¡NO HAGAS ESO! LA EMPLEADA ENFRENTA A LA MADRASTRA CRUEL FRENTE AL MILLONARIO
El niño en silla de ruedas de 7 años intentaba contener el llanto mientras su madrastra lo humillaba sin piedad. Pero antes de que ella dijera algo peor, la empleada doméstica apareció en la puerta y gritó, “¡No hagas eso.” La voz resonó por toda la sala. El millonario, que acababa de llegar, quedó paralizado al ver la escena.
Desde hacía dos años, la casa de los montes de Oca se había quedado muda, no por falta de gente o porque nadie hablara, sino porque todo ahí se sentía apagado. El silencio no era normal, era incómodo, pesado, como si flotara en cada rincón.

Tomás, el dueño de esa casa enorme con ventanales altos y un jardín que parecía sacado de una revista, ya no se sorprendía al despertar con esa sensación de vacío. Su esposa, Clara, había muerto en un accidente de auto una noche de lluvia cuando iba de regreso a casa después de pasar por un regalo para el cumpleaños número cinco de Leo, su hijo. Desde ese día, ni el aire se movía igual.
Leo había quedado en silla de ruedas. El impacto le dañó la columna y desde entonces no volvió a caminar. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que tampoco volvió a reír ni una sola vez, ni siquiera cuando le trajeron un perrito, ni cuando le pusieron una alberca de pelotas en la sala, nada, solo miraba en silencio, con esa carita seria y los ojos tristes.
Tenía 7 años ahora y parecía cargar con el mundo entero sobre los hombros. Tomás hacía lo que podía. Tenía dinero, eso nunca había sido un problema. Podía pagar doctores, terapias, cuidadores, juguetes, lo que fuera, pero no podía comprarle a su hijo lo que más le dolía. A su mamá. Él también estaba roto, solo que lo escondía mejor.
se levantaba temprano, se metía al trabajo desde su despacho en casa y en la tarde bajaba a sentarse junto a Leo en silencio. A veces le leía, otras veces veían caricaturas juntos, pero todo era como si estuvieran atrapados en una película que nadie quería ver. Habían pasado varias niñeras y empleadas domésticas por la casa, pero ninguna se quedaba. Algunas no aguantaban la tristeza que se respiraba.
Otras simplemente no sabían cómo tratar al niño. Una duró tres días y se fue llorando. Otra ni siquiera volvió después de la primera semana. Tomás no las culpaba. Él mismo quería huir muchas veces. Una mañana, mientras revisaba unos correos en el comedor, escuchó que tocaron el timbre. Era la nueva empleada. Le había pedido a Sandra, su asistente, que contratara a alguien más, alguien con experiencia, pero que también fuera amable, no solo eficiente.
Sandra le había dicho que había encontrado a una mujer muy trabajadora, madre soltera, tranquila, de esas que no dan problemas. Se llamaba Marina. Cuando entró, Tomás la vio de reojo. Llevaba una blusa sencilla y un pantalón de mezclilla. No era joven, pero tampoco mayor.
Tenía ese tipo de mirada que uno no puede fingir, cálida, como si ya te conociera. Le sonrió con un poco de nervios y él le devolvió el saludo con un gesto rápido. No estaba para socializar. Le pidió a Armando, el mayordomo, que le explicara todo. Luego siguió trabajando. Marina fue directo a la cocina.
se presentó con los demás empleados y empezó a hacer su trabajo como si ya conociera la casa. Limpiaba sin hacer ruido, hablaba bajito y siempre con respeto. Nadie entendía cómo, pero en pocos días el ambiente empezó a sentirse diferente. No era como si de pronto todos fueran felices, pero algo había cambiado. Tal vez era que ella ponía música bajita mientras barría o que siempre saludaba a todos por su nombre, o que no parecía tenerle lástima a Leo como los demás. La primera vez que lo vio fue en el jardín.
Él estaba bajo el árbol en su silla de ruedas mirando al suelo. Marina salió con una charola de galletas que ella misma había hecho y se le acercó sin decirle nada. Solo se sentó a su lado, sacó una galleta y se la ofreció. Leo la miró de reojo, luego bajó la vista, no dijo nada, pero no se fue. Marina tampoco. Así pasó ese primer día, sin palabras, pero con compañía.
Al siguiente, Marina volvió al mismo lugar, a la misma hora, con las mismas galletas. Esta vez se sentó más cerca. Leo no las aceptó, pero le preguntó si sabía jugar uno. Marina le dijo que sí, aunque no era tan buena. Al otro día ya tenían las cartas en la mesa del jardín. Jugaron una sola ronda.
Leo no se rió, pero no se levantó cuando perdió. Tomás empezó a notar esos cambios pequeños, pero claros. Leo ya no quería estar solo todo el día. preguntaba si Marina iba a venir. A veces la seguía con la mirada por la casa. Una tarde incluso le pidió que le ayudara a pintar. Marina se sentó con él y le pasó pinceles sin apurarlo.
Hacía tiempo que Leo no mostraba interés por nada. El cuarto de Leo también cambió. Marina colgó dibujos en las paredes. Lo ayudó a acomodar sus juguetes favoritos en un estante bajo para que él pudiera alcanzarlo. Solo le enseñó a prepararse un sándwich con sus propias manos. Cosas simples, pero importantes.
Tomás se sentía agradecido, pero también confundido. No sabía si era casualidad o si de verdad Marina tenía algo especial. A veces se quedaba parado en la puerta viendo cómo ella hablaba con Leo, cómo le tocaba el hombro, cómo le sonreía. No era una mujer escandalosa ni coqueta, era todo lo contrario, pero tenía una presencia que no se podía ignorar.
Una noche, mientras cenaban, Tomás notó que Leo no paraba de hablarle a Marina sobre un videojuego. Ella lo escuchaba con atención, aunque claramente no entendía mucho del tema. Tomás no decía nada, solo los veía. Leo le pidió a Marina que cenara con ellos al día siguiente. Ella se sorprendió, pero aceptó con una sonrisa. Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Tomás durmió con una sensación diferente.
No era felicidad todavía, pero tampoco era tristeza. A la mañana siguiente, Marina preparó chilaquiles con mucho cuidado. Leo la ayudó a poner la mesa. Tomás bajó y los vio a los dos riendo por algo que él no alcanzó a escuchar. El niño tenía una mancha de salsa en la nariz. Marina se la limpió con una servilleta y Leo no se quejó. Ni siquiera hizo esa cara seria que solía poner. Al contrario, parecía contento.
El corazón de Tomás se apretó. Quería agradecerle a Marina por eso, pero no sabía cómo. No lo dijo. Solo la miró con una mezcla de sorpresa y algo más que no quiso aceptar. Tal vez era admiración, tal vez era otra cosa, pero no lo pensó mucho. Tenía miedo de romper lo poco que habían recuperado.
En la casa de los montes de oca risas todavía, pero sí había algo que hacía mucho no se sentía. Esperanza, aunque nadie lo decía. Todos sabían que la presencia de Marina había traído una luz que nadie esperaba. Leo no volvió a caminar, pero empezó a mirar el mundo desde otra silla, una que no tenía ruedas, pero sí ganas de seguir adelante.
El día comenzó igual que siempre, con el canto de los pájaros afuera y el ruido lejano del personal de limpieza moviéndose por la casa. La casa de los montes de oca era tan grande que uno podía pasar el día entero sin cruzarse con nadie. Y eso había sido así desde hace tiempo, pero esa mañana algo fue distinto. Tomás se despertó antes de que el despertador sonara, no por insomnio ni por estrés del trabajo.
Se despertó porque escuchó risas, risas suaves, no de esas que estallan como una carcajada, sino de las que son como burbujas pequeñas. Se levantó, se puso su bata de casa y bajó por las escaleras en silencio, sin saber exactamente qué esperaba encontrar. Al llegar al comedor se quedó parado en seco.
Leo estaba en la mesa con la cabeza agachada, concentrado en armar algo con pedacitos de fruta en su plato. Frente a él, Marina lo observaba con los brazos cruzados y una sonrisa que no necesitaba palabras. Tenía puesto un mandil amarillo, el cabello recogido y una mancha de harina en la mejilla. No lo habían escuchado llegar.
