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La mirada del suegro de mi hermana se detuvo en mí con una intensidad que me atravesó la piel. Fue un segundo —o una eternidad—, pero sentí cómo la sangre me subía al rostro. No era una mirada vulgar, sino una especie de contemplación silenciosa, de esas que no se atreven a decir lo que están pensando, pero que lo dicen todo.
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Sus ojos, de cafés claro, me recorrieron con lentitud, como si quisieran detenerse en cada detalle que el tiempo aún no me había arrebatado. Y yo, consciente de su distracción, fingí no darme cuenta. Y para no avergonzarlo, me levanté despacio. El leve chirrido de la silla rompió el silencio del comedor.
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Me acomodé los tirantes del vestido —unos delgados hilos de tela que parecían tener voluntad propia—, siempre resbalando de mis hombros, como si también quisieran provocar algo. El vestido, de color vino oscuro, dejaba escapar el perfume de lavanda que había rociado en mi cuello. Mi hermana, que revolvía el azúcar en su café, alzó la vista y lo miró. Suegro, ¿le pasa algo? —preguntó con una sonrisa ingenua—, lo veo muy distraído.
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Él pareció despertar de golpe, se sacudió la cabeza y dijo: No, para nada… estaba pensando en algunas cosas, no me hagas caso. Su voz sonó áspera, con ese temblor de quien se siente descubierto. Luego llevó una mano al cuello de su camisa y la aflojó, como si el aire le faltara.
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Yo aparté la vista, fingiendo atención en el mantel bordado de margaritas, pero por dentro sonreía. No podía negarlo: el vestido había cumplido su propósito. Lo había elegido con cuidado, sabiendo que los colores oscuros encienden la curiosidad, y que ciertos silencios tienen más poder que las palabras. Y es que, no sé si sea un defecto o un simple capricho del alma, pero los hombres de mi edad nunca me han interesado.
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En cambio, hay algo en la madurez, en esas manos que ya han vivido demasiado, que me despierta una emoción que no entiendo ni quiero explicar. Él, el suegro de mi hermana, representaba exactamente eso: un misterio cubierto de canas, un fuego que se niega a apagarse. Entonces suegro —dijo finalmente mi hermana, rompiendo el silencio—, ¿qué era eso tan importante que quería contarnos? Aunque mi marido no esté ahora, me gustaría saber al menos de qué se trata. Usted sabe… la curiosidad a veces carcome.
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0Él sonrió, una sonrisa lenta y ladeada, que parecía esconder más de lo que mostraba. Ya me di cuenta de eso —dijo—. Es que los seres humanos estamos hechos para escuchar historias. Nos gusta saber lo que pasa en la casa de al lado, o cómo respira el vecino cuando apaga la luz. Somos así: criaturas de la intriga.
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Yo me incliné un poco hacia adelante, sintiendo el roce de la tela contra mi piel. El reloj de pared marcó las cinco con un sonido hueco. Mi hermana, ajena a todo, recogió las tazas y desapareció hacia la cocina. Él aprovechó ese momento para mirarme de nuevo. Su mirada me sostuvo apenas unos segundos, pero fueron suficientes para que me temblaran los dedos.
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Lo que tengo que decirles —continuó—, es algo que he querido hacer desde hace mucho tiempo… Pero no me había atrevido. Aunque, sinceramente, no sé si sea correcto. En fin, dijo finalmente, bajando la voz—, es mejor que esté tu marido. No quisiera que algo se malinterpretara. Y en ese instante supe, sin que lo dijera, que él estaba pensando quizá en rehacer su vida.
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Porque había algo en su tono, en esa manera de sostener mi mirada y luego huir de ella, que me dejó el corazón inquieto… Como si lo que él realmente no se atrevía a decir, fuera lo mismo que yo, en silencio deseaba escuchar. El SUEGRO de mi hermana, sentado frente a mí, jugueteaba con el borde de su maleta, como si no supiera qué hacer con las manos.
