Solo quería terminar ese jale y regresar con mi hijo enfermo, pero justo antes de cruzar la frontera me cayeron. Revisaron la caja. Lo que encontraron ahí no lo metí yo. Pero en esta chamba, compa, nadie pregunta. Y a veces un error te cuesta la libertad o la vida. Dicen que cuando te van a chingar, no importa lo que hagas, ya estás marcado.

Me llamo Miguel Andrade, tengo 42 años y llevo 20 chambeando en las carreteras de este país. Mi nave es una Kenworth T680 blanca con franjas verdes. La bauticé como la Mónica en honor a mi morra que en paz descanse. Siempre dije que ella me cuida desde el cielo, pero esa tarde, no sé, sentí que el iba ganando. Todo empezó en la Federal 85D, ya casi llegando a Nuevo Laredo.

Llevaba una carga sellada que me encargaron desde un depósito en San Luis Potosí. Era un jale fácil, dijeron. Carga ligera, paga bien, ni preguntas, dijeron. Yo andaba hasta la madre de deudas por la operación de mi chamaco, así que cerré los ojos y acepté. Pero algo no me cuadraba desde el principio, el compa.

El papel decía piezas automotrices, pero la caja pesaba menos de lo normal y no olía a metal, olía raro, como a tierra mojada, a químicos. Me dio por abrir tantito el sello con cuidado, pero luego pensé, “No te metas en pedos, Miguel, tú solo maneja.” Llevaba 8 horas sin parar, solo echándome un café de olla con un pan dulce en un paradero de Matehuala.

El sol me picaba los ojos y la música del canal 19 del PX estaba callada, muy callada. Cuando el canal se queda mudo, los traileros sabemos que algo anda mal. Y sí, carnal, algo andaba muy mal. A un kilómetro de la garita, vi las luces azules, dos patrullas federales bloqueando el paso. Me hicieron señas. Un oficial con cara de pocos amigos alzó la mano. Bajé la velocidad y me orillé.

La garganta se me cerró como si hubiera tragado grava. ¿Cuál es el motivo de la revisión, jefe?, pregunté con voz firme. Orden directa. Esta carga viene marcada. Marcada. ¿Cómo que marcada? Me sudaban las manos. El oficial se subió al estribo y me miró con ojos que ya habían juzgado.

No importaba lo que dijera, yo ya era culpable. abrieron la caja con una navaja. Yo miraba desde el retrovisor sin poder moverme. Sentí un golpe seco, un grito. Tenemos algo. El oficial sacó una bolsa negra, luego otra, luego cinco más. No eran piezas de carro, compa. Era droga, mucha. Me bajaron, me esposaron. Y mientras me echaban en la patrulla solo pensaba quién me vendió, quién me usó.

Pero lo que nadie sabía todavía era que unas cámaras de seguridad en un taller de San Luis grabaron todo y esa sería mi única esperanza de no podrirme en el tambo. Desde la patrulla, con las esposas apretándome las muñecas, sentía cómo me ardían los ojos, pero no de miedo, sino de rabia.

Yo no soy ningún santo, pero tampoco soy burro. Y nunca, escúchame bien, nunca me he prestado a cargar ajena, pero ahí estaba preso y mi nave, la Mónica, estacionada como si nada, rodeada de federales con caras largas y ojos desconfiados. Uno de ellos, más joven, se acercó y me dijo en corto, “Si hablas te puede ir mejor.” “¿Hablar qué?”, pensé.

ni sabía qué estaba cargando y si hablaba de quién me dio el jale y si eso me metía en más pedos. En esta chamba, si abres el hocico sin pruebas, terminas en una zanja o peor tu familia. Ya en la oficina de revisión me interrogaron por horas, que si conocía al dueño de la empresa, que si yo había manipulado la carga, que por qué no abrí la caja antes.

No manches, ¿desde cuándo nosotros? Los chóeres somos inspectores judiciales, nos dan el papel, la dirección y vámonos. Les conté todo. Les dije que el jale me lo ofreció un viejo conocido, el Greñas, de San Luis, un trailero retirado que ahora conseguía fletes sin tanto papeleo. Me lo encontré en una fonda por casualidad.

me vio con cara de hambre y me ofreció el trabajo. Es pan comido, compa, carga limpia y lana segura. Tú no más manejas. Y yo le creí. El problema era que no tenía cómo comprobar nada. Ni mensajes, ni contratos, ni grabaciones. Todo había sido hablado como entre compas de la vieja escuela. Pero justo cuando creí que ya me habían empinado sin salida, llegó la señal que me devolvió el alma al cuerpo.

Mi sobrino Chucho, que trabaja en un taller mecánico en San Luis, me mandó un mensaje. Tío, una de las cámaras del taller grabó cuando cargaron tu caja y se ve que tú no estabas. Santa Virgen de Guadalupe. Le pedí que mandara el video de inmediato. No me dejaron verlo en el momento, pero cuando lo recibieron, las caras de los federales cambiaron.