Leo levantó la vista y se dio cuenta de que su papá los estaba mirando. Por un segundo pareció dudar como si no supiera si debía seguir riendo o quedarse callado. Tomás se acercó con calma y le acarició el cabello. “¿Qué haces, campeón?”, preguntó sin alzar mucho la voz. “Estoy haciendo una carita feliz con las frutas”, contestó Leo sin mirarlo.
Marina le dijo que si los plátanos se pueden usar para la sonrisa y las fresas son las mejillas. A ver si se parece a ti. Tomás sonríó. Hacía cuánto que no escuchaba a su hijo hablar así, con esa naturalidad, con ese tono relajado, se sentó a su lado y observó el plato. Era un desastre, pero un desastre hermoso. Marina fue a la cocina y regresó con un plato para él también.
Huevos al gusto, pan tostado y café con canela. Se lo dejó enfrente sin hacer mucho ruido y luego se sentó del otro lado de la mesa. ¿Quiere azúcar o así está bien?, preguntó. Así está perfecto. Gracias. Tomás tomó el café y la miró unos segundos. Ella no lo evitó, pero tampoco le sostuvo la mirada mucho tiempo. Se concentró en ayudar a Leo a acomodar los arándanos como ojos. Cuando terminó, el niño empujó el plato hacia su papá.
Mira, es tu cara feo, ¿verdad? Tomás fingió estar ofendido y Leo soltó una risa corta, pero real. Marina se cubrió la boca con la mano para no reírse fuerte. Fue la primera vez que los tres compartieron un momento como ese, sin tensiones, sin ese silencio que parecía cubrir todo como una manta vieja.
Marina le ofreció más café a Tomás. Él aceptó. Mientras lo servía, le preguntó si quería que preparara algo especial para la cena. No sé, algo que le guste a Leo. Tomás lo miró y luego volvió la vista a ella. La verdad no tengo idea. Desde que murió su mamá casi no quiere probar nada. Come por obligación.
No tiene antojos. Entonces, hay que cambiar eso,”, respondió Marina con una firmeza que no se notaba mucho en su tono, pero sí en sus ojos. “Le voy a preparar algo que le saque una sonrisa, ya verá.” Tomás solo asintió. No sabía por qué, pero le creía.

La mañana siguió con cosas pequeñas que normalmente pasarían desapercibidas, pero que en esa casa tenían un peso especial. Marina le puso una servilleta en el regazo a Leo sin preguntarle y él no se quejó. le limpió las manos con una toallita húmeda después de comer. Y él no retiró las manos como antes hacía con otras personas. Incluso se dejó poner gel antibacterial sin protestar.
Tomás los observaba desde el otro lado de la mesa sin saber muy bien qué estaba sintiendo. No era celos, no era tristeza, tampoco era alivio, era una mezcla extraña, como si estuviera viendo a su hijo vivir algo que él no podía darle y al mismo tiempo se sintiera agradecido por eso. Marina recogió los platos con cuidado.
No hacía ruido al moverlos, como si supiera que en esa casa el silencio era más que una costumbre. Cuando se fue a la cocina, Tomás se quedó a solas con Leo. ¿Te cae bien, Marina?, le preguntó. Leo asintió sin hablar. ¿Por qué? Insistió Tomás. Porque no me trata como si me fuera a romper. Tomás sintió que algo dentro de él se movía.
No respondió, solo le revolvió el cabello y se levantó. Fue a su despacho a trabajar, pero no podía dejar de pensar en eso. Durante el día lo notó aún más. Marina no solo limpiaba o cocinaba, se tomaba el tiempo de hablar con Leo, de preguntarle cosas simples como si quería leche fría o caliente, si prefería dibujos en lápiz o colores, si le gustaban más los perros que los gatos. No lo hacía con un plan, sino con una naturalidad que desarmaba.
En la tarde, mientras bajaba a tomar agua, Tomás pasó por el pasillo y escuchó risas desde el cuarto de Leo. Se asomó sin ser visto. Marina estaba sentada en el suelo con un cuaderno grande en las piernas. Leo estaba a su lado dibujando algo con mucha concentración.
Ella le preguntaba qué era eso tan grande en medio del dibujo y él le dijo que era un robot que podía volar y caminar, aunque él no podía hacer ninguna de las dos cosas. Marina le contestó, “Entonces tú lo controlas desde tu silla. Él es tus piernas y tus alas.” Leo la miró con una mezcla de sorpresa y admiración. Tomás sintió un nudo en la garganta y se alejó sin decir nada. Esa noche la cena fue diferente.
Marina preparó arroz con pollo y un postre que su abuela le enseñó. Pan con leche y canela espolvoreado con azúcar. Leo comió todo sin protestar. Incluso pidió más del postre. Tomás lo miró sorprendido y Marina se encogió de hombros como si no fuera gran cosa, pero lo era, lo sabían los tres.
Después de cenar, Tomás se quedó solo en la sala con un vaso de vino en la mano. Marina estaba lavando los platos y Leo ya estaba en su cuarto viendo una película. Tomás la observó desde lejos con la cocina medio oscura, iluminada solo por la lámpara de encima.
Se preguntó en qué momento esa mujer, que apenas tenía unos días en su casa, había logrado lo que él no había podido en dos años. Se acercó para darle las gracias. Le dijo que estaba sorprendido de ver a Leo tan tranquilo. Ella se secó las manos y lo miró de frente. No sé si tenga algo que ver conmigo. A lo mejor él ya estaba listo. Tomás negó con la cabeza. No es por ti. Él no se abre con cualquiera.
Marina bajó la mirada apenada. Gracias, don Tomás. Y luego con una sonrisa, pero no me diga así, me hace sentir como si tuviera 70 años. Tomás se rió sin querer. Está bien, Marina. Entonces tú dime, Tomás, sin el don. Ella asintió. Trato hecho. Se quedaron en silencio unos segundos. Luego ella siguió lavando los trastes y él se fue a su estudio.
Esa noche, antes de dormir, Tomás pasó por el cuarto de Leo. El niño ya dormía. En la repisa había un dibujo nuevo, un robot gigante con alas y al centro un niño pequeño con cara feliz manejándolo. Tomás lo tomó con cuidado y se lo quedó viendo. No dijo nada, solo se sentó junto a su hijo, lo cubrió con la cobija y apagó la luz.
Esa mañana el cielo estaba nublado, pero no hacía frío. Era de esos días raros en los que el clima no decide si quiere llover o solo fastidiar con el aire húmedo. Leo estaba en su cuarto viendo por la ventana con la misma cara de siempre, la que no mostraba nada, pero lo decía todo. Marina se asomó desde la puerta con una cajita de madera en las manos.
¿Puedo pasar? Leo asintió sin decir nada. Ella entró despacio y se sentó en el piso frente a él. La cajita tenía juegos de mesa, no eran nuevos. Se notaba que ya tenían uso, pero estaban bien cuidados. Marina los había traído de su casa de cuando su hijo era pequeño. Ahora él vivía con su papá en otro estado.
Leo no sabía nada de eso. Solo vio las fichas de colores y se le movió algo en los ojos, como una pequeña chispa que aún no se decidía aprender. “Este se llama Serpientes y escaleras”, le dijo Marina. Mi hijo y yo jugábamos cuando estaba aburrido. A veces me ganaba con trampa, pero me dejaba porque me hacía reír.
Leo la miró medio interesado. ¿Sabes jugar? Sí, en la escuela lo jugábamos. Marina sacó el tablero y lo puso sobre la mesita baja. Leo se acercó con su silla y tomó los dados sin decir una palabra. Marina se sentó del otro lado. El silencio se llenó con el sonido del dado rebotando sobre la madera.
Jugaron una partida, luego otra. Leo se concentraba, pero no mostraba ninguna emoción. Solo hacía lo que tenía que hacer: tirar los dados, mover su ficha, esperar su turno. Marina no lo presionaba, no le decía ánimo, ni le ponía esa voz falsa que usaban algunas personas con él como si fuera de cristal. Solo jugaba con él como si fuera cualquier niño.
En la tercera partida, Marina cayó en una serpiente larga que la bajó casi al inicio del tablero. Hizo una mueca exagerada. se tiró hacia atrás y dijo, “No puede ser.” Como si fuera una tragedia griega. Leo la miró. Le pareció chistosa. Se le movieron las comisuras de los labios. Poquito, muy poquito. Marina lo notó, pero no dijo nada. Siguió el juego.
