Solo me queda un mes de vida. ¿Viajas conmigo? Le pidió el millonario a la mesera. Esa mañana casi no habló. Si se hubiera quedado callado, Teresa nunca habría descubierto que escondían esos ojos cansados del hombre que pedía café todos los días. Teresa Medina se secó las manos en el mandil y miró el reloj de pared del café Luna en pleno corazón de Coyoacán. Eran las 7 de la mañana y el movimiento aún estaba tranquilo. Solo unos pocos clientes de siempre ocupaban las mesas de madera gastada.

Entre ellos, el hombre que siempre se sentaba en la esquina derecha, cerca de la ventana que daba a la calle Centenario. Diego Barragán llegaba puntual a las 7 todos los días desde hacía tres meses. Americano doble, sin azúcar y nunca decía más que buenos días y gracias. Teresa calculaba que tendría unos treint y tantos, pero había algo en su cara que lo hacía parecer mayor, como si cargara un peso invisible en los hombros. Esa mañana de octubre, cuando Teresa se acercó a su mesa con el café, Diego no estaba mirando por la ventana como siempre.

Sus ojos estaban fijos en sus propias manos que temblaban ligeramente. “Su café, señor Barragán”, dijo Teresa colocando la taza en la mesa. Diego levantó la mirada y Teresa notó algo diferente. No era cansancio, era miedo. “Teresa,” dijo y ella se sorprendió de que supiera su nombre. “¿Puedo hacerte una pregunta rara?” Teresa dudó. En tres meses, esas eran las primeras palabras más allá de los saludos básicos. “Claro,” respondió acomodándose el mandil. Diego respiró hondo y sus palabras salieron como un susurro urgente.

“Si supieras que te queda solo un mes de vida, ¿qué harías?” Teresa sintió un nudo en el estómago. La pregunta era demasiado pesada para un martes por la mañana en el café. Pues no sé por qué lo preguntas. Diego volvió a mirar sus manos. Cuando habló, su voz estaba más firme, pero aún cargada de una tristeza profunda. Porque ayer descubrí que tengo un tumor en el cerebro. Los doctores me dieron cuatro semanas, tal vez cinco. Teresa sintió que las piernas le flaqueaban y se apoyó en la silla vacía junto a la mesa.

“Dios mío”, murmuró. Lo siento mucho. No tienes que sentirlo, dijo Diego dando al fin un sorbo al café. De hecho, necesito pedirte algo, algo que va a sonar completamente loco. Teresa se sentó en la silla olvidándose por completo de los demás clientes. Algo en la voz de Diego la hacía incapaz de moverse de ahí. Tengo dinero, Teresa, mucho dinero. Heredé una empresa de mi papá cuando murió hace 5 años, pero nunca me importó mucho. Siempre dejé todo en manos de los gerentes y viví una vida vacía.

Hizo una pausa como si estuviera ordenando sus pensamientos. Quiero viajar. Quiero ver lugares que nunca he visto, comer comidas que nunca he probado, hablar con gente que nunca he conocido. Quiero sentir que viví, aunque sea solo por un mes. Teresa no entendía a dónde iba esa conversación. Qué bonito, señor Barragán. Seguro será un viaje increíble. Diego la miró directo a los ojos. Quiero que vengas conmigo. El silencio entre ellos pareció eterno. Teresa podía escuchar el sonido de la máquina de café al fondo y el murmullo de otros clientes, pero todo parecía lejano.

“No entiendo”, dijo al fin. “Estos tres meses viéndote trabajar aquí me hicieron darme cuenta de algo. Tratas a cada cliente como si fuera especial. Sonríes aunque estés cansada. Tienes algo que yo nunca tuve. la habilidad de encontrar alegría en las cosas pequeñas. Teresa sintió que el corazón le latía más rápido. Señor Barragán, apenas te conozco y tú no me conoces. Justo por eso, la interrumpió Diego. No quiero pasar mi último mes con gente que me conoce y que va a sentir lástima por mí.