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El reloj de la sala marcaba las cinco y media, Mi hermana tarareaba una melodía antigua, distraída, sin sospechar que en la sala el aire empezaba a espesar con una incomodidad dulce. Oye, dijo de pronto el suegro de mi hermana, con una voz más baja de lo habitual—, por cierto, ese vestido te asienta muy bien. Resalta tu semblante… te ves como una diosa. Su frase cayó entre nosotros como una piedra lanzada al agua: produjo un silencio redondo y perfecto.
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Yo lo miré arqueando las cejas, y sintiendo cómo la piel de mis brazos se erizaba bajo la tela del vestido. ¿Una diosa dice usted? —pregunté intentando parecer indiferente—, vaya que es exagerado. Él sonrió, y sus ojos se iluminaron apenas. Y creo que traigo algo para ti. —¿Para mí? —dije, fingiendo sorpresa, ¿Y eso por qué? —Bueno… —respondió bajando la voz—, es solo un gesto de aprecio. No es mucho, pero lo traigo con todo el corazón.
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Entonces abrió la maleta, y el sonido del cierre metálico quebró el silencio de la sala. De su interior sacó una flor. Era una flor blanca, marchita, con los pétalos doblados hacia dentro, como si se avergonzaran de su destino. —Perdón —dijo con una sonrisa apenada—, es que me dio un poco de pena traerla en la mano.
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Tú sabes cómo es la gente… la mente es muy rápida para pensar. No quería que tu hermana se diera cuenta de que yo te traía esto. Así que la guardé, pero… parece que ya perdió su belleza. La flor temblaba ligeramente entre sus dedos, y algo en mí —quizás el gesto torpe, o la sinceridad sin disimulo— me conmovió. Yo me reí levemente, para romper la tensión.
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—Bueno, pero no ha perdido la buena intención con que usted la traía… ¿o sí? No, claro que no —respondió rápido, mirándome con esa mezcla de culpa y deseo—. Pero si aceptas esta, te prometo que mañana te traigo un ramo de flores frescas… y si no soy capaz, compro una florería solo para ti. El modo en que lo dijo no fue una broma. Era una promesa envuelta en ternura y algo más peligroso.
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Yo jugueteé con el tirante del vestido, fingiendo indiferencia, pero con el corazón latiendo tan fuerte que temí que él lo escuchara. —Oiga… —dije alzando la voz apenas—, pero no cree que usted que Yo debería saber la razón por la que usted me trae una flor. —Porque un cumplido en palabras se acepta sin preguntar nada.
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Pero ya que alguien piense en mí antes de verme, y me trae —aunque sea— una flor seca… eso ya despierta la duda. Y también, la necesidad de una respuesta. Él tragó saliva, lo vi hacerlo, como quien se prepara para cruzar una frontera peligrosa. Se aclaró la garganta, movió la maleta a un lado y entreabrió los labios para hablar. Pero justo entonces, se oyó el golpe seco de la puerta al abrirse.
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Y el ruido resonó por toda la casa como un trueno. Yo, instintivamente escondí la flor detrás de mi espalda, y sentí los pétalos quebrarse entre mis dedos. Él se agachó de inmediato, fingiendo que cerraba la maleta, y la hebilla metálica sonó como un disparo ahogado. Los pasos de mi hermana se acercaron, ligeros y alegres.
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¿De qué hablaban?, preguntó con su voz cantarina, secándose las manos en el delantal. Yo sonreí, aunque aún tenía la flor oculta, y sentí que una gota de sudor me resbalaba por el cuello. Nada importante —dije mirando al suegro de reojo—, solo… cosas de flores. El Suegro de mi hermana no dijo nada. Pero sus ojos, mientras bajaba la cabeza, parecían decirme que lo importante no había sido interrumpido… solo aplazado.
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El suegro de mi hermana se levantó con entusiasmo y fue a recibir a su hijo. Yo observé desde mi lugar. El abrazo entre padre e hijo fue largo, sincero, de esos que llevan años de distancia en silencio. Y en ese instante, vi con claridad cuánto se parecían: la misma mirada firme, el mismo gesto al sonreír, aunque el padre tenía algo distinto… una suavidad en el rostro, una bondad que lo hacía parecer más humano. O quizás, pensé, era yo quien lo miraba de otra manera.
