El TÍO de mi MARIDO entró de NOCHE y…

  • “Sé que eres su ESPOSA, pero no eres su esclava”,  me dijo el TÍO de mi MARIDO, mirándome con una calma que dolía, con una voz tan pausada  que parecía conocer cada una de mis heridas. “Por eso yo quería ver si tú… no  sé, tú sabes que yo estoy solo.” Al principio pensé que era una broma cruel, un  intento de herirme o de ponerme a prueba, pero su mirada no era de burla, era de deseo, de algo  que llevaba tiempo madurando en silencio.
  • “Tal vez tú no lo sepas”, añadió, “pero hay algo distinto  en lo ajeno.” Yo me quedé sin palabras, y lo peor es que no pude apartar la vista de sus ojos. Había en ellos una verdad que no debía existir, una chispa de lo prohibido que parecía reconocerme  más que mi propio marido. Esa tarde la casa estaba en silencio, solo el reloj del pasillo marcaba el  ritmo de los segundos que se arrastraban pesados, como si el tiempo también estuviera expectante.
  • Tenía aún las manos húmedas del agua con que lavaba los platos, y el olor a jabón  flotaba entre nosotros. Él dio un paso más, y pude oír cómo el suelo de madera crujía bajo  su peso. “No me digas nada ahora”, susurró, “solo dime si alguna vez has sentido que tu vida no te  pertenece.” Yo tragué saliva y bajé la mirada, como si mis manos pudieran responder por mí.
  • “No digas eso”, le respondí apenas en un hilo de voz, “no sabes lo que dices.” Pero sí lo sabía,  lo supe por el modo en que se detuvo a observar el marco de mi retrato con su hermano, ese retrato  que colgaba en la sala, como una advertencia muda. Su dedo rozó el vidrio, y dijo: “Él no te mira  así, nunca lo hizo.” En ese instante sentí un estremecimiento profundo, como si alguien hubiera  pronunciado en voz alta lo que yo había callado durante años.
  • Mi matrimonio era una rutina  de silencios, de cenas frías y camas anchas, donde mi voz se había ido perdiendo  hasta ser apenas un eco de lo que fui. “Tú no entiendes,” murmuré intentando contener  el temblor de mis labios, “esto no está bien.” Pero él sonrió con una dulzura desconcertante  y replicó: “Tampoco lo es vivir prisionera.” No sé qué me movió, si la rabia, el miedo o la  necesidad de sentirme viva, pero me quedé allí, inmóvil, mientras él acercaba su rostro al mío.
  • Sentí su respiración mezclarse con la mía, un calor distinto, un silencio que me arrancaba el  aire. Afuera llovía, y el golpeteo del agua en las tejas parecía acompañar cada pensamiento  que intentaba ahogarme. “¿Qué buscas?”, le pregunté al fin. “Nada que no hayas perdido  ya,” me respondió, con una serenidad que dolía. Su frase me dejó clavada en el suelo, porque era  verdad.
  • Había perdido tantas cosas que ya no sabía cuáles eran mías. Él levantó una taza que estaba  en la mesa, aún tibia, y la giró entre sus dedos. “¿Sabes?”, dijo sin mirarme, “cuando él me contó  que te había conocido, pensé que eras demasiado para alguien que no sabe cuidar lo que tiene.” Su sinceridad era un golpe y un abrazo al mismo tiempo.
  • Me senté, sin saber por qué,  como si mis piernas hubieran cedido a algo más fuerte que la razón. “Tú no  deberías hablar así de tu Sobrino”, dije, buscando refugio en la moral que aún me quedaba. “Entonces dime que miento”, contestó él, inclinándose hacia mí, tan cerca que  pude oler el perfume leve de su camisa, mezclado con el aroma a madera húmeda. Me quedé  callada, en ese silencio supe que no podía.