Quiero conocer el mundo a través de los ojos de alguien que aún se sorprende. Sacó una tarjeta del bolsillo y la puso en la mesa. Esta es la tarjeta de mi asistente. Si aceptas, ella organizará todo. Boletos, hoteles, documentos. No pagarás nada y además recibirás suficiente para no tener que trabajar por un buen rato cuando regreses. Teresa miró la tarjeta luego a Diego. Y si digo que no, entonces me voy solo y tú sigues con tu vida normal, sin problema, sin rencores.

Teresa tomó la tarjeta sintiendo el peso de esa decisión entre sus dedos. Necesito pensarlo. Diego asintió y se levantó dejando dinero en la mesa para el café. Tienes hasta mañana por la mañana. Estaré aquí a la misma hora. Ya estaba en la puerta cuando se dio la vuelta una última vez. Teresa, sé que suena a locura, pero a veces la vida nos da una sola chance de hacer algo completamente diferente. Y se fue, dejando a Teresa sola con la tarjeta en la mano y una decisión que lo cambiaría todo.

Esa noche Teresa no pudo dormir. Se quedó sentada en el pequeño balcón de su departamento en la colonia del Carmen, mirando las luces de la ciudad y pensando en la propuesta de Diego. A sus nunca había salido de México. Nació y creció en la Ciudad de México. Trabajó en distintos cafés desde los 18 y su mayor aventura había sido un viaje a Puerto Vallarta con sus amigas dos años atrás. “Mamá, ¿tú qué harías?”, murmuró frente a la foto de la mujer que descansaba en la mesa de centro.

Carmen Medina había muerto cuando Teresa tenía 25 años, dejando solo recuerdos de una mujer valiente que siempre decía, “La vida es muy corta para no arriesgarse, mi hija. ” A la mañana siguiente, Teresa llegó al café Luna media hora antes. Necesitaba hablar con su jefe, don Leandro, sobre la posibilidad de pedir una licencia. Un mes de permiso, Teresa, nunca has pedido ni siquiera una semana de vacaciones. Dijo don Leandro, un hombre de 60 años que era dueño del café desde hacía más de 20.

Es una oportunidad única, don Leandro. Una persona, un cliente me invitó a viajar. Don Leandro la miró con ojos experimentados. Ese cliente es el hombre que siempre se sienta en la mesa de la esquina. Teresa asintió sorprendida por su observación. Parece buen hombre, triste, pero respetuoso. Y tú, Teresa, llevas 5 años trabajando aquí sin pedir nada. Si este viaje te va a hacer bien, ve. A las 7 en punto, Diego entró al café. Se veía más pálido que el día anterior, pero sus ojos buscaron a Teresa de inmediato.

Ella se acercó a su mesa y sin decir nada puso la tarjeta sobre la mesa. “¡Acepto”, dijo simplemente. El rostro de Diego se iluminó con una sonrisa que Teresa nunca había visto antes. “¿De verdad aceptas? De verdad acepto, pero con unas condiciones.” Diego le hizo un gesto para que continuara. Primera, quiero conocer tu historia. Si vamos a viajar juntos por un mes, no quiero que seamos solo dos extraños. De acuerdo, dijo Diego. Segunda, yo pago mis comidas.

Tú puedes pagar hoteles y boletos, pero no quiero sentir que me estás manteniendo. Diego dudó. Teresa, tengo más dinero del que podría gastar en varias vidas. Esa es mi condición, insistió ella. Está bien. Y la tercera, cuando te sientas mal, cuando la enfermedad empiece a afectarte más, regresamos a casa. No quiero que pases tus últimos días lejos de todo lo que conoces solo por cumplir una promesa conmigo. Diego le extendió la mano. Trato hecho. Teresa le estrechó la mano sintiendo la firmeza de su agarre a pesar de los temblores sutiles.