Uno de ellos, un comandante ya entrado en años, me miró fijamente. ¿Y por qué alguien pondría eso en tu carga sin decirte nada? Buena pregunta, jefe. Yo también me la hacía. Mi sospecha cayó directo sobre el greñas. Pero, ¿por qué me traicionaría? ¿Qué ganaba? Me puse a recordar y entonces lo entendí todo. El greñas tenía broncas con el cártel local.

Él necesitaba un chóer limpio, sin antecedentes para mover el cargamento. Y yo con mi cara de buey noble, era el peón perfecto. Me usó. Y ahora, aunque el video me salvaba de una condena larga, seguía preso, seguía en el hoyo, porque para salir libre necesitaban detener a los que me habían usado y eso no iba a ser nada fácil, pero una idea empezó a hervirme en la cabeza y si me hacía el menso y les ayudaba a atraparlos.

Dormía en una celda fría con una cobija que olía humedad y recuerdos podridos. Pero esa noche no le recé a Dios para salir. Le recé para no convertirme en lo que juré en un caser, un soplón. Pero había algo más fuerte que mi orgullo, mi hijo esperándome con fiebre y sin medicina. Si no salía pronto, no solo me perdía yo, lo perdía a él.

A la mañana siguiente, el comandante me llamó a su oficina. Tenía cara de que ya había visto demasiadas porquerías en esta vida. Y aún así parecía confiar un poco en mí. Mira, Miguel, el video ayuda, pero no es suficiente. Necesitamos al cabrón que organizó esto. ¿Te animas a echarnos la mano? Me quedé callado, respiré hondo, cerré los ojos y pensé en la última vez que abracé a mi hijo allá en Zacatecas, cuando le prometí que volvería con la lana para su tratamiento.

Va, jefe, pero lo hacemos a mi modo. Y así empezó todo. Les dije que me soltaran, que dejaran correr la noticia de que me habían liberado por falta de pruebas, que yo volvería a San Luis con cara de que no pasó nada. Si el greñas me creía tonto, iba a volver a confiar en mí. Y lo hizo. Dos días después, mientras comía unos tacos de tripa en el mercado, apareció flaco, con el bigote desalineado y la camisa abierta hasta el pecho, como si no debiera nada.

“Miguelón!”, gritó con esa voz de vato traicionero que ya no podía disimular. “¿Qué onda, greñas? Pensé que ya no querías saber de mí. Al contrario, compa, me enteré que te soltaron. Ya ves, te dije que todo iba a salir bien. Mira, tengo otro jale igualito, mejor pagado. Ahí estaba la trampa y yo tenía que morder el anzuelo sin muecas.

¿Cuánto pagan? Doble. Pero ahora la entrega es en Chihuahua. Te late a huevo. Cuando salimos, mi voz temblaba por dentro, pero por fuera sonaba como si me valiera todo. Ese mismo día me dieron el punto de carga, un lote abandonado a las afueras de soledad de Graciano Sánchez. Me citaron de madrugada, pero lo que el greñas no sabía era que yo llevaba un micro escondido en la gorra y que a unas cuadras dos camionetas negras del gobierno ya estaban listas para caerle encima.

Llegué al punto con Mickenworth T680 brillando como si nada hubiera pasado. El tipo que me recibió no era de este mundo, compa. Ojos fríos, tatuajes hasta en los dedos y la sonrisa de quien te mata por 5 pesos. No preguntes nada”, me dijo. “Solo maneja y no te salgas de la ruta.” Cargaron la caja con rapidez, todo en silencio.

No me dejaron acercarme, ni tocar ni ver. Solo firmé el papel falso y arranqué. Pero justo antes de salir vi algo, una foto mía y de mi hijo pegada en el parabrisas, justo donde yo la había dejado meses atrás. Alguien la había sacado de mi tráiler original y la había puesto ahí. Era un mensaje. Sabían quién era yo. Sabían todo.

Me estaban dejando claro que si hablaba me quitaban lo que más quería. Y ahí, compa, se me enchinó el alma porque entendí que ya no era solo un chóer en una operación encubierta. Era un papá marcado por un cartel y mi hijo, un blanco fácil. Seguimos con la parte cuatro. Se viene el clímax. Miguel tendrá que tomar la decisión más cabrona de su vida.

¿Sigue con el plan o se raja para proteger a su familia? Dime, continúa y seguimos sin frenos. como tráiler embajada por la rumorosa. La carretera hacia Chihuahua se extendía como una cicatriz caliente sobre el desierto. El sol apenas asomaba por el horizonte, pero yo ya tenía el alma en llamas, no por el calor, sino por el miedo de no volver a ver a mi hijo.

