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Suegra, lo que me gusta de usted —dijo mi yerno con esa voz suya, suave pero con un dejo de coquetería—, es que nunca se enoja. Yo creo que eso es lo que la mantiene tan fresca, tan… hermosa, tan elegante, tan maravillosa y reluciente. Yo fingí buscar algo en la mesa, solo para evitar su mirada, pero en el fondo, lo que sentí fue un halago que me recorrió como un escalofrío.
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Porque a mí muchas veces me han dicho: ¿y cómo se llama la hermana de tu mujer? —continuó él—. Y tienen razón, porque la verdad, no parece usted la madre, sino más bien la hermana. No pude evitar sonreír, y sentí que mis mejillas se encendieron como brasas, y para disimular, me acomodé los tirantes del vestido. Ese vestido de lino claro que había comprado en una tienda del centro, el que tenía un escote discreto, pero que dejaba respirar la piel.
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Pues como dice mi yerno —respondí riendo—, soy una mujer que mantiene no solo el buen ánimo, sino también la buena figura. Toqué sin querer el borde frío de la taza que estaba frente a mí, y el contacto me devolvió a la realidad. Sabía que mi hija estaba observando, con esa mirada suya que mezclaba reproche y desconfianza. Cállate tú —dijo de pronto mi hija, golpeando con la palma el respaldo de la silla—, cualquiera afuera te oye hablando así, y pensará que mi madre no se respeta, que se pone a coquetear contigo, y que por eso tú le hablas así. Su tono cortó el aire como una navaja.
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Más bien —replicó él, alzando una ceja con una sonrisa leve—, tú deberías aprender de tu madre y dejar de estar toda la vida molesta. Parece como si no estuvieras feliz con la vida que tienes. No hay nada de malo en decir lo que uno ve. Además, no solo son mis ojos los que lo notan. Tú sabes que hasta mis compañeros de trabajo te lo han dicho.
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Ella bufó y se cruzó de brazos, y luego me miró a mí con severidad. Y tú mamá… creo que no soy quién para decirte las cosas, pero esos vestidos ya no deberías usarlos. Recuerda que eres una mujer de edad. Deberías taparte un poco más, porque ya ves que afuera hay lobos esperando que alguna oveja se descuide. Yo la observé con calma.
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Su voz era la mía hace años, cuando creía que el amor era un territorio perfectamente medido. Toqué el asa de la cafetera, escuché el burbujeo espeso del café que subía, y con una sonrisa le dije: Ay hija… más bien ven, que te voy a servir un cafecito. Mi yerno se frotó las manos, como si aquel gesto simple fuera el alivio que necesitaba para romper la tensión.
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Bueno suegrita —dijo con un brillo juguetón en los ojos—, venga ese cafecito. El vapor del café llenó el aire con su aroma tostado. Le serví en una taza de loza blanca, la que tenía un borde de color azul, y él la tomó con ambas manos, agradeciendo sin palabras. Mi hija estaba por sentarse cuando su teléfono vibró sobre la mesa.
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El sonido metálico retumbó entre las tazas, haciendo eco. Ella miró la pantalla, frunció el ceño y sin decir nada, se levantó apresurada. El taconeo de sus pasos resonó hasta perderse en el corredor. La puerta se cerró, dejando un silencio cargado de algo que no era del todo cómodo. Mi yerno me miró, y Yo bajé los ojos y tomé mi taza.
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Mi yerno se acomodó en la silla, suegra —dijo, rompiendo el silencio con una voz cargada de preocupación—, su hija está como medio rara. Tal vez usted le puede preguntar qué tiene, porque yo ya no sé qué más decirle. Tragué saliva, porque algo en su tono me heló la espalda.
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No era solo preocupación; había algo más, una mezcla de desconcierto y miedo. Oye, pero lo dices como si eso fuera muy grave —le respondí, intentando mantener la calma, aunque mis dedos jugueteaban con el borde de la taza. Él soltó un suspiro largo, de esos que se arrastran como un peso sobre el pecho. Pues suegra, para mí sí lo es. Conozco bien a su hija y… no era así.