¿Cuándo nos vamos? Pasado mañana. Primero a París, luego Barcelona, Roma, Santorini. Siempre quise ver el mar de Grecia. Teresa sintió una mezcla de nervios y emoción. Nunca he subido a un avión. Diego sonrió de nuevo. Entonces, será una primera experiencia para los dos. Yo nunca he viajado acompañado. Pasaron toda la mañana platicando. Diego contó sobre la empresa de exportación que heredó de su papá, sobre cómo había pasado los últimos 5 años solo existiendo, sin vivir de verdad.

Teresa habló de sus sueños de conocer el mundo, de cómo siempre imaginó cómo sería pisar tierras lejanas. “¿Por qué nunca viajaste antes?”, preguntó Diego. Dinero, principalmente y también miedo. Siempre pensé que viajar sola sería peligroso y nunca tuve a alguien que quisiera ir conmigo. Ahora sí lo tienes, dijo Diego suavemente. Cuando llegó la tarde, Teresa se despidió del café, de sus compañeros de trabajo y de los clientes de siempre. Algunos se sorprendieron, otros se alegraron por su oportunidad.

Cuídate, pequeña”, dijo doña María, una señora que tomaba té todas las tardes y aprovecha cada momento. En la salida Diego la esperaba. ¿Quieres cenar conmigo? Creo que debemos conocernos mejor antes del viaje. Teresa aceptó y caminaron hasta un pequeño restaurante en la calle Francisco Sosa. Durante la cena, Diego reveló más sobre su vida solitaria, sobre cómo nunca tuvo relaciones serias, porque siempre estuvo enfocado en responsabilidades que no le interesaban. Y tú, preguntó él, “¿Ya te casaste? ¿Tienes novio?” Tuve algunas relaciones, pero nada serio.

La última persona con la que salí dijo que yo era demasiado sencilla para él. Teresa rió, pero Diego notó un toque de dolor en su voz. Ser sencilla es lo más bonito que hay”, dijo Diego. “Lo complicado está sobrevalorado.” Cuando se despidieron en la puerta del departamento de Teresa, ella se dio cuenta de que por primera vez en años se sentía realmente emocionada por el futuro. “Diego”, dijo antes de que se fuera, “Gracias por darme esta oportunidad.” “Gracias a ti por aceptar ser parte de mi último capítulo”, respondió él.

Y Teresa supo en ese momento que ese viaje los cambiaría a ambos para siempre. El aeropuerto internacional de la Ciudad de México estaba a reventar esa mañana de jueves. Teresa sostenía su maleta pequeña, la misma que usó para el viaje a Puerto Vallarta y trataba de controlar los nervios. Diego llegó puntual a las 9 como habían quedado. Vestía ropa casual, pero Teresa notó la calidad de la tela y los accesorios. Era fácil olvidar que era millonario cuando platicaban en el café.

¿Lista para la aventura?, preguntó él sonriendo a pesar de la palidez evidente. “Lista”, mintió Teresa, que sentía mariposas en el estómago. Durante el vuelo a París, Diego explicó el itinerario que su asistente había preparado. “Tres días en París, luego Barcelona por dos días, 4 días en Roma y terminamos con 5co días en Santorini.” “Y después?” preguntó Teresa. Diego se quedó callado un momento. Después regresamos a casa y yo me preparo para lo que venga. Teresa le tomó la mano.

No pienses en eso ahora. Piensa en París. El vuelo fue tranquilo, salvo por unos momentos de turbulencia que hicieron que Teresa se aferrara al brazo de Diego. Él se rió de su reacción y ella notó que hacía mucho no veía a alguien reír con tanta sinceridad. París los recibió con un cielo gris típico de octubre, pero nada de eso importó cuando Teresa vio la Torre Ifel por primera vez, se detuvo en medio del pon de Birja Kim y se quedó mirando.

Es justo como en las fotos, pero completamente diferente al mismo tiempo, murmuró Diego. Observaba más a Teresa que a la torre. ¿Cómo así? En las fotos es solo una estructura bonita. En persona tiene alma. Se hospedaron en un hotel boutique en el distrito 7, habitaciones separadas, como Diego había dejado claro desde el principio. No quiero que te sientas incómoda en ningún momento, había dicho. El primer día caminaron por las orillas del Sena. Teresa probó crepas por primera vez mientras Diego contaba como su papá siempre hablaba de París, pero nunca pudo visitar la ciudad.