Manejaba con las dos manos en el volante, los nudillos blancos. Tenía el canal 19 abierto, pero nadie hablaba. El plan era claro, seguir la ruta, no detenerme y esperar la señal de los federales para interceptar al convoy. Pero después de ver esa foto mía y de mi hijo pegada en el parabrisas, algo se quebró dentro de mí. Y si ya sabían todo y si mi hijo estaba en peligro ahora mismo, bajé la velocidad.

El camión rugía como si también se negara a seguir adelante. El motor jadeaba conmigo. La Virgencita colgada en el retrovisor me miraba fijo, como esperando que decidiera si era hombre o cobarde. Le hablé bajito. Tú sabes que yo no soy soplón, pero tampoco soy No voy a dejar que le hagan daño a mi hijo. Tomé una salida secundaria hacia un camino rural.

Apagué el radio PX y marqué un número que tenía guardado desde la noche anterior. La voz del comandante respondió de inmediato, “¿Ya vienes? Cambio de ruta, jefe. Me están casando y no pienso morir como perro en esta caja.” Hubo un silencio. Luego dijo, “¿Dónde estás, carretera vieja a delicias? Necesito que saquen a mi hijo de la casa.

Ahora no hubo discusión. Sabían que no era un loco, era un papá con las horas contadas. A los 15 minutos escuché el zumbido de los drones, luego el rugido de las patrullas sin placas. Me rodearon como lobos. Apuntaron, gritaron, me hicieron bajar con las manos arriba. Uno de los agentes se acercó al tráiler, abrió la caja y lo que salió de ahí nos dejó a todos helados. No eran solo drogas, compa.

Había armas largas, granadas, chalecos tácticos, radios encriptados y lo peor, una lista de nombres. Mi nombre no estaba, pero el de mi hijo sí. Sí, gey. El nombre de mi hijo de 9 años estaba entre los posibles contactos para presión, amenazas, quién sabe qué más. Y en ese momento me quedó claro, esto ya no era un jale chueco, era guerra.

El comandante me vio. Tenía la cara más pálida que las nubes que se juntaban al norte. Me dijo sin rodeos, esto viene de alto, muy alto. Asentí. La piel me ardía como si me hubieran echado diésel hirviendo. Mi hijo ya está seguro. Tu sobrino lo tiene. Está en resguardo. Me derrumbé ahí mismo, sobre la tierra seca. Lloré como nunca.

No por debilidad, sino por alivio, por saber que aunque el infierno me lamiera los talones, mi sangre estaba a salvo. Pero esto no terminó ahí. Una semana después, ya con las pruebas, detuvieron a Elgreñas. No opuso resistencia. Dijo algo que todavía me persigue por las noches. Perdón, Miguel, yo también tengo hijos. Perdón.

Después de usarme, de marcar a mi familia, de casi condenarme, lo miré a los ojos. Tú ya estás muerto, greñas, no más que no te has dado cuenta. Vamos con la última parte, compa. No volví a manejar durante tres meses. Mikenworth T680, la Mónica, se quedó estacionada bajo una lona, como si también ella necesitara sanar.

Cada vez que la veía recordaba la foto en el parabrisas, la traición, el miedo en el pecho, la rabia en los puños, pero también recordaba la voz de mi hijo cuando por fin pude abrazarlo. Ya no vas a irte, pa. Ahí me rompí, compa. Me solté como si trajera 20 toneladas en el alma. Lo abracé fuerte. Le juré que nunca más me iba a dejar usar, que nunca más pondría mi vida ni la suya en manos de gente sin palabra.

La policía me ofreció protección, incluso dinero por haber colaborado. Les dije que no, que lo único que quería era volver a la carretera, pero a mi modo. Conseguí un jale fijo con una empresa chica en Zacatecas que transportaba alimentos entre ranchos. Nada de rutas fronterizas, nada de misterios. Solo caminos, tierra, polvo y paz.

Un día, en una fonda sobre la 57, me encontré con un trailero viejo que conocía desde mis inicios. El don Polo, me vio, sonrió con su cara arrugada y me dijo, “Te ves distinto, Miguel, más cabrón, pero con los ojos más limpios.” Le conté todo, no con detalles, pero con el alma. me escuchó sin interrumpir. Al final me sirvió un café de olla con una concha bien calientita.

Me puso la mano en el hombro y soltó. Eso que hiciste no cualquiera lo hace. Pero ten cuidado, mi hijo, porque en esta vida el que se atreve a ser limpio a veces termina más sucio que los demás. Lo importante es dejar que el barro llegue al corazón. Me fui de ahí con el sabor del piloncillo en la boca y una promesa en el pecho.

Nunca más cargar lo que no me pertenece, ni en la caja ni en el alma. Hoy sigo rodando. No me hice rico, no me volví famoso, pero cada vez que paso por una revisión levanto la cara porque ya no tengo nada que esconder. Y cada vez que miro el retrovisor y veo la foto de mi hijo en el tablero, sonrío porque sé que aunque casi me quitan todo, no me quitaron lo más importante, mi dignidad.