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¡Oye papá!, dijo mi cuñado, con esa voz alegre que siempre llenaba la casa—. ¡Qué alegría tenerte aquí!, Qué bueno que decidiste venir. Luego miró a mi hermana, ¿Ya tomó algo mi padre? Claro, ya me atendieron, y muy bien —respondió el suegro, antes de que mi hermana pudiera abrir la boca.
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Bueno —dijo él, frotándose las manos—, ya que estamos todos, me gustaría contarles lo que tengo planeado. Está bien papá, pero antes vamos a cenar —dijo mi cuñado, restándole solemnidad—. Que yo estoy que me como una vaca entera. Nos sentamos a la mesa, y mi hermana iba y venía desde la cocina, con el delantal atado apenas, y yo la ayudaba a servir.
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En el ambiente había un aire de domingo, pero con un fondo de misterio que no se explicaba. Cuando me acerqué al suegro de mi hermana para pasarle su plato, él levantó la mano para recibirlo, y sus dedos rozaron los míos. Fue un roce breve, pero cargado de electricidad, de esos que encienden la piel sin pedir permiso. Me sostuvo la mirada apenas un instante, el suficiente para dejarme sin aire.
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Yo solo sonreí, leve, casi sin querer, y seguí sirviendo. Bueno papá —dijo mi cuñado mientras tomaba un pan de la canasta—, ¿quieres que estemos solos mi esposa y yo para eso que nos tienes que decir, o puede quedarse mi cuñada? Yo levanté la mano, apurada, antes de que alguien respondiera. No se preocupen por mí —dije, tratando de sonar ligera—.
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Puedo cenar en la sala, no quiero interrumpir, además esto parece asunto solo de familia. Pero el suegro de mi hermana, con una calma tan suya, replicó: No, para nada. No me molesta que esté tu cuñada. Al contrario, me parece bien. Es la hermana de tu mujer, y no hay nada de qué preocuparse. No es algo grave, ni estamos aquí para criticar a nadie. Vamos a hablar de mí… y yo no tengo problema en que ella esté.
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Mi hermana sonrió con amabilidad, pero yo sentí un nudo en el estómago. No sabía si quedarme era correcto. Sin embargo, algo en su tono me detuvo, como si su voz me hubiera sujetado por el alma. Entonces él habló: Lo que pasa —dijo con naturalidad— es que voy a rehacer mi vida. Las palabras cayeron con un peso que me atravesó el pecho.
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Sentí el aire escaparse de mis pulmones, y el arroz se me quedó atascado en la garganta. Tosí con fuerza, mientras el calor me subía al rostro. No era enojo… era algo más profundo: una mezcla de sorpresa y desilusión absurda, como si el mundo hubiera decidido moverse sin avisarme. Mi hermana se acercó enseguida, alarmada. ¿Estás bien? —preguntó dándome palmadas en la espalda.
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Yo solo alcé la mano, pidiendo disculpas, sin poder pronunciar palabra. La flor seca de la tarde anterior me vino a la mente. Aquella flor que había guardado en un cajón, aún con su aroma débil de perfume viejo. Y entendí, sin querer entender, que no era para mí la vida que él planeaba rehacer. Me excusé con un gesto y salí casi corriendo al baño.
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Cerré la puerta tras de mí, apoyando la frente en el espejo empañado. El sonido del agua al caer del grifo llenó el silencio. Me miré fijamente, y mis ojos aún brillaban, pero no supe si era por tristeza o por vergüenza. Me lavé las manos con fuerza, como si pudiera quitarme el roce de sus dedos, la imagen de su mirada, y el eco de esas palabras: voy a rehacer mi vida.
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Y por un instante, quise ir y romper la flor marchita, pero no pude. Regresé del baño con los ojos brillosos, aún con el corazón desacompasado. El suegro de mi hermana me miró con una ternura que me desarmó. Oye, ¿en qué estabas pensando que casi te ahogas? —me preguntó—, ¿Estás bien? Sí, estoy bien —dije bajando la mirada—. Siento mucho lo que pasó… ¡qué pena con ustedes! Creo que mejor voy a guardar la comida.