Decía que París era donde la gente iba a enamorarse, dijo Diego. No de otras personas, sino de la vida. ¿Y tú te estás enamorando de la vida?, preguntó Teresa. Diego dejó de caminar y la miró. Por primera vez en años. Sí. El segundo día visitaron el LV. Teresa se quedó más de una hora parada frente a la mona Lisa, intentando entender qué tenía de especial. No le encuentro lo especial”, admitió. “Tal vez eso es lo especial”, dijo Diego.

A veces lo especial está en que no podemos explicar por qué algo nos toca. Esa tarde, mientras tomaban café en un bistro cerca de Notredam, Diego tuvo su primera crisis. Empezó con un dolor de cabeza intenso. Luego mareos. Teresa lo ayudó a sentarse y pidió un vaso de agua al mesero. ¿Quieres regresar al hotel?, preguntó preocupada. No, respondió Diego cuando el dolor pasó. Estoy bien. Son solo los síntomas que mencionó el doctor. ¿Seguro? Completamente. Y Teresa, gracias por no entrar en pánico.

¿Por qué entraría en pánico? Porque la mayoría se asusta cuando se enfrenta a la mortalidad de alguien más. Les recuerda la suya. Teresa pensó en eso mientras caminaban de regreso al hotel. ¿Sabes, Diego, todos vamos a morir algún día? La diferencia es que tú sabes cuándo. En cierto modo, eso es una ventaja. ¿Cómo así? Puedes elegir cómo quieres vivir tus últimos días. La mayoría solo deja que la vida pase sin pensar en el final. El tercer día en París subieron a la Torre Eifel al atardecer.

La ciudad se extendía bajo ellos como un mar de luces doradas. Teresa, dijo Diego mientras miraban la vista. ¿Puedo contarte algo? Claro. Cuando descubrí lo del tumor, mi primer pensamiento no fue sobre morir, fue sobre el hecho de que nunca había vivido de verdad. Teresa lo miró esperando que continuara. Tengo 33 años y nunca me he enamorado. Nunca desperté emocionado por empezar un día. Nunca me reí hasta que me doliera la panza, hasta que te conocí. Diego, no digo que me enamoré de ti, se apresuró a aclarar.

Digo que tú me enseñaste que es posible enamorarse de la vida. Por eso, estos tres días en París han sido los mejores de mi existencia. Teresa sintió los ojos llenos de lágrimas. Para mí también, dijo suavemente. Esa noche cenaron en un pequeño restaurante en Montmart. La plática fluía natural, como si fueran amigos de años. Mañana Barcelona”, dijo Diego brindando con vino tinto. “Mañana Barcelona”, repitió Teresa. “Cuéntame de qué ciudad y país estás viendo este video. Voy a leer todos los comentarios.” Cuando regresaron al hotel, Diego se detuvo en la puerta del cuarto de Teresa.

“Gracias por estos días”, dijo. “El viaje apenas empieza,” respondió Teresa. “Lo sé, pero por si no tengo chance de decirlo después, gracias por hacerme sentir vivo. ” Y Teresa se dio cuenta de que de alguna forma él también estaba haciendo lo mismo por ella. Barcelona los recibió con sol y la energía vibrante que solo las ciudades mediterráneas tienen. Teresa despertó en el hotel con el sonido del mar a lo lejos y por primera vez en años se sintió completamente presente en el momento.

Diego tocó a su puerta a las 8 de la mañana cargando dos tazas de café. Pensé que extrañarías el ritual mañanero”, dijo pasándole una taza. Teresa probó el café e hizo una mueca. “Definitivamente no es como el del café Luna”, Río. “Nada sustituye el hogar”, asintió Diego. “Pero a veces está bien probar cosas nuevas.” Pasaron la mañana caminando por las ramblas. Teresa se encantó con los artistas callejeros, especialmente con un joven que pintaba retratos con los pies.