  • “¿Ves?”, añadió, “ni tú puedes defenderlo.” Sentí  una punzada de vergüenza, como si mis pensamientos se hubieran vuelto traición. Pero había algo  en su presencia que me desarmaba, algo que me devolvía la sensación de ser vista. “Esto no  puede pasar”, murmuré, más para mí que para él. “No tiene que pasar”, dijo sonriendo con  una ironía suave, “basta con que lo pienses, y ya pasó.” Sus palabras eran un filo que cortaba  despacio.
  • Se acercó al florero del centro de mesa y tomó una rosa que había empezado a  marchitarse; con el pulgar arrancó uno de sus pétalos y lo dejó caer entre nosotros. “Así empieza todo,” murmuró, “una sola caída, y ya nada es igual.” Yo lo miré, y me di cuenta de  que él conocía mis silencios mejor que mi marido. “¿Por qué haces esto?”, pregunté con la voz rota.
  • “Porque sé que nadie te pregunta cómo estás,” dijo sin vacilar. Aquella frase me atravesó el alma.  Durante años había fingido que todo estaba bien, que el amor seguía intacto, pero dentro  de mí solo quedaban ruinas ordenadas. “No busques lo que no se te ha perdido en mí,”  le advertí, intentando mantenerme firme. “No la busco,” respondió, “solo quiero que  recuerdes cómo se siente ser vista con ojos de de ternura. Quise detenerlo, pero mis  palabras se ahogaron en la garganta.
  • La lluvia afuera se volvió más fuerte, y el trueno  que resonó parecía sellar aquel instante. Él dejó la rosa sobre la mesa y dijo:  “Te juro que me conformo con verte así, sabiendo que por un momento pensaste en mí.”  Y bueno creo que me voy porque ya es tarde, no quiero que venga mi Sobrino y me encuentre  aquí, en todo caso no olvides pensarlo, dijo y se marchó.
  • El tío de mi Marido es de la misma edad que  yo, pues es el más pequeño de sus hermanos. Esa noche no pude dormir, me quedé sentada  en el borde de la cama, viendo cómo la luz del farol se filtraba por la cortina y dibujaba  sombras en el suelo. Mi marido dormía a mi lado, ajeno al torbellino que me revolvía por dentro.  Su respiración era pesada, cansada y monótona.
  • Quise cerrar los ojos y olvidar, pero las palabras  de su Tío seguían ahí, repitiéndose como un eco: “No eres su esclava.” Era una frase que  dolía, porque en el fondo era verdad. Pasé mis dedos por la sábana fría y recordé el roce  involuntario de su mano al entregarme la rosa. Ese gesto simple había dejado una huella que  no se borraba.
  • Me levanté y fui hasta la sala, la casa estaba en penumbra, solo el reloj  del pasillo seguía marcando su lento compás. Sobre la mesa, la rosa seguía allí, marchita, con  sus pétalos secos como si guardaran un secreto. La tomé entre mis manos y la olí; aún conservaba  algo de su perfume. En ese instante escuché un sonido, una puerta al fondo, leve, como si alguien  la hubiera cerrado con cuidado.
  • Me asomé, con el corazón golpeando fuerte. “¿Eres tú?”, susurré  sin pensar, sabiendo que él no debía estar allí. No hubo respuesta, solo el murmullo de la  lluvia que caía otra vez. Avancé un paso y vi, sobre la consola, una nota doblada en  dos. La abrí con las manos temblorosas: “No te pido nada, solo recuerda quién eras  antes de que te callaran.
  • ” No había firma, pero no la necesitaba, el papel olía a su perfume. Me quedé quieta, con la nota entre los dedos, mientras el sonido del reloj se mezclaba con el  repiqueteo de la lluvia. Pensé en todo lo que había callado por años, en las veces que mi voz  se ahogó en la rutina, y comprendí que ese hombre no había venido a tentarme, sino a recordarme.
  • A recordarme que seguía viva debajo de tantas renuncias. Guardé la nota y apagué las luces.  Mi marido seguía dormido, igual que siempre, como si nada en el mundo hubiera cambiado.  Pero dentro de mí, algo ya no era igual. Me recosté a su lado sin tocarlo, mirando al techo. No sentí ni a que hora me dormí, solo sé que me despertó la bulla de los utensilios en la cocina.
