Mi COMPADRE entró en la NOCHE y

  • Yo estaba por acostarme cuando los golpes  suaves, pero insistentes, resonaron en la puerta principal. ¿Quién es? —pregunté con  el corazón sobresaltado, mientras apretaba el suéter de lana contra mi pecho. Soy yo comadre —dijo la voz ronca y temblorosa de mi compadre detrás de la  puerta. Me quedé inmóvil unos segundos.
  • Miré el reloj de pared: las manecillas señalaban  las doce exactas. Ay compadre —le respondí, ¿qué anda haciendo usted a estas altas horas  de la noche?, ya vaya a descansar a su casa. ¿Y no me va a abrir la puerta comadre? —replicó  él, con un tono entre suplicante y coqueta, mire que me estoy tullendo de frío.
  • Discúlpeme  compadre, pero es que mire, son las doce de la noche… y no está mi marido. Usted sabe  cómo es la gente, no solo escucha, sino que también inventa. Además, no me parece conveniente  compadre. Si fuera una emergencia, claro que sí, con mucho gusto, pero usted anda algo tomadito… Del otro lado, escuché su respiración pesada y un leve toser, seguido del roce de sus zapatos contra  el empedrado.
  • Tiene razón comadre —dijo al fin—, de algo tomadito sí ando, no se lo voy a  negar. Pero que me estoy tullendo de frío, también es cierto. No debería venir,  lo sé, pero no sabía a dónde más ir. Hubo un silencio corto, roto solo por el ladrido  distante de un perro. Mire que tengo problemas con mi mujer —continuó él—, y por eso salí a tomarme  un par de copas.
  • Pero no quiero llegar a mi casa, y el único lugar que se me ocurrió  venir fue a casa de mi compadre… No lo hago por mal hacer comadre, se lo juro. Abra por lo menos la ventanilla de la puerta y míreme, vera que no traigo  chaqueta. Si no puede darme posada, por lo menos présteme una del compadre.
  • Hágame esa  campaña, por favor, es que llegué en taxi y ahora me toca irme a pie. Usted sabe que vivo lejos,  y con este frío no creo que llegue con bien. Su voz se quebró al final, y me dio una mezcla  de compasión y desconfianza. Me cubrí bien con mi suéter de dormir, y abrí apenas la ventanilla  de la puerta. El aire frío se coló en la casa, trayendo consigo el olor agrio del vino  mezclado con el perfume de mi Compadre.
  • Allí estaba mi compadre: los ojos brillosos, el pelo en  desorden, la piel amoratada por el frío. Temblaba, con los brazos cruzados y una sonrisa forzada. Ay compadre, lo que usted hace… —le dije bajando la voz—. Pobre de la comadre, ha de estar  preocupada. Quizá la discusión que tuvieron no era para tanto. Es mejor que  regrese y se arregle con ella.
  • Él me miró con una especie de tristeza que  parecía sincera, pero en la profundidad de su mirada había algo que no era nada inocente:  una sombra, un secreto, o quizá una intención. Estuve a punto de cerrar la ventanilla para ir por  una chaqueta, cuándo mi marido asomo la cabeza. Estaba escondido pegado a la pared.
  • Hola cariño —dijo mi marido con una voz pastosa. Yo Lo miré sorprendida, pero me  sorprendió más lo que dijo. Sabía que tú eres una gran mujer —añadió con una sonrisa  torcida—. ¡Venga compadre, pague pues! Mi cuerpo se tensó de inmediato, y la vergüenza  me subió a la cara como una llamarada. Abrí la puerta sin pensarlo, solo para no darles  el gusto de que pensaran que había algo que esconder. El compadre, tambaleante entró detrás  de mi marido, metiéndose la mano al bolsillo.
  • Sin decir palabra, me di media vuelta y caminé  hacia mi habitación. Cerré la puerta tras de mí y me recosté en la cama, mirando el techo  mientras la risa de ambos se perdía en la sala. Y por primera vez, aquella casa me  pareció demasiado grande… y demasiado fría. Entonces pensé, ya que mi marido se pone hacerse  esas cosas, ahora me dan ganas de darle su gusto.