Diego observaba más a Teresa que las atracciones, notando cómo encontraba magia en las cosas pequeñas. “Tienes un don”, dijo mientras se detenían a ver una presentación de flamenco. “¿Cuál don?” “El de ver belleza donde otros solo ven rutina.” Teresa se quedó pensativa. Mi mamá decía que la vida es como un caleidoscopio. La misma luz, los mismos pedazos de vidrio, pero cada vez que lo giras ves un patrón diferente. Todo depende de cómo lo mires. Tu mamá era una mujer sabia.

Lo era. Murió de cáncer hace 4 años. Diego dejó de caminar. Teresa, lo siento mucho. No sabía. No pasa nada. Ella luchó con valentía, pero al final, a veces la valentía no basta. Caminaron en silencio unos minutos. ¿Por eso aceptaste viajar conmigo?, preguntó Diego. Porque sabes lo que es perder a alguien. No respondió Teresa con honestidad. Acepté porque vi algo en tus ojos ese primer día. Miedo, sí, pero también esperanza, como si todavía creyeras que había cosas buenas esperándote.

Esa tarde visitaron la Sagrada Familia. Diego se impresionó con la arquitectura, pero Teresa se quedó callada ante la grandeza de la obra. ¿En qué piensas?, preguntó él. Gaudí nunca vio su obra terminada”, dijo Teresa. Trabajó en ella sabiendo que no viviría para ver el resultado final, pero aún así siguió día tras día. ¿Y eso qué te dice? Que tal vez lo importante no es ver el final, sino saber que aportaste algo bonito. Diego sintió algo moverse en su pecho.

Una comprensión nueva, distinta. Siempre ha sido así, tan profunda. Teresa río. Mi mamá decía que pensaba demasiado para ser mesme cera, pero yo creo que todo trabajo tiene su dignidad y toda persona tiene sus profundidades. Esa noche cenaron en un restaurante frente al mar. Diego notó que sus temblores eran más frecuentes, pero decidió no decir nada. No quería arruinar la noche de Teresa. ¿Puedo hacerte una pregunta personal? Dijo Teresa durante el postre. Claro. ¿Por qué nunca te casaste?

Digo, eres guapo, inteligente, exitoso. Diego río con amargura, porque nunca encontré a alguien que me hiciera querer ser mejor persona. Y ahora, Diego la miró directo a los ojos. Ahora es demasiado tarde. Diego. No, Teresa, no es autocompasión, es la realidad. Me quedan menos de tres semanas de vida. No es justo empezar algo sabiendo que voy a dejar a la otra persona sufriendo. Teresa se quedó callada un buen rato. Y si esa persona prefiriera tres semanas de felicidad a una vida entera preguntándose, ¿qué tal sí sería egoísmo de mi parte aceptarlo?

O valentía de ella ofrecerlo. Se miraron por un momento que pareció eterno. Teresa, eres una mujer increíble. Mereces a alguien que pueda darte una vida entera, no solo unas semanas. Y si digo que unas semanas pueden valer más que una vida entera. Diego sintió los ojos llenos de lágrimas. Entonces diría que eres aún más especial de lo que imaginaba. Caminaron de regreso al hotel en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. En la puerta de su cuarto, Teresa se volvió hacia Diego.

¿Sabes, Diego? Mi mamá me enseñó algo más. Dijo que el amor no se mide en tiempo, sino en intensidad. Que es mejor amar profundamente por poco tiempo que nunca amar de verdad. Diego tomó el rostro de ella entre sus manos. Teresa, no hace falta que digas nada ahora, susurró ella. Solo piensa en lo que dije. Y se despidieron esa noche sabiendo que algo había cambiado entre ellos, aunque ninguno tuvo el valor de ponerle nombre. Roma los recibió con su grandeza milenaria y el caos acogedor de sus calles italianas.