  • La fiesta era en honor al cumpleaños de mi suegra, y todos parecían disfrutar sin sospechar nada. Mi  marido estaba en el jardín, rodeado de sus amigos, hablando de fútbol y negocios como si la  vida fuera una sucesión de temas banales. Yo servía vino, sonriendo a medias, cuidando  que mi vestido azul —el que el tío de mi marido siempre decía que me hacía ver “respetable”—  no se arrugara demasiado.
  • Pero entonces lo vi, apoyado contra la pared del pasillo,  con un vaso en la mano y esa mirada que parecía despojar el alma más que el cuerpo. Nuestros ojos se cruzaron apenas un segundo, pero bastó para que el ruido de la fiesta se  desvaneciera. Caminé hacia la mesa de postres, fingiendo revisar los cubiertos, y lo sentí  acercarse detrás de mí.
  • “No pensé que fueras a venir”, murmuré sin mirarlo. “¿Y perderme la  oportunidad de verte fingir que todo está bien?”, respondió en voz baja, tan cerca  que su aliento me rozó la nuca. Me giré con cuidado, tratando de mantener la  compostura, pero su expresión me desarmó: no era desafío, era ternura. “No hagas eso por favor”,  le dije intentando sonar firme.
  • “¿Hacer qué?”, preguntó con esa calma peligrosa, “¿recordarte  lo que sientes cuando te miran de verdad?” Tragué saliva y tomé una copa para disimular el temblor  en mis manos. “No es el momento”, susurré. Él sonrió, inclinándose lo justo para que solo yo  lo escuchara: “Nunca es el momento, ¿verdad? Pero dime la verdad, aunque sea una sola  vez… ¿has pensado en lo que te dije?” Mi pecho se apretó, “¿En qué?”, respondí  sabiendo perfectamente a qué se refería.
  • “En lo que no ha pasado todavía, —dijo—,  en lo que aún podría pasar.” Su voz era un hilo de fuego que me recorría sin tocarme. Miré alrededor: todos reían, brindaban, bailaban. Nadie sospechaba que a solo unos pasos, se  libraba una batalla silenciosa. “Basta por favor”, dije bajito, y él sonrió sin moverse.
  • “Está bien —susurró—, pero si te decides, no me lo digas con palabras, solo mírame así como  ahora.” Me quedé helada, porque sin quererlo lo estaba mirando justo así. Mi SUEGRO llamó al tío de mi MARIDO, y juntos  se pusieron de pie ante todos los invitados. Como ustedes saben muy bien, este muchacho  es mi hermano más pequeño, y el querido de toda la casa.
  • Y más parece mi hijo, pues  como saben tiene la edad de mi hijo mayor, el marido de la dama que ven al lado de mi  hermosa mujer, dijo refiriéndose a mi suegra. Quiero hacer un brindis, pero sin antes decirle  a mi esposa, lo mucho que agradezco que esté a mi lado. Porque ha sido una buena mujer, un  ejemplo de madre y una buena hija. Y solo espero que mi nuera aprenda algo de ella.
  • Para que su marido, al paso de los años, también pueda decir lo mismo que yo digo ahora.  Porque ustedes los que están hoy acompañándonos, no me dejarán mentir, y aquí el que se ha portado  un poco mal, e sido yo, pero mi esposa no hay de que señalarla, porque es una gran mujer. Yo tragué saliva, y vi como el tío de mi marido me lanzó una mirada, y luego sonrió  levemente.
  • Yo agaché la cabeza, y no sé ni porque, pero era como si ya me estuviera  sintiendo culpable por algo que aún no hacía. Pero que ya en mi mente estaba cocinándose todo, y  que era solo cuestión de tiempo para que se diera. Luego se levantó mi marido, y dijo: bueno yo solo  quiero decir que mi madre no puede compararse con nadie, y dudo que alguien llegue hacer como  ella, por más que viva o esté cerca de ella.