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Es como si de repente la veo a usted gritando por toda la casa. Sabiendo que usted no es así, ¿verdad? Me quedé callada un instante, pues la comparación me desconcertó. Pues eso significaba que el asunto si era más grave de lo que yo pensé. Bueno, quizá sea el trabajo —dije por fin—. Ya ves que tiene una responsabilidad grande en la empresa donde trabaja.
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Eso lo entiendo suegra —respondió él, moviendo la cabeza—, pero no es la única mujer que tiene un puesto así. Además, yo también trabajo y no me pongo de ese humor. Y sé que quizá no debería hablar con usted de esto, pero… yo le he tomado mucho aprecio. Usted es una mujer muy comprensiva, y le tengo confianza. Su mirada se mantuvo fija en la mía, buscando una respuesta que yo aún no tenía.
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Y no sé —continuó—, quizá usted pueda ayudarme, bueno, pues… como también es mujer. Lo que quiero decir es que ella últimamente no solo se niega a hablar conmigo, sino que también… de todo suegra. Se encierra, evita mirarme, y eso me hace pensar que algo está pasando con ella. A veces creo que quizá… puso los ojos en alguien más.
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El corazón me dio un vuelco, y me enderecé en la silla, y con un gesto casi maternal, lo interrumpí. Ay no yernito, eso ni lo pienses. Tú sabes bien que yo le he dado ejemplo a mi hija. Desde que su padre falleció, cuando ella tenía apenas cinco años, nunca he metido a nadie más en nuestras vidas. He trabajado mucho para que ella llegara a ser lo que hoy es.
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Y quizá no se lo he dicho con palabras, pero se lo he demostrado con hechos. Él asintió despacio, bajando la vista. Pues de usted no tengo nada que decir suegra. Al contrario, usted es un ejemplo de superación. Pero, para no llegar tan lejos, dígame una cosa… ¿desde cuándo ella se aleja para contestar una llamada? ¿No le parece eso raro? ¿Acaso no recuerda que antes hasta me decía: “mira quién llama y di que estoy ocupada”? Pero ahora no deja su teléfono ni cuando va al baño. Dígame si no es de sospechar suegra. Mis dedos se detuvieron sobre el mantel. El tictac
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del reloj se hizo más fuerte, como si el tiempo mismo quisiera escuchar la respuesta. Pues yernito —dije despacio—, no sabía que las cosas entre ustedes estuvieran tan descolocadas. Pero déjame ver qué pasa con ella, quizá me cuenta algo a mí. En ese instante, se escucharon pasos en el corredor.
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Los tacones de mi hija golpeaban el suelo con ritmo apresurado, y su perfume llegó antes que su voz. Oye mamá —dijo desde la puerta, con la cartera en una mano y el teléfono en la otra—, creo que me voy. No voy a tomarme el café, pero gracias. Su sonrisa fue rápida, casi ensayada. Se acercó a su esposo y le dio un beso en la mejilla. Bueno, te encargo a mi madre —dijo, evitando su mirada—.
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Vuelvo más tarde, la puerta se cerró, dejando tras de sí el eco de sus pasos y el olor a su perfume, dulce y mentolado. Mi yerno quedó mirando la taza vacía, sin decir palabra. Yo me levanté, fui hasta la ventana y vi cómo ella se subía al auto con una prisa que no tenía explicación. El motor arrancó, y el sonido del vehículo se fue apagando hasta volverse un murmullo lejano.
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¿Vio? —dijo él sin mirarme—, yo no respondí. Solo me quedé observando el camino vacío. Suegrita —me dijo, alzando la voz con un tono amable, aunque se notaba el cansancio en sus ojos—, creo que me voy a duchar. Luego, si gusta, la acompaño al mercado.
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Ya sabe, hoy es mi descanso, y no quiero quedarme aquí encerrado, pensando más en lo que me pasa. Yo le sonreí, intentando disimular la inquietud que aún me rondaba desde nuestra conversación anterior. Claro con gusto —le respondí—. Yo también me doy una manita de gato y nos vamos. Entonces cuando el timbre de la casa sonó muy insistente, como si quien estuviera del otro lado no tuviera paciencia para esperar.