En la siguiente ronda, Leo cayó en una escalera que lo subió directo al casillero 97. Marina puso cara de sorprendida. Nos vamos a ver las caras, ¿eh? Eso fue suerte de campeón. Leo la miró de nuevo, esta vez bajó la vista, pero con una expresión distinta, como si estuviera conteniendo algo. “Te voy a ganar”, dijo en voz bajita.
“Pues a ver si es cierto”, contestó Marina con los ojos brillosos. La partida terminó con Leo ganando. No hizo ninguna celebración, solo se quedó viendo el tablero con atención. Marina juntó las fichas mientras él miraba por la ventana. Después de un rato, Leo habló sin que nadie le preguntara, “¿Tienes hijos?” Sí, uno se llama Darío, ya está grande, vive con su papá, pero hablamos todos los días. ¿Por qué no vive contigo? Marina se quedó pensativa.
Porque a veces los adultos no se entienden. Y cuando eso pasa, uno tiene que hacer lo mejor que puede con lo que le toca. Pero lo quiero muchísimo, aunque no lo vea a diario. Leo asintió como si entendiera más de lo que aparentaba. se quedó callado un momento, luego la miró de nuevo. Yo extraño a mi mamá. A Marina se le apretó el pecho, pero no quiso llorar. Se acercó y le puso la mano en el brazo.
Despacio, con respeto. Claro que sí, mi amor. Y está bien que la extrañes. Leo bajó la mirada. Marina no dijo más. Se levantó, recogió la caja y salió del cuarto, dejándolo con sus pensamientos. Esa tarde Tomás llegó del trabajo más temprano de lo normal. Estaba de mal humor por una reunión que había salido mal.
saludó rápido a los empleados, subió a su habitación, se cambió y bajó directo al estudio. Cuando pasó por el pasillo, escuchó ruidos en el jardín, se asomó por la ventana y se detuvo. Leo estaba con Marina en el pasto al lado de su silla de ruedas. Marina estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas y Leo le lanzaba una pelota pequeña.
No una pelota normal, era una de esas que botan poquito, hecha de espuma. Marina se la lanzaba con cuidado y Leo se la devolvía con la misma fuerza. Pero lo que llamó la atención de Tomás no fue el juego, fue la expresión en el rostro de su hijo. Leo estaba sonriendo. No una sonrisa discreta ni forzada.
Estaba sonriendo de verdad, con los ojos abiertos, los cachetes levantados y los dientes asomados. Se estaba riendo. Se escuchaba su risa. Se oía bajita, entrecortada, pero real. Tomás abrió la puerta del jardín con cuidado, sin hacer ruido. Se quedó parado en el barco. Leo no lo vio. Seguía jugando con Marina, quien de pronto le dijo algo que él no escuchó, pero que hizo que Leo estallara en una risa más fuerte. Marina también se reía.
El sol se colaba entre las nubes justo en ese momento y parecía que toda la escena tenía luz propia. Tomás no supo qué hacer. Se le hizo un nudo en el pecho, como si le hubieran puesto algo caliente adentro. No lloraba fácil, pero sintió los ojos mojados, no por tristeza, sino por sorpresa, por emoción, por alivio. Entró al jardín sin decir palabra. Leo lo vio y dejó de reír de inmediato. Se puso serio.
Marina también lo notó y se puso de pie. Papá. Tomás sonró. Perdón por interrumpir. Solo quería ver qué hacían. Jugábamos con la pelota, dijo Leo. Marina es buena, pero a veces lanza chueco, ¿no es cierto?, dijo Marina riéndose otra vez. Tomás se sentó en la banca de piedra que había cerca y los miró. No dijo nada más, solo observó.
Marina le lanzó la pelota a Leo con más fuerza y Leo la atrapó como pudo. Se la regresó con una puntería que nunca antes había mostrado. Tomás volvió a ver la sonrisa de su hijo, esa que pensaba perdida para siempre, y supo en ese momento que algo había cambiado. Esa noche, en la cena, Leo habló más que nunca.
contó lo del juego, lo de la serpiente que casi hace perder a Marina, lo del dibujo del robot que ya estaba colgado en la pared y hasta lo del pan con leche del día anterior. Marina se sentó a cenar con ellos por petición de Leo. Tomás solo los miraba en silencio, pero con una paz que no recordaba haber sentido en mucho tiempo.
Antes de irse a dormir, Leo le dio un abrazo a Marina, no muy fuerte, no muy largo, pero suficiente para que ella se quedara congelada por un segundo. Le acarició la cabeza y le dijo, “Buenas noches.” Subió solo en su silla eléctrica. Despacito, sin pedir ayuda. Tomás se quedó con Marina en la sala. No sabían qué decse. Él le ofreció un té. Ella aceptó. Se sentaron uno frente al otro con la taza caliente entre las manos.
“Gracias”, le dijo Tomás sin adornos. No sé cómo lo hiciste, pero hoy vi a mi hijo sonreír. No hice nada, solo estuve ahí. Él tenía muchas ganas de reírse. No más necesitaba permiso. Tomás asintió. Se quedaron callados, pero era un silencio distinto de esos que no incomodan, que no pesan. Un silencio lleno de cosas que no se dicen, pero se sienten.
Y así, en medio de una casa que hasta hace poco estaba llena de sombras, apareció una sonrisa chiquita, pero lo cambió todo. El viernes empezó igual que todos los días con Marina entrando a la cocina antes que nadie, encendiendo las luces sin hacer ruido y preparando el desayuno como si llevara años haciéndolo.
Ya sabía cómo le gustaban los huevos a Tomás, cuánta azúcar tomaba en el café y qué fruta prefería Leo. Esa mañana tocó papaya con granola y un jugo de zanahoria que a Leo no le encantaba, pero igual se lo tomaba sin protestar. El niño estaba sentado en su silla viendo su caricatura favorita mientras movía un cochecito de metal entre las piernas.
Marina le acarició el cabello al pasar, sin decir nada, como ya era costumbre. Tomás bajó con una camisa sin planchar, algo raro en él y el cabello todavía húmedo. Se veía cansado, con el rostro un poco más arrugado de lo normal. La semana había sido larga, pero esa cara también traía algo más. Algo que Marina notó en cuanto lo vio. Tristeza mezclada con nostalgia.
Durmió mal, le preguntó mientras le servía el café. Un poco. Mucho en qué pensar. Tomás hizo una mueca. Hoy sería el cumpleaños de Clara”, dijo en voz baja. Siempre le gustaba celebrarlo con una cena en casa. Invitaba a sus amigas, hacía ella misma la comida, ponía velas. Era toda una producción. A mí me daba flojera, pero la casa se llenaba de vida.
Marina bajó la mirada, no dijo nada, solo le dejó el café junto al plato de huevos con jamón y se fue a lavar la licuadora. No hacía falta decir más. Leo no comentó nada. Tal vez no lo había escuchado o tal vez sí, pero prefirió seguir en su mundo, girando las llantas de su silla con cuidado. El día pasó tranquilo.
Marina limpió el segundo piso, lavó ropa, ayudó a Leo con un dibujo y preparó galletas de avena. Tomás tuvo reuniones, llamadas, documentos por revisar, pero no podía quitarse de la cabeza ese recuerdo. Clara bailando en la sala con una copa en la mano, riéndose con sus amigas, poniéndose flores en el cabello. Esa noche la casa estaba en silencio.
Él estaba en el estudio fingiendo trabajar cuando Leo se asomó por la puerta. Papá, ¿qué pasó, campeón? ¿Podemos cenar con Marina hoy? Tomás lo miró sorprendido. Dejó la pluma sobre el escritorio. ¿Tienes hambre? Un poquito, pero me gusta cuando cenamos los tres. Tomás asintió sin pensarlo mucho. Sí, claro, voy a decirle. Caminó hasta la cocina y encontró a Marina terminando de guardar los trastes.
Ya se había quitado el mandil y se veía lista para subir a su cuarto. Al escuchar a Tomás, se detuvo. Oye, Marina, Leo quiere que cenemos los tres. Ella parpadeó hoy. Sí, no tiene que ser nada especial, algo sencillo, lo que sea. Marina lo pensó unos segundos, luego asintió. Denme 20 minutos.