Teresa despertó esa mañana con una sensación extraña, como si estuviera a punto de descubrir algo importante. Diego llegó al desayuno más pálido de lo normal, pero sus ojos brillaban con una determinación nueva. “¿Cómo dormiste?”, preguntó Teresa. “Pensé toda la noche en lo que dijiste ayer”, respondió él yendo directo al grano. Y llegué a una conclusión. Teresa sintió que el corazón se le aceleraba. ¿Cuál conclusión? Que tienes razón, unas semanas pueden valer más que una vida entera, pero primero necesito contarte algo.

Teresa notó la seriedad en su tono. ¿Qué es? Diego respiró hondo. Te mentí en una cosa. Teresa sintió un nudo en el estómago. Sobre qué? Sobre no haberme enamorado de ti. El silencio que siguió solo fue roto por el ruido de la ciudad romana. despertando afuera. Diego, déjame terminar, pidió él. Me enamoré de ti el segundo día que te vi en el café, por cómo tratabas a cada cliente como si fuera especial, por cómo sonreías aunque estuvieras cansada.

Y me enamoré aún más durante este viaje, viendo el mundo a través de tus ojos. Teresa sintió que las lágrimas se le formaban. ¿Por qué mentiste? Porque tengo miedo, admitió Diego. Miedo de amarte y dejarte. Miedo de pedirte que ames a alguien que va a morir. Teresa se levantó y caminó hacia él. Y si digo que ya es demasiado tarde, que ya te amo. Diego la miró con sorpresa. ¿Me amas? Creo que empecé a amarte cuando me hiciste esa pregunta rara en el café.

No por lástima ni compasión, sino porque vi a un hombre lo suficientemente valiente para cuestionar qué es lo que de verdad importa en la vida. Diego se levantó y la abrazó. Teresa, te amo más de lo que creí posible amar a alguien. Y yo te amo, susurró ella, no a pesar del tiempo que nos queda, sino por él. Se besaron ahí en medio del restaurante del hotel, sin importarles las miradas curiosas de otros huéspedes. El primer día en Roma fue diferente a todos los demás.

Caminaron de la mano por las calles antiguas, visitaron el coliseo, tiraron monedas a la fontana de It. Pero más importante que los lugares eran los momentos, las bromas compartidas, los silencios cómodos, las miradas que decían más que 1 palabras. ¿Hiciste un deseo en la fuente?”, preguntó Diego mientras miraba el agua danzar. “Claro”, dijo Teresa. “Pedí aprovechar cada segundo del tiempo que tenemos.” “¿Y tú hiciste algún deseo?”, Diego sonríó. “Pedí ser lo suficientemente valiente para vivir estos días al máximo, sin miedo al final.

” Esa tarde, mientras visitaban la capilla Sixtina, Diego tuvo otra crisis, esta vez más fuerte que la anterior. Teresa lo ayudó a sentarse en una banca, ignorando los murmullos de otros turistas. ¿Quieres regresar al hotel?, preguntó. En unos minutos, dijo Diego, respirando con dificultad. Solo necesito descansar un poco. Cuando la crisis pasó, caminaron lentamente de regreso. Está empeorando, dijo Diego. No era una pregunta. Sip, admitió él. Más rápido de lo que esperaban los doctores. Teresa dejó de caminar.

¿Qué significa eso? Significa que tal vez no tengamos las tres semanas que pensaba. Teresa sintió que el mundo le daba vueltas por un momento. ¿Cuánto tiempo tenemos? Tal vez dos semanas, tal vez menos. Teresa respiró hondo, luchando contra el pánico que amenazaba con apoderarse de ella. “Entonces tenemos que aprovechar cada momento,” dijo al fin. Teresa, puedes regresar a casa si quieres. Lo entendería perfectamente. Diego Barragán, dijo ella deteniéndose y tomando su rostro. Te amo. Eso significa que me quedo pase lo que pase.