  • No sé qué había pasado con mi marido,  pero él últimamente me tenía muy apartada, como si yo había dejado de ser parte de su  vida. Yo agaché la cabeza, y no sé ni porque, pero me levanté y decidí ir a la cocina. Apenas  me había servido el agua, cuando entró mi marido, “¿oye y a ti qué te pasa?”.
  • “¿Porque sales de esa manera?”, acaso no ves que los invitados pensaran que yo no  puedo controlarte. Me tomó del brazo fuertemente, y yo le dije: suéltame que me estás haciendo  daño. Yo puedo hacer contigo lo que me da la gana, pero en eso entró su madre. Ella se detuvo en seco al vernos, con esa mirada que no necesitaba palabras para  poner a cada quien en su lugar.
  • “¿Qué pasa aquí?”, preguntó con voz baja, pero firme. Mi  marido soltó mi brazo, y yo disimulé el dolor frotándome sin que se notara demasiado. “Nada mamá —dijo él—, solo que mi esposa tiene la mala costumbre de irse cuando no  debe.” Ella lo miró con decepción, y sin apartar los ojos de su hijo, respondió: “No  es costumbre hijo, es respeto por uno mismo.
  • ¿Sí alguien no te valora a ti, como te sentirías? Mi marido apretó los dientes, masculló algo y se marchó de la cocina, dejando tras de sí el eco  de sus pasos duros, como si con ellos quisiera borrar lo que acababa de pasar. Mi suegra me miró  con dulzura, tocándome el hombro. “Tú tranquila hija,” me dijo, “que el tiempo enseña lo  que la soberbia esconde.
  • ” Luego se fue, dejándome sola con el ruido lejano de  la fiesta y el corazón a medio temblar. No había terminado de servirme otro vaso de  agua cuando escuché una voz detrás de mí. “Parece que alguien no aprendió a tratar a una  dama.” Era el tío de mi marido, apoyado en el marco de la puerta, con una copa en la mano y una  expresión entre compasión y tristeza.
  • Me giré con cautela, intentando sonreír, pero no lo logré. “No es nada,” dije sin convicción. “Claro que es algo,” respondió él, acercándose  lentamente. “Te vi desde la mesa. Y vi su manera de mirarte… como si fueras parte del mobiliario,  algo que puede mover o callar cuando le da la gana. No me gusta verlo hacer eso contigo.
  • ” Me quedé en silencio, sintiendo que sus palabras me llegaban justo donde más dolía. “No te metas  por favor,” murmuré, bajando la mirada. “No quiero problemas.” Él sonrió apenas, con una calma  peligrosa. “¿Problemas?, No, lo que tú tienes no son problemas… es una vida a medio vivir.” Me giré hacia el fregadero, intentando huir de la conversación. “No deberías hablarme así,  tú eres su tío.
  • ” “Y tú su esposa —respondió—, pero eso no te convierte en su sombra”, se  acercó un poco más. Su presencia me alteraba, no por miedo, sino por el modo en que  me hacía sentir observada de verdad. Sus pasos se detuvieron detrás de mí, y sentí  su respiración rozar apenas mi cuello. Yo lo único que quiero es que tú vuelvas a vivir, que tú  vuelvas a volar.
  • Yo hace mucho que quería decirte que estoy dispuesto a irme lejos de aquí contigo. Yo le hice una mirada al tío de mi  marido, esa que no necesita palabras, solo el leve movimiento de los ojos para  decir: sígueme. Suegra, voy a ver cómo están las cosas en la cocina —dije, intentando sonar  natural—, no vaya a ser que algo haga falta. Ella, con su sonrisa amable y su abanico de plumas  moviéndose despacio, asintió sin sospecha alguna.
  • Caminé hacia la cocina y él me siguió, cerrando  la puerta con cuidado, para no hacer ruido. Dime de frente lo que realmente buscas de mí  —le dije con la voz temblorosa, mientras jugaba con el borde de una taza vacía sobre la mesa—.  Quiero que me hables con sinceridad, para que yo sepa qué debo hacer. Porque tienes razón en muchas  cosas, pero no sé cuál es realmente tu propósito.