Tomás regresó con Leo, que ya había acomodado su lugar en la mesa. Había puesto su vaso favorito, uno con dibujos de dinosaurios y una servilleta doblada en forma de avión. 22 minutos después, Marina entró al comedor con una olla de pasta caliente, pan con ajo y una ensalada que parecía sacada de un restaurante. No era nada complicado, pero olía ahogar.
puso todo en la mesa y se sentó sin mucho protocolo. Leo ya tenía el tenedor en la mano y miraba la olla como si fuera un tesoro. Tomás se sirvió primero, luego Leo y Marina se sirvió al final. Comieron en silencio los primeros minutos.
Solo se oía el sonido de los cubiertos, el crujido del pan y el golpeteo suave del tenedor de Leo contra el plato. Luego empezaron a hablar poco a poco. Leo preguntó si podían ver una película después. Marina sugirió una vieja de aventuras que le gustaba a su hijo cuando era chico. Tomás contó una anécdota de cuando Clara quemó una lasaña y la casa se llenó de humo. Se rieron.
Leo preguntó si su mamá sabía cocinar y Tomás dijo que sí, pero que a veces le salían cosas espantosas. Marina rió más fuerte. Después del postre, gelatina de limón con pedacitos de fruta. Leo se quedó dormido en la sala viendo la película. Tomás lo cargó con cuidado y lo subió a su habitación, donde lo acomodó con cariño.
Cuando bajó, Marina estaba lavando los platos. “Déjame ayudarte”, dijo Tomás mientras se arremangaba la camisa. No hace falta”, insisto. Se puso a su lado y tomó un trapo. Ella le pasó los platos y él los fue secando. Ninguno hablaba, pero el silencio no era incómodo. Había una paz suave en el ambiente.
Cuando terminaron, Marina secó sus manos con una toalla y se recargó un momento en la barra. Tomás la observó de reojo. Había algo en ella que no lograba descifrar del todo. No era solo su forma de ser con Leo, ni su manera de moverse por la casa.
Era esa calma que tenía incluso cuando hablaba de su propia historia, cuando mencionaba a su hijo o cuando se quedaba callada, como si supiera más de la vida de lo que decía. “Gracias por preparar la cena”, dijo Tomás de pronto. “Hoy era un día difícil para mí, lo imaginé.” Clara estaría contenta de ver como Leo se ríe otra vez. Marina lo miró sin responder, no con frialdad, sino con respeto. “Usted también ha hecho su parte.” No lo creo.
Solo he estado sobreviviendo. A veces sobrevivir es lo único que se puede hacer. Se quedaron así unos segundos. Tomás sintió que quería decir algo más, pero no supo qué. Era raro sentir esa cercanía con alguien que conocía tampoco. Pero a la vez ya no la sentía como una desconocida. Era como si siempre hubiera estado ahí. ¿Le gusta la pasta? Preguntó Marina de repente rompiendo el momento. Me encantó.
Bueno, porque preparé de más y mañana toca recalentado”, rieron. Él le dio las buenas noches y se fue a su cuarto con la sensación de haber vivido algo importante, aunque no supiera qué exactamente. Esa noche, Marina se quedó despierta un rato más, leyendo un libro pequeño subrayado con lápiz.
En su cuarto no había más que una cama, un buró, un espejo y una caja con sus cosas. Pero al cerrar los ojos pensó en Leo, en la sonrisa que había soltado cuando Tomás contó lo de la lasaña y en cómo la casa ya no se sentía tan triste. No se permitió pensar en Tomás. No todavía. Tomás, por su parte, se recostó en la cama con los brazos detrás de la cabeza. Miró el techo sin pensar en el trabajo, sin pensar en los pendientes.
Solo tenía una imagen en la cabeza. Marina riéndose con Leo, el olor de la pasta y el momento en que por fin sintió que por una noche la casa no fue un lugar triste. El domingo por la mañana Tomás bajó más arreglado de lo normal.
No llevaba su típica ropa de estar en casa, ni el peinado rápido con el que a veces apenas y se peinaba. Iba con camisa blanca, bien planchada, pantalón oscuro y zapatos lustrados. Marina lo vio desde la cocina y se quedó quieta por un segundo. No era común verlo así. en fin de semana. Él la saludó con un gesto rápido y se sirvió un poco de café.
¿Se le ofrece desayuno?, preguntó Marina desde la barra. No, gracias. Voy a salir. Marina no preguntó más, solo siguió cortando fruta para Leo. Tomás miró el reloj varias veces hasta que por fin se escuchó el sonido de un auto acercándose. Salió sin decir nada. Desde la ventana de la sala, Marina alcanzó a ver cómo abría la puerta del coche para una mujer que descendía con paso firme, sonrisa amplia y lentes oscuros, alta, delgada, cabello largo, rubio oscuro con ondas suaves, jeans ajustados y blusa corta. Se notaba que se sentía cómoda en su piel. Tomás le dio un beso en la mejilla y le ofreció el brazo. Ella lo
tomó con confianza, como si lo conociera de toda la vida. Entraron juntos hablando bajo, sonriendo. Marina se apartó de la ventana y regresó a la cocina. No dijo nada, solo bajó el fuego de la olla y se quedó unos segundos viendo la flama. Luego respiró hondo y siguió cocinando. Tomás presentó a la mujer como Paola. Dijo que era una amiga que venía de visita. Marina asintió y le ofreció algo de tomar.
Paola aceptó un agua mineral, pero no dejó de mirar alrededor con curiosidad. comentó lo grande que era la casa, lo silenciosa, lo limpia. Cada frase llevaba un tono de análisis, como si estuviera evaluando todo lo que veía. “Y tú debes ser, Marina”, dijo con una sonrisa que no terminaba de llegar a los ojos. “Tomás me habló mucho de ti.
Dice que eres parte importante aquí.” Marina sonrió de lado. “Solo hago lo que me toca.” Bueno, eso se nota. Qué bonito está todo. Tomás llevó a Paola al jardín. Ella caminaba con elegancia, como si siempre estuviera en un lugar donde tenía que lucirse. Se sentaron en una de las bancas y hablaron durante casi una hora.
Marina pasó cerca un par de veces trayendo una charola con jugo o un platito con galletas, pero no se metió en la conversación. Paola la saludaba cada vez con un tono amable, pero distante. Después de un rato, Leo bajó en su silla eléctrica. Marina lo vio aparecer en la entrada del comedor y se acercó a él con una sonrisa. ¿Vienes por desayuno, campeón? Sí. Y mi papá está en el jardín. Tiene visita.
Leo frunció el seño. Visita. Una amiga. Leo no preguntó más. Marina lo ayudó a colocarse en la mesa y le sirvió su comida. Mientras comía, escuchó voces acercándose. Tomás y Paola entraron por la puerta del jardín. Ella venía riendo fuerte como si acabara de escuchar el mejor chiste del mundo. Cuando vio a Leo, bajó un poco la voz. Hola”, le dijo con entusiasmo.
“Tú debes ser, Leo. Mucho gusto, soy Paola.” Leo la miró sin contestar. “¿No me vas a saludar?” “Hola, dijo Leo bajito.” “Eso eso, me gusta tu silla. Se ve rápida.” Tomás la interrumpió. “Paola, ¿quieres desayunar con nosotros? Claro, si no es molestia.” Marina ya había comenzado a servirle un plato cuando Paola con una sonrisa, le dijo que prefería comer sin pan y sin lácteos.
Marina asintió sin decir nada y cambió el plato sin quejarse. Tomás lo notó. Leo también. Durante el desayuno, Paola habló de su trabajo en una galería de arte, de sus viajes, de las fiestas a las que había ido recientemente. Tomás la escuchaba con atención, se reía con sus historias, hacía preguntas. Paola hablaba con seguridad, contaba anécdotas como si estuviera en una entrevista.
Leo no decía mucho. Marina observaba todo en silencio desde la cocina. Después de comer, Paola se ofreció a llevar a Leo al jardín. Tomás aceptó sin pensar. Marina se acercó a empujar la silla, pero Paola la detuvo con una sonrisa. Yo puedo. No te preocupes. Tomás asintió. Tranquilo. Marina se quedó en la cocina fingiendo estar ocupada, pero no pudo evitar mirar por la ventana.