  • Sabía que mi compadre estaba con mi marido en la sala, y a mí el sueño  se me fue como se va el humo por la rendija de una ventana abierta. Me quedé tendida, con los ojos  clavados en el techo, oyendo cómo las voces de ambos se mezclaban con el bajo volumen del radio.
  • La rabia me hervía por dentro; no era solo enojo, era esa sensación de traición sutil, de  sentirse usada sin aviso. A lo lejos, el reloj de pared marcó la una con un campanazo  que vibró en todo el cuarto. Afuera, los perros seguían ladrando como si el mundo no tuviera  paz. Yo, con el corazón encendido, no podía apartar de mi mente la idea de que ellos se reían  de mí, de mi prudencia, de mi ingenuidad tal vez.
  • De pronto, escuché el sonido lento y oxidado de  la puerta abriéndose. La luz del pasillo se coló en una franja delgada por debajo de la puerta de  mi habitación. El picaporte giró con suavidad y la silueta de mi marido se dibujó en la penumbra. Cariño no te molestes —dijo en voz baja, intentando sonar cariñoso—. Mira que ahora hasta  más confianza te tengo.
  • Me incorporé en la cama, envuelta en mi bata. La sombra de su cuerpo se  movía torpe, tambaleante, y su voz tenía ese dejo meloso del que quiere disfrazar una culpa. Porque tú sabes —continuó— que no solo yo veo que eres hermosa… Y pues los amigos, a veces  dicen que una mujer así no es solo para uno, porque no le faltan pretendientes.
  • Pero ahora que te portaste como una verdadera dama, estoy muy orgulloso de ti. Se acercó más, y en su mano llevaba un fajo de billetes que agitaba con una sonrisa. Y  mira —dijo con un brillo extraño en los ojos—, esto nos lo ganamos. Te voy a dar la  mitad para que compres lo que quieras. Yo lo miré sin entender, ¿Ganamos? —pregunté.  Sí, ganamos —respondió riendo por lo bajo—.
  • Lo que pasó fue que uno de los amigos empezó a decir  que yo debía tener cuidado contigo, porque con lo bella que eres, podías dejarme sin pensarlo dos  veces. Entonces al compadre se le ocurrió la idea de ponerte a prueba. Si tú lo dejabas entrar,  él ganaba; pero si no, pues ya ves… ganamos. Por un momento no supe si reír o gritar. Sentí la  boca amarga, como si hubiera tragado ceniza.
  • La vergüenza me subió a la garganta y tuve que tragar  saliva para no decir las palabras que me quemaban. Eres tú un verdadero… —me contuve, respirando  hondo—. O sea que tú no tienes confianza en mí. ¿No ves que yo te elegí a ti?, y eso es porque  realmente te amo. Pero veo que tú no sabes valorar eso.
  • La gente puede decir lo que quiera, pero  si yo fuera tú, no pondría en riesgo algo tan frágil como lo nuestro. Si yo hubiera abierto la  puerta, ¿qué hubieras pensado? Que soy una mujer cualquiera, que deja entrar a cualquier hombre  en su casa. Y si lo hubiera hecho por compasión, por humanidad, tú y yo estaríamos ahora  separados… por algo que tú mismo provocaste. Él me miró con ese gesto altivo de los hombres que  no están acostumbrados a ser cuestionados.
  • Bueno cariño, pero no te enojes —dijo bajando el tono—.  Además, no se te olvide que yo soy el hombre aquí. Lo miré fijamente, con los brazos cruzados.  ¿Ah sí? —le dije con la voz helada—. Y dígame, ¿qué hombre pone en riesgo a su mujer por un juego  de borrachos? Pues no pareces tanto que digamos. Él apretó los labios, y durante un instante  temí que me gritara, pero solo resopló, torció la boca con desprecio y dijo: Bueno,  solo porque está el compadre no digo nada más.
  • Tomó el dinero, lo dobló con rabia y lo guardó  en el bolsillo. Después, salió dando un portazo tan fuerte que el vidrio de la ventana tembló.  Apagué la luz, y en la oscuridad solo quedó el tictac del reloj… marcando el inicio de  una distancia que ya no tendría regreso. La verdad, mi compadre no está nada mal.