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Me limpié las manos con el delantal y caminé hacia la puerta. Al abrirla, lo vi: el hermano de mi difunto marido, de pie, con su sombrero en una mano y el rostro endurecido por la prisa. Hola —dijo con una voz seca, casi cortante—, ¿Puedo pasar? Claro que sí —respondí algo sorprendida—. Qué gusto verte por aquí.
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Él entró sin esperar invitación, y mientras yo cerraba la puerta, comentó con un aire de justificación: Tú sabes cómo es esto, el trabajo a veces no nos deja tiempo para visitar. Siéntate, te sirvo un café —le ofrecí. No te molestes —replicó moviendo la cabeza—. Más bien dime si hay alguien más en casa. Aquella pregunta me dejó helada por dentro.
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Fruncí el ceño, buscando leerle el rostro, pero su expresión era impenetrable. Sí —le respondí con cierta cautela—, está mi yerno, solo que se está bañando. Él notó mi incomodidad y alzó una mano en señal de calma. No te asustes, no pienses otra cosa. Te pregunté porque lo que vengo a decirte es algo muy delicado, yo sentí cómo el corazón me daba un vuelco.
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Vaya —le dije con una sonrisa forzada—, este día me está recibiendo con noticias no tan agradables, por lo que veo. Dime, ¿qué es eso que no pueda saber nadie más? Él se quitó el sombrero y lo colocó sobre sus rodillas. Por un momento, el silencio fue tan denso que solo se oía el murmullo del agua en el baño y el reloj del pasillo marcando los segundos. Es tu hija —dijo finalmente.
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¿Mi hija? —pregunté sintiendo que el aire se me iba del pecho. Sí —replicó, con los ojos fijos en mí—. Tu hija anda con un hombre, y lo sé porque yo los vi ayer. Me bajé del auto para confrontarla, pero cuando lo hice, ella ya se había subido al carro del hombre. Los seguí… y los vi entrar a un lugar. Tú sabes, de esos donde se esconden los que no están libres de amarse.
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El silencio que siguió me pesó como una piedra. No sé dónde aprendió esas cosas tu hija —continuó con voz dura—, pero veo que al final de cuentas, tú no hiciste un buen trabajo con ella. Mis ojos se alzaron de golpe, con una mezcla de dolor y rabia. Oye tranquilízate —le dije con firmeza—. No me acuses de algo en lo que yo no tengo nada que ver.
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¿Cómo qué no? —respondió él, golpeando la mesa con la palma abierta—. Si tú eres la madre, tú das el ejemplo. Parece que te estás pasando —dije conteniendo el temblor de mi voz—. Pero no voy a discutir contigo eso. Más bien, dime, ¿qué pruebas tienes de lo que dices? Él metió la mano en su chaqueta y sacó un sobre de manila, color amarillo. Lo colocó frente a mí con un gesto seco.
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Aquí están, míralas tú misma. Lo miré sin tocarlo, Él se levantó, y mientras se ajustaba el sombrero, dijo con frialdad: Quiero que sepan que ya no quiero ser llamado tío de esa mujer. Y sin esperar respuesta, se dio media vuelta y salió, cerrando la puerta de un golpe. El sonido del agua en el baño se detuvo.
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Pocos segundos después, apareció mi yerno, secándose el cabello con una toalla. ¿Qué pasó suegra? —preguntó extrañado—, ¿Quién era? Yo respiré hondo, intentando ocultar la conmoción que me hervía por dentro. Ah, el tío de tu mujer —dije fingiendo naturalidad—. Solo vino a dejarme un encargo… pero ya se fue. Él asintió sin sospechar nada, y se marchó al cuarto.
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Mientras mi yerno conducía, Yo llevaba las manos juntas sobre mi bolso, intentando no mostrar el nerviosismo que me causaban sus silencios. Hasta que de pronto, dijo con voz temblorosa: Suegra, tengo algo que confesarle. Giré el rostro hacia él, y vi que su mirada estaba fija en el camino, pero en la comisura de sus labios se notaba una sombra de angustia.