Paola empujaba la silla con cuidado hablando todo el tiempo. Leo no respondía, solo asentía con la cabeza o miraba al frente. Se notaba que no estaba cómodo, pero no se quejaba. En la noche, ya cuando todos se habían ido a sus habitaciones, Marina subió a dejar una toalla limpia en el cuarto de Leo. Al entrar lo encontró despierto mirando el techo.
No tienes sueño, Leo negó con la cabeza. ¿Te gustó la visita de Paola? Leo se encogió de hombros. No me cae bien”, dijo sin mirarla. Marina se sentó al borde de la cama. ¿Por qué? No sé. Me habla raro, como si estuviera fingiendo. Marina no dijo nada, solo le acarició la frente. A veces hay que darles chance a las personas. Tal vez solo está nerviosa.
No me gusta como me mira y se ríe de todo. Marina soltó una risa bajita. Tú tampoco eras muy simpático al principio, ¿eh? Leo sonrió apenas. Luego volvió a ponerse serio. ¿Crees que le guste a mi papá? Marina se quedó en silencio unos segundos. No sé, pero lo importante es que tú estés bien. Sí. Leo asintió.
Marina lo arropó, le apagó la luz y salió sin hacer ruido. Mientras bajaba las escaleras, Marina no podía evitar pensar en la forma en que Tomás la había mirado durante la cena. No era una mirada romántica, ni mucho menos, pero tampoco era la misma de siempre. Había algo en sus ojos que la inquietaba, como si estuviera buscando algo, como si no supiera qué hacer con lo que estaba sintiendo.
Paola volvió a la casa al día siguiente, esta vez con un vestido corto, sandalias y una bolsa de marca. Llegó saludando a todos con besos al aire y Tomás la recibió con un abrazo. Leo apenas la miró. Marina mantuvo la misma actitud de siempre, aunque algo en su pecho se apretaba un poco cada vez que la escuchaba hablar. Con el paso de los días, Paola fue apareciendo más seguido.
A veces traía postres, otras veces películas. Leo no se acercaba mucho cuando ella estaba. Marina notó como el niño empezaba a cerrar otra vez esa ventanita que apenas había logrado abrir. Ya no dibujaba tanto, ya no pedía jugar en el jardín. Pasaba más tiempo solo en su cuarto con los audífonos puestos. Una tarde, mientras Marina doblaba ropa en la lavandería, escuchó pasos detrás de ella. Era Tomás.
¿Todo bien? Sí, señor, Tomás. Sí, Tomás. Él se quedó un momento mirando cómo doblaba una camiseta. Gracias por estar pendiente de Leo. Me he dado cuenta que últimamente anda más serio otra vez. Es normal. Los niños sienten todo, hasta lo que uno no dice. Tomás asintió.
¿Crees que le molesta que esté viendo a alguien? Marina se quedó en silencio unos segundos. No creo que le moleste, pero sí creo que tiene miedo. Miedo de que lo vuelvan a dejar a un lado. Tomás bajó la mirada. No dijo nada más. salió de la lavandería sin agregar una palabra. Esa noche, en la habitación de Marina, el silencio era más pesado de lo normal.
No porque alguien gritara, sino porque algo dentro de ella se estaba empezando a mover, algo que no había pedido, que no buscaba, pero que ya no podía negar del todo. Paola empezó a ir más seguido a la casa. Al principio era una vez a la semana, luego dos y sin que nadie se diera cuenta, ya estaba ahí casi todos los días.
Marina notó que tenía una cajita en el baño de visitas con cremas y perfumes y un par de sandalias junto a la puerta. Tomás no lo mencionaba, pero era evidente que estaban saliendo en serio. Cuando Paola se quedaba hasta tarde, Marina subía a su cuarto más rápido que de costumbre.
Aunque a veces alcanzaba a escuchar las risas o la música suave en la sala, Leo también lo notaba. Aunque no decía mucho, sus gestos eran más serios, sus respuestas más cortas. Ya no pedía jugar ni pintar. volvía a encerrarse en su mundo. Un día, Marina encontró los dibujos guardados en un cajón arrugados. Cuando le preguntó por qué, él solo encogió los hombros y dijo que ya no tenía ganas.
No te gusta cómo te están quedando no quiero dibujar. Marina no insistió, solo se sentó junto a él y le acarició la espalda con suavidad. Cuando quieras, aquí estaré. Leo asintió, pero no levantó la mirada. Paola, por su parte, seguía con su tono amable frente a todos. Traía postres sin azúcar, jugos detox y bolsas con regalos para Tomás. A Leo le trajo una gorra de un equipo de fútbol que ni siquiera le gustaba. Él le dio las gracias, pero nunca se la puso.
Tomás, sin embargo, parecía encantado. Le gustaba su seguridad, su energía, su forma de hablar sin vueltas. Paola se movía por la casa como si ya fuera suya. A veces entraba a la cocina y abría la nevera sin preguntar. Marina la veía de reojo mientras cocinaba.
¿No te molesta que entre aquí?”, le preguntó una tarde mientras buscaba una botella de agua. “Es su casa”, respondió Marina sin dejar de cortar verduras. Bueno, no todavía. Marina no dijo nada. Tomás comenzó a cambiar también. Se le veía más relajado, se reía más. Empezó a salir por las tardes con Paola, a ir a cenas, a eventos, a reuniones.
Llegaba tarde a veces con la corbata floja y olor a perfume caro. Agradecía a Marina todo el tiempo por cuidar a Leo, por tener la casa siempre en orden, por ser confiable, pero ya no pasaba tanto tiempo con su hijo como antes. Una noche, mientras Leo veía una película, Paola se acercó a él con una sonrisa. ¿Qué ves? una de superhéroes. ¿No te aburre ver siempre lo mismo? Leo no contestó. Podrías probar algo diferente.
Hay películas más interesantes. Me gustan las de superhéroes. Claro, claro. Dijo ella bajando el tono. Solo digo que hay otras cosas. Pero si eso te hace feliz. Marina, que estaba en el pasillo, escuchó la conversación desde la sombra. No dijo nada, pero sintió un vacío extraño en el estómago. Al día siguiente, Paola trajo entradas para un espectáculo de luces.
Le dijo a Tomás que quería llevarlo a él y a Leo para pasar tiempo como familia. Tomás aceptó encantado. Marina preparó una mochila con agua, toallitas, un suéter para Leo y su medicina por si se ofrecía. Se la dio a Paola antes de que salieran. Aquí está todo lo que pueda necesitar. El suéter está en el fondo. Perfecto. Gracias, Marina, respondió Paola sonriendo sin mirarla del todo. A las tres horas regresaron.
Leo no dijo ni una palabra al entrar fue directo a su cuarto. Tomás subió unos minutos después. Marina recogió la mochila y notó que el suéter estaba en el mismo lugar, intacto, y la botella de agua seguía cerrada. Había migajas de galletas en el fondo, pero ninguna de las que Leo podía comer.
Paola bajó al rato con su celular en la mano, hablando fuerte sobre la cena de esa noche. Tomás la seguía con expresión relajada. ¿Y cómo le fue a Leo?, preguntó Marina mientras guardaba la mochila. Bien, bien. Estuvo callado, pero no se quejó. Aunque como que no le gustó mucho. Tal vez se aburrió. Tomás no dijo nada. Más tarde, cuando Marina fue a ver a Leo, lo encontró acostado con los ojos abiertos mirando el techo. Se sentó en el borde de la cama y le acarició el cabello. Estuvo feo el show.
No me dejaban ver bien. Estábamos muy lejos. ¿Y no dijiste nada? Paola me dijo que a ver si me animaba y me dejó con una señora mientras ella y mi papá iban más adelante. Marina se quedó en silencio. ¿Tu papá sabía? No. Ella le dijo que iba por botana. Marina le acarició la mano, no dijo nada más, le dio un beso en la frente y se quedó ahí unos minutos sentada a su lado, sintiendo como la tristeza del niño se le pegaba a la piel. Pasaron los días, Tomás parecía cada vez más enamorado.