  • Es un hombre alto, de hombros anchos y mirada serena,  con esa forma de hablar pausada que hace sentir confianza. Aun así, nunca lo había visto como algo  más que lo que era: el Compadre. Pero esa noche, no sé por qué, mi mente no obedecía a la razón. Me levanté sin hacer ruido, y con un gesto lento corrí apenas un poco la cortina, y por la  ranura de la tela pude ver la espalda de mi marido inclinada hacia adelante, mientras el  compadre, con su chaqueta abierta y la camisa mal abotonada, servía más vino en las copas. Me aparté de la ventana y me quedé frente
  • al espejo de cuerpo entero que estaba junto  al armario. Mi reflejo tenía algo distinto, una luz que no sé de dónde venía. Las  palabras de mi marido resonaban en mi cabeza: “no solo yo veo que eres hermosa”. Y por más rabia que me diera esa frase —tonta, interesada, nacida del vino—, había alimentado  algo en mí.
  • Me miré con atención, como si me descubriera por primera vez. Me toqué el cuello,  las clavículas, el contorno de mi cintura. Era cierto: hay cosas que una no pide, pero la  naturaleza, en sus caprichos, nos concede sin preguntarnos. Y conmigo, lo admito, fue generosa. Sabía que mi marido seguiría despierto mucho tiempo. Cada vez que se encontraba con el  compadre, la noche se volvía infinita.
  • El vino, las risas y los secretos masculinos los  mantenían despiertos hasta el amanecer. Así que, sin sueño y con un hormigueo extraño en el cuerpo,  se me ocurrió algo absurdo: posar para mí misma. Fui hasta el armario y busqué entre  los vestidos que casi no usaba. Mis manos tropezaron con uno que tenía tiempo  de no ver: el vestido rojo.
  • Era de seda fina, con unos tirantes delgados que se sujetaban  apenas en mis hombros. Cuando me lo puse, sentí que la tela fría se pegaba a mi, que me  delineaba como si hubiese sido pintado sobre mí. Me solté el cabello, pero luego me hice un chongo  alto, dejando caer algunos mechones sueltos sobre el cuello.
  • Abrí el cajón de los zapatos y tomé  los tacones negros de charol, esos que hacían sonar la madera como si anunciaran mi paso. Encendí la lámpara pequeña del tocador, y su luz dorada me envolvió. Giré lentamente  frente al espejo, observando cómo el vestido caía sobre mis caderas, cómo el brillo de la  seda seguía cada movimiento. Y mientras giraba, me descubrí sonriendo sin saber por qué.
  • Quizá era  vanidad, o tal vez esa necesidad de sentirse viva, después de tantas noches silenciosas. La verdad, algo en mí despertó. Las palabras de esos amigos, aunque dichas entre  risas, se habían quedado flotando en mi cabeza: “esa mujer no es para uno solo”. Y sin quererlo,  mi orgullo empezó a murmurarme al oído: “lo saben, y tú también lo sabes”.
  • El reloj marcaba las dos y media de la madrugada. El sonido seco del segundero  se confundía con las carcajadas que venían del comedor. Era la risa de mi marido, pero ya no  tenía alegría; era una risa cansada y arrastrada, de hombre que ha bebido más de la cuenta. Pensé en salir, decirles que ya era hora de dormir, que el vino podía esperar para otra noche.
  • Pero luego vi mi reflejo: un vestido rojo a esa hora de la madrugada, unos tacones que parecían  de otra mujer. ¿Qué pensarían si me vieran así? Apagué la lámpara, y la habitación  volvió a sumirse en la penumbra. Entonces escuché pasos. Primero lentos,  inciertos, luego más cercanos, arrastrados, como quien no quiere hacer ruido, pero tampoco  sabe a dónde va.
  • El picaporte giró levemente, y yo, impulsada por un instinto que no entendí,  me metí bajo las sábanas y cerré los ojos. El aire del cuarto cambió, sentí la sombra  de alguien detenerse junto a la puerta. Mi respiración se hizo mínima, mi corazón golpeaba  con tanta fuerza que temí que se oyera afuera. Un leve crujido de la madera, y luego… silencio.
