguió pesó como una confesión.
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Pero entiéndeme —proseguí—, me da vergüenza hasta salir de casa. Siento que las vecinas me miran, que se ríen apenas paso. He visto cómo se susurran al oído, y aunque no sé si de verdad hablan de mí, así lo creo… porque cuando una mujer es traicionada, hasta el viento parece señalarla. Me llevé las manos a la cabeza, como si pudiera arrancarme los pensamientos.
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Ay no sé ni lo que digo. No debería contarte esto a ti, tú no quieres saber lo que me pasa. Él dio un paso más cerca, y lo escuché respirar, y su voz me envolvió con un tono grave, casi tembloroso. Si supieras —me dijo—, que tengo todo el tiempo del mundo para ti, y no solo para escucharte. Te veo y veo una bella mujer que ha perdido su brillo… no porque haya dejado de ser bonita, sino porque dejó de preocuparse por sí misma.
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Sentí que cada palabra se me clavaba suave, como una caricia imposible. Sé que piensas que soy muy joven —continuó—, pero hay cosas que no se aprenden con los años. No hace falta tener canas para comprender el sufrimiento de otro. Y menos para entender que a veces, solo falta una decisión para dejar de estar triste. Yo lo miraba, y por un instante quise abrazarlo.
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No sé si por ternura, por gratitud, o por ese deseo que a veces nace en los lugares más indebidos. Pero me contuve, sentí el corazón como un tambor dentro del pecho, marcando un ritmo que no debía seguir. Entonces él dio otro paso. Ya podía oler el perfume que traía, limpio y fresco, como el de la lluvia recién caída.
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Sus dedos rozaron mi mejilla, y sin decir palabra, me acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja. Su roce fue leve, pero me recorrió entera, como un relámpago silencioso. Tragué saliva, porque tenía la boca seca y el alma agitada. Y justo en ese momento, la voz de mi hermana rompió la burbuja en la que estábamos suspendidos: ¡Oigan!, si no encuentran las cosas, vayan a la despensa por más. Nos miramos, inmóviles, como si el tiempo se hubiera detenido.
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Sí, aquí hay —alcancé a responder con voz entrecortada—, no te preocupes. Él apartó la mirada, y yo fingí buscar algo sobre la mesa, solo para no quedarme quieta. Afuera, un trueno rodó por el cielo, y por un instante, pensé que el universo había decidido salvarnos del silencio que nos iba a devorar.
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Regresamos al comedor, y la lluvia golpeaba los ventanales con insistencia, como si quisiera entrar y ser testigo de lo que ocurría dentro. El aire tenía un olor espeso, mezcla de vino y rosas mojadas. Yo llevaba la bandeja con las botanitas, procurando que mis manos no temblaran, aunque aún podía sentir en la piel el calor de sus dedos.
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Él venía detrás de mí, en silencio, y no hacía falta mirar para saberlo; su presencia era como una sombra tibia que me rozaba sin tocarme. Por fin —dijo mi hermana con una sonrisa ligera—, pensé que se habían perdido. El hijastro se limitó a dejar la bandeja sobre la mesa y se sentó. Yo hice lo mismo, evitando su mirada, aunque en el reflejo del cristal de la copa pude ver cómo me observaba con disimulo.
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Mi marido se inclinó hacia mí y murmuró lo justo para que nadie más lo oyera: ¿Por qué te tardaste tanto? Porque no encontraba las aceitunas —respondí fingiendo naturalidad. Él sonrió sin humor, qué curioso —dijo en voz más alta—, siempre te pierdes cuando hay vino. Las risas de los demás intentaron disolver la incomodidad, pero no era posible. Bueno, no sean tan serios —dijo nuevamente el marido de mi hermana, levantando la copa—.
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Si el cielo llora afuera, nosotros debemos reír adentro. Las copas chocaron suavemente, y el sonido del cristal resonó como una campana diminuta. Yo bebí un sorbo y sentí que el vino me quemaba la garganta. Era un fuego lento, distinto al que ya me consumía por dentro. El hijastro bajó la vista hacia su copa, y vi como sus dedos jugaban con el borde, distraídos, como si acariciaran una idea peligrosa. En un momento, nuestros ojos se cruzaron.
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Solo un instante, pero bastó. Sentí que me miraba no como a una mujer ajena, sino como a alguien que necesitaba ser rescatada de su propio silencio. Mi marido lo notó, no sé cómo, pero lo notó. Lo vi tensar la mandíbula y alzar las cejas apenas. Parece que el muchacho también está distraído —dijo, con una ironía tan fina que cortaba más que una espada—.
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¿En qué piensas hijo?, el joven se aclaró la garganta. En nada señor, solo… escucho la lluvia. Mi hermana rió, ajena a todo, ay este muchacho. Si por él fuera, pasaría la vida soñando. Hay sueños que valen la pena —dije yo, sin pensar. Las palabras se me escaparon como si alguien las hubiera dicho por mí.
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Sentí el peso de tres miradas: la de mi hermana, la de mi marido y la suya, que me buscaba entre los silencios. El reloj de pared marcó la hora con su sonido metálico, y fue como si el tiempo nos recordara que el momento se estaba alargando más de lo debido. Creo que iré por un poco de agua, ya estuvo bien de esta bebida —dije levantándome. Me fui y me quedé un momento en la cocina, luego tomé un pedazo de papel y escribí allí.
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Cuando ya todos estén rendidos, tú vienes que yo estaré despierta. Luego fingí ir al baño y aproveché a dejar la nota en la habitación del hijastro de mi hermana. Hasta hoy, nadie sabe nada, pero la verdad es que yo no debí haberlo involucrado en eso. Porque él sí tenía buenas intenciones, pero yo solo quería desahogarme.
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Hace un mes que dejé a mi marido, porque no podía seguir con él. No espero que el muchacho venga, pero sí viene entonces será otra historia.