Hablaba de Paola con admiración, con entusiasmo. Ella empezó a opinar sobre los muebles de la casa, sobre los cuadros, sobre lo que podría mejorar. A veces le hablaba a Tomás de inversiones, de negocios, de sus planes. A él le gustaba eso. Sentía que había recuperado una parte de sí mismo que había perdido, como si con Paola pudiera volver a ser un hombre de mundo, no solo un papá en duelo. Una tarde, mientras Marina regaba las plantas, escuchó risas en la sala.
Tomás y Paola estaban viendo algo en el celular. Él le tocó la mejilla con los dedos y ella se inclinó para besarlo. Marina desvió la vista. Leo estaba en el jardín más allá, dibujando en silencio. Solo Marina fue con él. ¿Qué haces? Un dibujo. ¿Puedo ver? Leo se lo enseñó. Era un robot con una armadura, pero el fondo era negro, todo negro. Está peleando. Está solo.
Marina tragó saliva, se agachó frente a él y le tocó el brazo. No estás solo, Leo. Aquí estoy. Siempre voy a estar. Leo asintió sin mirarla. Luego siguió dibujando. Esa noche, mientras Marina limpiaba la cocina, Paola entró sin avisar. ¿Puedo tomar algo de fruta? Claro. Paola abrió la nevera y sacó una manzana. Luego se quedó unos segundos mirando alrededor.
Oye, Marina, tú y Tomás han pasado mucho tiempo juntos, ¿verdad? Marina la miró. No tanto como usted. Paola sonrió. Solo digo que te aprecia mucho. Me lo ha dicho varias veces. Gracias. Pero también me ha dicho que a veces te preocupas demasiado por las cosas, que no sabes separar. Marina soltó el trapo que tenía en las manos y la miró con calma. Separar qué lo personal de lo laboral.
Solo quería decirlo para que no haya malentendidos. Marina no respondió. Cerró el cajón y siguió lavando sin mirar atrás. Paola salió del cuarto con la misma sonrisa de siempre, pero con una mirada distinta, una mirada que decía más de lo que sus palabras intentaban esconder. Todo parecía perfecto, pero no lo era.
A Leo no le gustaba sonreír a la fuerza. Lo hacía poco y solo cuando de verdad le nacía. Pero últimamente, cada vez que Paola estaba cerca, sentía esa presión rara en el pecho, esa cosa incómoda que lo empujaba a poner una cara que no sentía, sonreír sin querer, hacer como que todo estaba bien, aunque no lo estuviera. Marina lo notaba cada vez más.
Al principio pensó que eran ideas suyas, que tal vez el niño solo estaba teniendo días difíciles, pero después empezó a ver el patrón. Cada vez que Paola aparecía, Leo se volvía callado, tieso, obediente hasta lo incómodo y sonreía, pero de esa forma que duele mirar, porque no tiene nada de alegría. Un sábado por la mañana, Paola llegó con una bolsa grande de regalo.
Entró como si ya viviera ahí, saludó fuerte, lanzó besos al aire y dejó su bolsa en el sofá. Tomás la recibió con un beso en la mejilla y un qué guapa estás hoy que hizo que Marina se detuviera unos segundos en la cocina. Se escuchaba diferente, como más entregado. “Traje algo para Leo”, anunció Paola. “Quiero que lo vea a ver si le gusta.” Tomás llamó a su hijo. Leo bajó en su silla con lentitud.
Tenía cara de sueño y algo de desconfianza en la mirada. Cuando vio la bolsa, frunció el ceño. Para mí, sí, claro. Te conseguí unos juegos nuevos. No sé si te gusten, pero pensé en ti. Leo metió la mano en la bolsa y sacó un par de cajas. Eran rompecabezas, de esos complicados, con muchas piezas, un castillo, un mapa antiguo.
Leo los vio uno por uno y luego levantó la mirada hacia Paola. Gracias. ¿Te gustan? Sí, Marina, desde la cocina lo observó. Ese sí no tenía alma, era plano, automático, y la sonrisa que acompañó sus palabras fue tan falsa como el cartón que cubría las cajas de los rompecabezas. Paola se inclinó para acariciarle la cabeza, pero Leo se movió ligeramente hacia atrás. Casi ni se notó, pero Marina lo vio.
Paola lo notó también, aunque no dijo nada. Se enderezó y le dirigió una sonrisa forzada a Tomás. Tal vez necesita tiempo, dijo, como si hablara de un objeto y no de un niño. Está bien, amor. Dale chance. Le cuesta un poco confiar, respondió Tomás sin mirar a Leo.
Más tarde, mientras Paola y Tomás estaban en el jardín tomando café, Marina acompañó a Leo en la sala. El niño tenía uno de los rompecabezas sobre la mesa, pero no lo tocaba. ¿Quieres que te ayude? No, no te gustaron. Están feos. ¿Por qué dijiste que sí? Leo bajó la cabeza, porque si le digo que no me gusta, se enoja y luego mi papá se enoja también. Marina sintió un apretón en el pecho. Se sentó junto a él sin decir nada al principio.
Luego le acarició el brazo con suavidad. Tienes derecho a decir lo que sientes, Leo, aunque los adultos se molesten. Mi papá ya no me escucha, solo escucha a Paola. Marina cerró los ojos unos segundos. Yo sí te escucho. Leo la miró y asintió. Apenas esa misma tarde, Paola propuso hacer una comida familiar en el jardín. Dijo que había traído una receta de hamburguesas vegetarianas que todos iban a amar.
Tomás le siguió la corriente entusiasmado. Marina ayudó a preparar la parrilla, cortó verduras, sirvió los platos. Paola se encargó de dar órdenes, de mover cosas de lugar y de comentar en voz alta que tal vez la casa necesitaba otra mesa de jardín. Leo comió en silencio. Tenía una hamburguesa diferente con pan especial porque no podía comer lo mismo que los demás. Paola le preguntó si estaba buena.
Él respondió con un sí flojo y otra sonrisa que no le salía del corazón. No pareces muy convencido, bromeó Paola. Está rica repitió Leo con la mirada baja. Bueno, lo importante es que hagas el intento. Ya estás grande. Tienes que aprender a disfrutar cosas nuevas. Tomás no dijo nada, solo se sirvió más limonada. Después de comer, Paola propuso tomar una foto.
Dijo que quería una con su nueva familia. Tomás se rió y le dijo que estaba loca. Marina se quedó quieta junto al fregadero escuchando. “Vamos, Leo. Sonríe”, dijo Paola tomando su celular. Leo apretó los labios. Paola se inclinó junto a él y lo abrazó del hombro. Tomás se puso del otro lado. Una, dos, tres, click. Flash.
Leo bajó la mirada en cuanto terminó la foto. Quédate quieto. Vamos a tomar otra, insistió Paola. No quiero respondió él casi en un murmullo. Leo, dije que no quiero. El tono de Leo fue seco, pero no gritón, simplemente claro. Tomás levantó la ceja sorprendido. ¿Qué pasa, hijo? Estoy cansado. Paola se enderezó molesta.
Se alejó un poco fingiendo que no le importaba. Tomás se acercó a Leo. No seas grosero, campeón. Solo era una foto. No quiero. Ya dije. Tomás respiró hondo. Marina entró al jardín con una charola en las manos. Todo bien. Sí, dijo Leo sin mirarla. Está un poco sensible hoy. Dijo Paola con una sonrisa tensa. Ya sabes cómo son los niños.
Marina no respondió, solo dejó la charola sobre la mesa. Después de eso, Paola pasó más tiempo en su celular. Se le veía molesta, aunque trataba de esconderlo. Tomás intentó hacerla reír, pero ella ya no estaba de humor. Leo se fue a su cuarto por la tarde y no volvió a salir.
Al día siguiente, mientras Marina preparaba el desayuno, Tomás bajó más serio de lo normal, se sirvió café y se quedó parado junto a la ventana. ¿Qué pasó ayer con Leo? ¿A qué se refiere? Paola dice que estuvo grosero. Marina se limpió las manos con el mandil y lo miró. Leo no fue grosero, solo no quiso tomarse una foto. Tomás frunció el ceño. A veces siento que Paola intenta acercarse y él la rechaza.