Esa noche cenaron en un pequeño restaurante en Trasté. La comida era deliciosa, el vino suave, pero ambos estaban perdidos en sus propios pensamientos. Teresa dijo Diego después de un largo silencio. Gracias. ¿Por qué? Por enseñarme que es amar, por mostrarme que es posible ser feliz, incluso sabiendo que todo va a terminar. Gracias a ti, respondió Teresa, por enseñarme que vale la pena arriesgar el corazón. Caminaron de regreso al hotel en silencio, sabiendo que esa noche sería diferente.

En la puerta del cuarto de Teresa, Diego dudó. Teresa, yo yo también, dijo ella suavemente. Pasa. Y por primera vez en su vida, Diego entendió qué significaba amar a alguien completamente, sin reservas, aún sabiendo que el tiempo era limitado. Santorini apareció ante ellos como un sueño hecho de blanco y azul, las casitas encaladas pegadas a los acantilados, el mar Ejeo extendiéndose hasta el infinito, el cielo que cambiaba de color a cada hora del día. Era justo como Diego lo había imaginado, pero infinitamente más hermoso porque lo veía al lado de Teresa.

Llegaron a la isla una mañana de domingo y Diego tuvo problemas para disimular lo débil que estaba. El vuelo de Roma había sido duro para él, con mareos constantes y un dolor de cabeza que no se quitaba. ¿Estás bien?, preguntó Teresa mientras se instalaban en el hotel en olla con vista directa al atardecer más famoso del mundo. Estoy donde siempre quise estar, con quien siempre quise estar. Estoy perfecto, respondió Diego, sonriendo a pesar de la palidez evidente.

Teresa sabía que estaba mintiendo, pero decidió aceptar su respuesta. Habían decidido en Roma no desperdiciar tiempo hablando de la enfermedad más de lo necesario. Los primeros dos días fueron mágicos. Caminaron por las callecitas estrechas de Ol, probaron vinos locales en terrazas con vista al mar. Nadaron en playas de arena volcánica. Teresa se fascinaba con cada detalle y Diego se fascinaba viendo a Teresa fascinarse. ¿Sabes qué es lo que más me impresiona de este lugar? dijo Teresa mientras veían el atardecer del tercer día.

¿Qué? Cómo todo parece eterno y frágil al mismo tiempo. Estos acantilados han existido por miles de años, pero podrían derrumbarse en cualquier momento. Diego la miró con admiración. ¿Cómo le haces para siempre encontrar poesía en las cosas? Creo que lo aprendí de ti, dijo Teresa. Tú me enseñaste que la belleza está justo en lo que no dura. El cuarto día, Diego despertó sin poder levantarse de la cama. Teresa intentó disimular el pánico, pero sabía que el momento que ambos temían había llegado.

“Tal vez deberíamos regresar a casa”, sugirió suavemente. “Aún no, dijo Diego con esfuerzo. Todavía no he visto el atardecer de Santorini contigo por última vez.” Teresa lo ayudó a vestirse y pidió un taxi para llevarlos al punto más alto de olla. Diego se apoyaba en ella a cada paso, pero insistió en caminar. “Promete una cosa”, dijo mientras subían lentamente la colina, “Lo que sea, cuando me vaya, no dejes de viajar. No dejes de ver el mundo con esos ojos que me hicieron enamorarme de la vida.” Teresa tragó las lágrimas.

Diego, no hagas eso. Teresa, necesito decirlo. Escucha. Se detuvieron a descansar en una banca de piedra. Quiero que tomes todo el dinero que te dejé y lo uses para vivir. Viaja, conoce gente, enamórate otra vez. Nunca me voy a enamorar otra vez. Interrumpió Teresa. Claro que sí. Y cuando pase, quiero que recuerdes que el amor no es posesión, es libertad. Y yo te libero para que ames todas las veces que tu corazón quiera. Teresa ya no pudo contener las lágrimas.