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Como le dije hace rato, le tengo mucha confianza —continuó—. Y creo que es bueno que usted lo sepa. Además… me sirve a mí para quitarme una carga de encima. Yo asentí sin decir nada, solo oía el leve golpeteo de mis uñas contra el cierre metálico de mi bolso, un tic nervioso que no podía controlar. Como usted bien sabe —siguió—, su hija y yo tenemos ya seis años de casados, y pues… no hemos tenido todavía descendencia. Y no es porque no lo hayamos querido.
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Ella, igual que yo, siempre ha deseado ser madre. Pero ya ve, la vida se ha empeñado en darnos la espalda. El aire dentro del carro se volvió más espeso, casi podía oír cómo respiraba él, entrecortado, antes de decir: Yo tomé la decisión de ir a examinarme suegra. Y… el problema soy yo. Sentí que algo dentro de mí se estremecía.
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Lo miré de reojo, sus dedos apretaban con fuerza el volante, los nudillos se le habían puesto blancos. No le he dicho nada a ella —continuó—, porque tengo miedo de perderla. Usted ha visto cómo la trato. Para mí, su hija lo es todo… pero no me siento un hombre completo ahora. No sé cómo voy a mirarla a los ojos y decirle que no puedo darle lo que más desea.
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No supe qué responder, solo escuchaba el zumbido del viento golpeando el parabrisas. Pensé en mi hija, en cómo últimamente se veía distante, y en cómo había cambiado desde que empezó a trabajar. Entonces, el teléfono de él sonó, rompiendo el silencio. Una melodía ligera y alegre, fuera de lugar. Es ella —dijo—, voy a contestar. Puso el altavoz, y la voz de mi hija llenó el interior del auto: Oye cariño, ¿estás en casa? No, voy directo al mercado con tu madre —respondió él. Ah, bueno… entonces están los dos juntos.
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Qué bien, es que tengo una noticia que darles, pero quiero que vengan a tal lugar —dijo ella con un tono extraño, casi nervioso, pero fingiendo entusiasmo. Cuando colgó, mi yerno frunció los labios. Bueno, sea lo que sea —dijo con una sonrisa forzada—, mientras esté feliz, yo también lo estoy. Y giró el volante, vamos entonces suegra.
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A ver qué sorpresa nos tiene. Durante el trayecto, el silencio se hizo incómodo. Afuera, los árboles pasaban como sombras largas, y yo solo pensaba en aquella confesión que me había dejado helada. Al llegar, mi hija estaba esperándonos junto a una pequeña mesa del café. Tenía el cabello suelto, y entre sus dedos sostenía un sobre blanco.
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Nos recibió con una sonrisa amplia, tan radiante que parecía ensayada. Llegaron —dijo con voz temblorosa—. Esto es para ti cariño. Le entregó el sobre a su esposo. Él lo tomó con cierta desconfianza, lo abrió y sacó de adentro un papel doblado. Yo reconocí de inmediato el encabezado: era un resultado médico. Él leyó unos segundos en silencio, y sus ojos se abrieron apenas un poco.
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¿Esto qué es? —preguntó con voz baja. Mira lo que dice —respondió mi hija, mordiéndose los labios. Mi corazón empezó a latir tan fuerte que podía escucharlo en mis oídos. Estoy embarazada —dijo ella, casi en un susurro—, vamos a ser padres. El rostro de mi yerno quedó inmóvil, petrificado, mientras ella se lanzaba a sus brazos. Cariño, a partir de hoy dejo el trabajo.
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Me dedicaré al bebé y a la casa, quiero estar contigo, ayudarte, no quiero separarme más de ti. Yo quise hablar, pero tenía la voz trabada, el alma hecha un nudo, pero él me miró apenas un segundo, con una expresión suplicante, y movió la cabeza como diciéndome no diga nada. El sobre cayó al suelo, y pude ver el borde del documento sobresaliendo.
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El sonido de las tazas en la mesa vecina, el murmullo de los otros clientes, todo parecía alejarse. Mi yerno, con una serenidad casi imposible, la abrazó y le susurró al oído: Cariño, esto hay que celebrarlo. Yo solo me quedé mirando el sobre tirado, el papel que aún brillaba bajo la luz del café, y comprendí que el silencio que me pedía mi yerno sería su mayor felicidad.