  • La puerta se abrió despacio, como si temiera  despertar algo dormido dentro de mí. Entre el leve chirrido de las bisagras se filtró  el olor del vino, mezclado con el perfume agrio del cansancio. Yo seguí inmóvil, con los  ojos entrecerrados, fingiendo dormir, pero el pulso me delataba: cada golpe de mi corazón  resonaba en los oídos como un tambor lejano.
  • Unos pasos se acercaron hasta el borde de la cama.  Escuché el roce contra la tela de las sábanas, y el crujido de la madera al soportar el  peso de alguien que se inclinaba. ¿Estás dormida comadre? —dijo una voz baja, casi  un susurro, que no era la de mi marido. Un escalofrío me recorrió la espalda.
  • Reconocí de inmediato el tono: era mi compadre. No quise moverme, ni respirar más de  lo necesario. Sentí cómo se detenía junto a mí, y por un instante creí oír cómo su respiración  se mezclaba con la mía, tibia y temblorosa. Perdóneme comadre… —susurró—. No debía venir hasta  aquí, pero quería decirle que su marido se quedó dormido en la sala. Está bien, solo… rendido y  quería llevarle talvez una cobija y una almohada.
  • Sus palabras flotaron en el aire, suaves,  contenidas, pero detrás de esa calma había algo distinto: una tensión que nacía entre  los dos, silenciosa, como un fuego escondido. Yo abrí los ojos apenas un poco,  lo suficiente para verlo recortado en la penumbra.
  • La lámpara del pasillo  derramaba una luz débil que lo perfilaba: su sombra se alargaba sobre la pared, y su mirada,  aunque no la veía del todo, la sentía fija en mí. Ya puede irse compadre, yo me encargo de mi  marido ahora —le dije finalmente, sin levantarme, intentando que mi voz sonara firme. Pero él  no se movió, solo quería asegurarme de que usted estuviera bien —dijo—. Hoy su marido…  bueno, ya sabe cómo se pone cuando bebe.
  • Sí, lo sé —respondí, pero no era necesario  que subiera. Tiene razón comadre, es solo que me siento algo mal. La verdad creo que no  debimos hacer una cosa como esa. Pero sí me deja, puedo decirle que al final de cuentas, yo  quería saber si usted de alguna manera vería algo en mí.
  • Sé que no debería, pero es que  yo estaría más que feliz si estuviera en el lugar del compadre. Seguramente no me movería  de la casa, y estaría la pendiente de usted. Por un momento, ninguno dijo nada. Solo se oía el  zumbido débil del foco en el pasillo y el tictac del reloj en la mesa de noche. Yo podía sentir  su presencia como se siente el aire antes de la lluvia: denso, cargado, a punto de romperse.
  • Me puse de pie, y le dije: sabe compadre, usted habla tan bonito, sus palabras son  tan dulces, que cualquiera se derretiría como la cera al fuego. Pero me parece que no  es lo que aparenta, como es posible que usted este en casa ajena, desvelándose y hablándole  palabras halagadoras a quien no es su pareja. Acaso se le olvida que hay una mujer esperándolo  en su casa, se le olvida acaso que esa mujer lo espera porque lo ama.
  • Porque usted no  es que sea bien portado que digamos, y aunque me parezca dulce lo que dice. Me parece  que no vale seguir escuchando sus palabras, le ruego que se retiré. Y que por favor no  vuelva por mi casa, porque, aunque mi marido lo deje entrar, sepa que para mí no es bienvenido. Entonces, antes de dar media vuelta, su voz volvió a aparecer, más baja, más humana: Usted… se ve  hermosa con ese vestido rojo.
  • Buenas noches, o buenos días comadre —añadió él con un  hilo de voz, y sin esperar respuesta, salió cerrando la puerta con suavidad. Hablé con mi marido por la mañana, y le dije que, si él llevaba a alguien más a  la casa, que yo me iría. Él me pidió perdón y hasta hoy no ha traído a nadie más, y el  compadre no supe más.
  • No debería ser así, las amistades no deberían terminar así, pero es  que a veces no hay otra forma. ¿O qué piensas tú?