A veces, cuando uno siente que algo no es real, prefiere alejarse. Tomás la miró confundido, pero no dijo nada más. Horas después, Paola volvió a la casa. Esta vez llegó más seria, con lentes oscuros y sin maquillaje. Saludó rápido y fue directo al cuarto de Tomás. Leo se escondió en el cuarto de la televisión y Marina subió a guardar ropa limpia.
En el pasillo escuchó a Paola hablando con alguien por teléfono. Sí, ya sé, pero me tengo que aguantar. Todo está saliendo como planeamos. No, él no sospecha nada. Y el niño, bueno, el niño es un problema, pero nada que no pueda manejar. Marina se quedó helada. No sabía si seguir caminando o retroceder. No escuchó más.
Se dio media vuelta y bajó con el corazón latiendo fuerte. Leo estaba en el sillón dibujando otra vez. Esta vez no había fondo negro, había un árbol. Y bajo el árbol, un niño sentado solo, con la cara seria. ¿Quieres que te cuente un chiste?, le preguntó Marina sentándose a su lado. Es bueno. Malísimo.
Leo sonrió un poquito apenas. Va, pero solo uno. Marina sonrió también. La sonrisa era chiquita, pero no era forzada. El domingo por la tarde, la casa estaba en silencio. Afuera, el cielo se veía gris y denso, como si fuera a llover en cualquier momento. Dentro, Tomás había salido con Paola a una comida con unos amigos suyos y Marina se quedó en casa con Leo.
Aprovecharon la calma para hacer una receta de galletas que a él le gustaban, las de chispas de chocolate, pero con un toque de vainilla extra que solo Marina sabía medir. El niño estuvo de buen humor toda la mañana. sonríó varias veces y hasta se animó a contarle a Marina un chiste que había visto en un video.
Se rieron juntos con esa complicidad que ya era parte de su día a día. Leo estaba feliz porque su papá había prometido volver temprano para ver una película a los tres. Le había dicho, “Esta vez no se me pasa. Hoy me desconecto de todo. Lo prometo.” Pero pasaron las horas. El cielo se puso más oscuro. La lluvia no llegó, pero el reloj siguió avanzando.
Leo miraba hacia la puerta del jardín con impaciencia. A las 8 de la noche se acercó a Marina con voz bajita. Ya no va a venir, ¿verdad? Dijo que iba a volver temprano. A lo mejor se le hizo tarde, pero seguro viene. Leo no respondió, solo se fue al cuarto sin hacer ruido. Marina sintió como se le apretaba el pecho, pero no lo detuvo. Pasaron otros 30 minutos.
Tomás no aparecía. Marina estaba en la cocina recogiendo lo último de la cena cuando escuchó la puerta de la entrada abrirse de golpe. Era Paola sola. Entró rápido con los tacones haciendo eco en el piso y la cara tensa. ¿Dónde está Leo? Marina la miró sorprendida por el tono. En su cuarto, creo.
Paola giró sobre sus talones y caminó directo hacia las escaleras. ¿Pasa algo? Sí. Pasa que ese niño necesita aprender a comportarse. Marina dejó el trapo sobre la barra y la siguió con el corazón en alerta. Subió las escaleras y alcanzó a ver como Paola abría la puerta del cuarto de Leo sin tocar. ¿Te parece bonito dejarme en ridículo? Soltó Paola apenas entró.
¿Quién te crees? Leo estaba en su cama con la cobija hasta la cintura, mirándola sin entender. ¿De qué hablas? No te hagas el inocente. Así que andas diciéndole a tu papá que no te gusta pasar tiempo conmigo, que te sientes incómodo. Leo abrió la boca para responder, pero no alcanzó. ¿Qué crees que tú mandas aquí? ¿Que tu carita triste va a hacer que todos hagan lo que tú quieras? Marina llegó a la puerta justo cuando Paola alzaba más la voz.
No me vas a arruinar esto, ¿entiendes? No eres el centro del universo. Eres un niño caprichoso y mimado. Y yo ya estoy harta. Oye, la voz de Marina sonó tan fuerte que hasta Paola dio un paso atrás. ¿Qué te pasa? ¿Qué crees que estás haciendo? Paola la miró con rabia. Estoy hablando con él. O tampoco se puede No. Así, no gritándole, no humillándolo. No te metas. Tú no eres su mamá y tú tampoco.
El silencio que siguió fue espeso. Leo estaba inmóvil en su cama. Con los ojos abiertos como platos. Paola apretó la mandíbula. Marina dio un paso al frente, poniéndose entre ella y el niño. Bájale, estás cruzando una línea muy seria. Tú solo eres la empleada. No te confundas.
Y tú eres una mujer que acaba de gritarle a un niño en silla de ruedas como si fuera tu enemigo. Eso no se llama autoridad, se llama crueldad. Los ojos de Paola ardían. Tragó saliva y bajó la vista por un segundo. Luego se volteó y salió de la habitación sin decir una sola palabra más. Marina se quedó ahí con el corazón latiéndole en las orejas. Se giró hacia Leo, que seguía con la misma expresión congelada. “¿Estás bien?”, Leo no respondió.
Tenía los ojos vidriosos, pero no lloraba. Marina se acercó y se sentó a su lado. “Ya pasó.” “Sí.” Leo asintió despacio. “¿Por qué es así conmigo?” Marina no supo qué decirle, solo lo abrazó despacio, con cuidado. Él se dejó abrazar sin moverse. “No la quiero aquí”, murmuró Leo. “No quiero que esté cerca. Lo sé.
Minutos después, Tomás entró por la puerta de la casa. Se le notaba el cansancio en los ojos y la chaqueta mojada por unas gotas de lluvia que finalmente habían caído. Se quitó los zapatos, dejó las llaves sobre la consola de la entrada y subió con paso tranquilo. Encontró a Paola en su habitación, sentada en la cama con cara de víctima. Todo bien. Leo me habló feo.
Tomás frunció el ceño. ¿Cómo? Entré a hablar con él porque me siento muy incómoda. Me ha estado evitando y esta noche me ignoró por completo. Le pregunté si tenía un problema conmigo y me respondió con sarcasmo. Sarcasmo? Sí. Fue grosero. Y Marina se metió a defenderlo como si yo fuera una bruja.
Tomás se quedó en silencio, sin saber qué creer. Bajó a la cocina en busca de respuestas. Marina estaba lavando un par de vasos. Al verlo entrar se dio la vuelta. ¿Qué pasó arriba? Marina lo miró fijo. Ella le gritó. le dijo cosas que un niño jamás debería escuchar. Lo trató como si fuera una carga, como si no valiera nada. ¿Estás segura? La escuché.
Estaba ahí. Entré porque no podía quedarme callada. Tomás pasó una mano por su cara. Se notaba sacudido. Leo está bien. Está asustado, pero está tranquilo. Tomás se quedó ahí sin moverse, procesando. No dijo nada más. Subió las escaleras lentamente y fue al cuarto de su hijo. Tocó la puerta. Leo no respondió, pero Tomás entró igual.
Lo vio en la cama mirando hacia la pared. Todo bien, campeón. Leo no se volteó. ¿Qué pasó con Paola? Nada. Tomás se acercó. ¿Puedes decirme la verdad? Leo se volteó despacio. Tenía la mirada cansada. Ella me odia. No digas eso me gritó. Dijo que la estaba arruinando, que era un caprichoso. Tomás tragó saliva.
Se quedó unos segundos en silencio. ¿Por qué no me lo habías dicho antes? Porque tú la quieres y ya no me haces caso. Tomás sintió que le apretaban el pecho desde adentro. Se sentó a su lado, no lo abrazó, solo se quedó ahí sin palabras. Esa noche no durmió. Se pasó horas mirando el techo, escuchando cada sonido de la casa. A Paola no la volvió a ver hasta el día siguiente.
Ella intentó acercarse, hacer como si nada, pero Tomás no reaccionó igual. No era un cambio radical, solo algo en su forma de mirarla, más frío, más distante. Y mientras todo eso pasaba, Marina seguía en la cocina preparando el desayuno como cada mañana. Pero algo en sus manos se notaba distinto, más firmeza, más decisión, porque después de lo que había visto, ya no podía hacerse la que no sabía y sabía que esto apenas comenzaba. El lunes amaneció más callado que de costumbre.