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No digas eso —intervino mi cuñado—, eso le pasa a cualquiera, anda, siéntate y disfruta la cena. El suegro de mi hermana, que no apartaba los ojos de mí, extendió su mano con una servilleta. Límpiate las mejillas —me dijo con voz serena—, te embarraste con la pintura de los labios. Ay no… qué vergüenza —respondí intentando ocultar el rubor.
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Mi hermana y su marido soltaron una carcajada. Ay ustedes de broma lo toman —dije sonriendo sin poder evitarlo—, no ven que estoy avergonzada. Ya estuvo —me dijo mi hermana, dándome unas pequeñas palmadas en la espalda— Anda tranquilízate. Entonces mi cuñado retomó el tema, con esa curiosidad: Bueno papá… decías que vas a rehacer tu vida.
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¿Y quién es la persona que ha decidido acompañarte en tus últimos años? Cariño no digas “últimos años”, que tu padre todavía está fuerte —dijo mi hermana—. Apenas tiene cuarenta y nueve, más bien ya se había tardado en rehacer su vida. Luego, con una dulzura que contrastaba con la intriga del momento, añadió: Me alegra mucho suegro. Estoy segura de que la señora con quien va a vivir será feliz.
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Solo espero que los hijos de ella lo acepten. Bueno, interrumpió mi cuñado, ansioso, ¿ya dinos quién es?, ¿O más bien por qué no la trajiste aquí? El suegro de mi hermana bajó la mirada, jugueteó con su vaso de vino, y tras un suspiro largo, dijo con voz grave: Es que ella está aquí. Mi cuñado y mi hermana se miraron entre sí, desconcertados, y luego giraron hacia mí.
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Yo, que sentí la sangre hervirme por dentro, me apuré a responder: A mí no me miren… que yo no entiendo nada, igual que ustedes. El suegro sonrió apenas, es verdad, ella no sabe nada. Pero ustedes saben que a mi edad sigo haciendo las cosas a la antigua. Y aprendí que antes de tomar una decisión… debo hablar con la persona responsable de la muchacha.
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Mi hermana parpadeó, confundida. ¿La responsable de quién? —preguntó. Él levantó la vista, y con una serenidad casi solemne, dijo: De tu hermana, porque antes de hacer cualquier cosa, necesito saber si tú me permites estar con ella. La silla de mi hermana chirrió con violencia cuando se levantó. —¿Qué? —dijo incrédula—.
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¿Cómo va a pensar eso suegro?, No… no puede ser. No, para nada, no estoy de acuerdo. ¿En qué cabeza cabe eso?, Usted lo que necesita es un buen psicólogo. Entonces hablé yo, y mi voz salió más firme de lo que esperaba. Oye —le dije a mi hermana—, ¿y por qué mejor no dejas que sea yo quien decida?, recuerda que ay tengo veinte años.
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Ella me miró, herida, como si no reconociera a la persona que tenía enfrente. Porque, aunque te tengo respeto —continué—, también sé que tengo poder sobre mí. Y soy yo quien decide lo que es bueno o malo para mí. El suegro me miró entonces con una luz distinta en los ojos. Era una mezcla de esperanza, gratitud y algo más, algo que solo entendemos quienes alguna vez hemos sentido que un amor no aprobado puede ser más puro que muchos bendecidos. Mi hermana se quedó de pie, muda.
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Mi cuñado, con el tenedor suspendido en el aire, no atinó a decir palabra. Todo parecía girar despacio, como si el tiempo se hubiera quebrado. A los pocos días, nos fuimos lejos, muy lejos, donde nadie conociera nuestros apellidos ni nuestras sombras. Nos fuimos buscando un lugar donde no existieran los juicios ni las miradas ajenas.
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Y aunque el mundo no entendiera, yo supe —mientras veía las montañas perderse a través de la ventanilla del auto— que hay amores que nacen precisamente en el límite de lo imposible. Amores que por más que se escondan, dejan su perfume flotando en el aire… igual que una flor marchita, que todavía conserva su olor