  • Él me miró fijamente, con esa calma que precede  a las tormentas. Bajá la voz, por favor, pueden escucharte… y lo que menos quiero  es que tengas dificultades. Mi intención es limpia —continuó, dando un paso más—,  es tener la oportunidad de estar contigo, pero para siempre. Sentí el golpeteo de mi  propio corazón en los oídos.
  • El sonido de un cubierto cayendo al suelo me hizo estremecer. No sé ni cómo pasó —continuó—, pero aunque me juzguen por haber puesto mis ojos en una mujer  ajena, no me importa. Porque lo que hay en mi corazón es sincero… yo estoy enamorado de ti  —dijo, tragando saliva, con la voz entrecortada. A mí se me erizó la piel, y un escalofrío me  recorrió desde la nuca hasta los tobillos.
  • Quise decir algo, pero cuando levanté la  vista, él ya estaba lo bastante cerca como para rozarme los labios con un beso leve,  fugaz, que me dejó el alma suspendida. Di un paso atrás, con la respiración agitada. No, aquí no —le dije—, si es cierto todo lo que dices, sabrás esperar.
  • Él suspiró, y por un  momento, vi el brillo de una tristeza antigua en sus ojos. Claro que sabré esperar —dijo—. Si  he podido durante cuatro años, ¿cómo no voy a esperar un poco más? Me quedé mirándolo, con el  temblor de las manos escondido entre las sombras. Tú sabes cómo es mi marido —dije al  fin—. No me dejará ni un momento sola… cuando empieza a sentirse mareado, es  su costumbre quedarse pegado a mí.
  • Él se acercó un poco más, casi tocándome otra vez. Entonces vámonos —susurró—. Toma solo lo más importante y desaparezcamos. Yo te compraré todo  lo que necesites después. Mira que ahora que sé que tú estás dispuesta, no quiero esperar más.  Su voz sonaba desesperada, como un hombre que le habla a la última oportunidad de su vida.
  • Me tomó de la mano con fuerza, por favor, vámonos ya… perdámonos lo más lejos que se pueda. Yo lo miré, con el corazón dividido, no puedo —le dije apenas audible—. Ya ves que es la fiesta  de mi suegra. Él apretó los dientes, con una mezcla de rabia y ternura. Tu suegra al final  de cuentas, va a entender —dijo—, además dejará de serlo. Y tu marido ni siquiera lo va a notar,  no pienses más, la puerta de atrás está abierta.
  • Supe que hablaba en serio, porque  vi la convicción en su mirada, la de un hombre que había esperado demasiado. Pero yo no podía moverme, había demasiado ruido dentro de mí: los recuerdos, el deber, la voz  de mi madre diciéndome que una mujer siempre debe medir las consecuencias de lo que siente. No —le dije al fin—.
  • Más bien espera a que todos se vayan, y entonces dejaré la puerta abierta. La  noche avanzó, y las risas se apagaron poco a poco, las copas vacías quedaron sobre la mesa, y el  olor a cera de las velas consumidas llenó el aire. Desde la habitación escuchaba los  ronquidos pesados de mi marido, mezclados con el leve chirrido del ventilador.
  • Entonces lo oí, el rechinar lento de la puerta trasera al abrirse. Ese sonido que parecía  arrastrar el alma consigo. Me quedé inmóvil, con los ojos abiertos en la oscuridad, escuchando  cómo sus pasos se hacían más fuertes. Y de lo que pasó allí, nadie se enteró hasta hoy. Pero la verdad es que nunca tomé la decisión de irme con él.
  • No porque no  fuera valiente, sino porque no sentía lo mismo que él. Sabía que solo lo heriría, y  yo sé bien lo que significa vivir con alguien que te ignora, y no quería eso para él. Ahora vivo sola, me fui de la casa de mi marido porque ya no había nada que sostener,  por más que estiré el cariño hasta romperlo. Y aunque a veces me visita la soledad,  prefiero su silencio al ruido de la culpa.