¿Cómo le haces para ser tan valiente? Porque tú me enseñaste que la valentía no es no tener miedo, es actuar a pesar del miedo. Llegaron al punto más alto cuando el sol empezaba a bajar dorado hacia el mar. Diego se sentó en un murete bajo jalando a Teresa a su lado. “Es justo como lo imaginé”, murmuró. El cielo se pintaba de naranja, rosa y morado. El mar reflejaba los colores como un espejo líquido y los molinos de viento antiguos parecían siluetas recortadas contra la luz.

Diego”, dijo Teresa suavemente. “Hm, gracias por elegirme para este viaje. Gracias a ti por aceptar. ” Se quedaron en silencio viendo el sol tocar el horizonte. “Teresa,”, dijo Diego con la voz más débil, “Aquí estoy. Te amo más de lo que las palabras pueden decir y yo te amo para siempre.” El sol desapareció por completo, dejando el cielo lleno de estrellas. Diego apoyó la cabeza en el hombro de Teresa. “Fue perfecto,”, susurró. “Sip”, asintió Teresa besándole la frente.

Diego cerró los ojos sonriendo. “¿Prometes que me recordarás cuando veas otros atardeceres? Prometo.” “¿Y tú prometes que estarás ahí de alguna forma? prometo. Y ahí, bajo el cielo estrellado de Santorini, con el sonido de las olas a lo lejos y el olor a jazmín en el aire, Diego Barragán se fue en paz, sabiendo que había vivido más en un mes que en todos los años anteriores de su vida. Teresa se quedó ahí por horas sosteniéndolo hasta que llegaron las autoridades locales.

No lloró en ese momento, solo sonríó recordando todas las risas compartidas, todos los atardeceres vistos juntos, todo el amor vivido en tan poco tiempo. Tres días después, Teresa estaba en el avión de regreso a México. Llevaba en el equipaje no solo su ropa, sino recuerdos que durarían para siempre. y un sobre que Diego había dejado con instrucciones de abrirlo solo en el vuelo de regreso. Dentro del sobre encontró una carta y una tarjeta del banco. Mi querida Teresa, si estás leyendo esto, significa que nuestro viaje terminó.

Espero que estos días hayan sido tan especiales para ti como lo fueron para mí. La tarjeta del banco tiene acceso a una cuenta con millones de dólares. No es para que te sientas obligada a nada, sino para que tengas la libertad de seguir tus sueños. Usa este dinero para viajar, para estudiar, para ayudar a otros, para lo que haga feliz a tu corazón. Tú me diste el mayor regalo que alguien puede darle a otra persona. Me mostraste cómo vivir de verdad.

Ahora te toca a ti vivir por ti, por mí, por todos los atardeceres que aún compartiremos de alguna forma. Con todo mi amor eterno, Diego, abre un café en algún lugar especial y cuando alguien triste se siente solo en una mesa de la esquina, ofrécele más que un café. Ofrécele una oportunidad. Teresa lloró por primera vez desde la muerte de Diego. No de tristeza, sino de gratitud. Él le había dado más que dinero o viajes. Le había dado la certeza de que es posible amar intensamente, aún sabiendo que todo termina algún día.

6 meses después, Teresa inauguró el café Horizonte en una pequeña ciudad costera de Oaxaca. El lugar tenía una vista increíble del Pacífico y cada tarde los clientes podían ver el atardecer mientras tomaban café. Teresa siempre mantenía una mesa reservada en la esquina. cerca de la ventana y cuando alguien se sentaba ahí con la mirada perdida y triste, se acercaba con una sonrisa y preguntaba, “¿Puedo ofrecerte algo más que un café?” A veces era solo una plática, otras una oportunidad.

Una vez fue un boleto de avión para alguien que nunca había salido de la ciudad. Todas las noches, antes de cerrar el café, Teresa miraba el atardecer y susurraba, “Gracias, Diego, por enseñarme que amar siempre vale la pena.” Y de alguna forma sabía que él la estaba escuchando. A veces volver a empezar no es regresar al inicio, es solo elegir un nuevo camino con el corazón lleno de amor y recuerdos que nos hicieron crecer.