Nadie se cruzó en la cocina antes de las 9. Ni Tomás, ni Paola, ni siquiera Leo, solo Marina, como siempre, con el delantal puesto y el cabello recogido, moviéndose entre la cafetera, la estufa y el refrigerador. El silencio era tan pesado que ni la música bajita del radio pudo aligerarlo. A las 9:30, Tomás bajó.
Se le notaba desvelado. Traía una camisa arrugada, el cabello sin arreglar y la mirada lejos. Marina le sirvió café. Sin decir una palabra, él le dio las gracias en voz baja y se sentó a la mesa como si le pesara el cuerpo. Pasaron 5 minutos sin hablar, luego él fue el primero en romper el silencio. ¿Cómo amaneció Leo? Tranquilo, no quiso bajar.
Le subí el desayuno hace un rato. ¿Te dijo algo más de lo de anoche? Marina negó con la cabeza. Solo dijo que no quería verla más. Tomás asintió sin sorpresa. Revolvió el café con la cucharita varias veces. Aunque ya no tenía azúcar que disolver, no sé qué hacer, dijo de pronto. Paola dice una cosa, Leo dice otra. Y yo, ¿y usted qué vio? Interrumpió Marina. Tomás levantó la mirada, se cruzaron los ojos.
Ella no hablaba con reclamo ni con enojo. Solo quería saber si él también había visto lo que todos ya sentían. Vi a Leo alejarse cada vez más, como cuando recién pasó lo de clara. Entonces, no hay mucho que pensar. Tomás se quedó callado. Tenía el ceño fruncido, como si le doliera algo. Agarró la taza, bebió un sorbo y se quedó mirando por la ventana. Afuera, el sol brillaba fuerte, pero dentro de la casa todo seguía gris.
Una hora después, Paola abajo. Traía puestos unos pants de marca, lentes oscuros, aunque estaban bajo techo, y el celular pegado a la oreja. Entró a la cocina sin mirar a nadie, abrió el refrigerador, sacó un yogurt y volvió a salir sin siquiera saludar.
Marina no dijo nada, Tomás tampoco, pero la incomodidad flotó en el aire como humo espeso. Más tarde, mientras Marina doblaba ropa en la lavandería, escuchó a Paola hablando en el cuarto de visitas. La puerta estaba entreabierta. No era intencional, pero tampoco parecía importarle. Estaba en altavoz. Sí, obvio. Sigue igual. Tomás está hecho un lío. El niño ese está haciendo lo imposible por separarnos. Pero no te preocupes, ya le tengo el modo.
Lo voy a hacer quedar como el problema. Un niño con traumas y una niñera que se cree la mamá. Tú déjamelo a mí. Marina se quedó helada. No podía moverse. Su corazón empezó a latir más rápido. Apretó la toalla entre las manos y se obligó a retroceder en silencio. No podía quedarse ahí más tiempo. Subió directo al cuarto de Leo.
El niño estaba armando un rompecabezas, pero con desgano lo miró entrar y le sonró cansado. ¿Te pasa algo, Leo? Él negó con la cabeza. ¿Seguro? Paola pasó por aquí. No dijo nada, pero me miró feo. Marina se sentó junto a él. Mira, lo que pasó anoche no estuvo bien, pero tu papá está pensando, está confundido. Eso es todo.
Él la va a elegir a ella. Dijo Leo sin mirarla. Siempre elige a alguien más. ¿Por qué dices eso? Porque nunca me pregunta cómo me siento. Solo cree lo que los demás le dicen. Marina se quedó en silencio. No podía contradecirlo. Leo tenía razón. En la tarde, Tomás subió a hablar con Leo. Marina no estaba ahí, pero luego el niño le contó que la conversación fue breve.
Me preguntó si quería que Paola se fuera. ¿Y tú qué le dijiste? Le dije que sí. ¿Y qué dijo él? Que lo iba a pensar. Marina cerró los ojos. Sentía una mezcla de rabia y tristeza. ¿Qué más necesitaba Tomás para entender. Horas después, mientras preparaba la cena, Paola entró a la cocina. Esta vez sí saludó. Hola, Marina. ¿Qué hay de bueno hoy? Sopa de fideos, arroz y pollo en salsa.
No demasiado básico. A Leo le gusta así. Claro, todo para el príncipe. Marina se detuvo. Paola lo había dicho en tono de broma, pero el sarcasmo era evidente. ¿Quiere que le sirva algo diferente? No, está bien. Total, a estas alturas ya ni sé si me van a invitar a cenar. Marina no respondió.
¿Sabes qué pienso?, agregó Paola mientras se servía agua, que a veces las personas que parecen buenas en realidad solo se meten donde no deben. Marina la miró, esta vez sin esconder nada, y otras veces las personas que parecen fuertes solo están disfrazando que no las quiere nadie. Paola apretó los labios, se dio media vuelta y salió de la cocina. Esa noche Tomás cenó solo.
Leo no quiso bajar y Paola dijo que no tenía hambre. Marina dejó el plato servido como todos los días, pero él apenas lo tocó. ¿Está todo bien?, le preguntó ella al recoger. No sé. Me siento como un extraño en mi propia casa. Tal vez porque algo no encaja. Tomás la miró. ¿Tú crees que me equivoqué? Yo creo que a veces uno quiere tanto sentirse bien que no se da cuenta de lo que está sacrificando para lograrlo. ¿Y tú qué estás sacrificando, Marina? Marina se quedó en silencio. No se esperaba esa pregunta. Nada”, mintió.
Pero Tomás la miró como si supiera que no era verdad. Al día siguiente, Sandra, la asistente de Tomás, lo llamó desde la oficina. le dijo que necesitaban firmar unos documentos importantes. Tomás aprovechó la excusa para salir un rato. Paola aprovechó que se quedó sola en casa con Marina y Leo.
No tardó en empezar a lanzar indirectas, comentarios como, “Ay, qué tranquila está la casa cuando ciertos adultos no interfieren.” O, “Me encanta cuando los niños entienden su lugar.” Marina se mordía la lengua, pero todo cambió cuando Leo bajó a la sala y Paola le preguntó si quería ver una película.
El niño, sin dudarlo, dijo que no. Otra vez con tus desplantes. No quiero verla contigo. Paola lo miró con los ojos entrecerrados. Mira, niño, más te vale empezar a cooperar. Yo voy a estar aquí mucho tiempo, así que acostúmbrate. Marina entró justo en ese momento. Lo escuchó todo. No pudo más. Se acabó. Paola se giró. ¿Qué dijiste? Que ya basta. No voy a permitir que le hables así otra vez.
No tienes autoridad para decirme qué hacer y tú no tienes derecho a maltratar a nadie, mucho menos a un niño que ha pasado por tanto. Leo no se movía, solo miraba a Marina con los ojos grandes con esperanza. En ese momento, la puerta principal se abrió. Tomás entró con una carpeta en la mano y se detuvo al ver la escena.
Nadie se movió, nadie habló, pero en el aire flotaba una sola cosa. La verdad incómoda, directa, imposible de ignorar. El sol pegaba fuerte esa tarde. Era de esos días en que el aire se siente denso y el calor se cuela por cada rincón.
Pero aún así, el jardín estaba lleno de vida, los árboles verdes, el pasto recién cortado y algunas mariposas revoloteando entre las plantas. Leo insistió en salir un rato. No quería estar encerrado. No quería estar cerca de Paola. Marina le puso bloqueador, le dio su botella de agua fría y lo ayudó a bajar la pequeña rampa que daba al jardín. se acomodaron bajo la sombra de un árbol.
Ella con un libro en la mano y él con un cuaderno de dibujos. No hablaban mucho, pero se sentían a gusto. ¿Te molestas si me alejo un ratito?, preguntó Marina después de un rato. Tengo que revisar el arroz. Prometo que regreso en 5 minutos. No hay problema, dijo Leo sin despegar la vista de su hoja. Cualquier cosa grita. Leo asintió.
Marina se levantó, le dio una palmadita en el hombro y regresó a la casa. caminó rápido hacia la cocina, sin saber que mientras tanto, dentro de la casa, Paola bajaba las escaleras con el celular en la mano y el ceño fruncido. Acababa de pelear con alguien por mensaje, se notaba. Entró a la cocina sin saludar. Marina apenas la vio de reojo. ¿Dónde está el niño? En el jardín.
Solo estaba con él. Solo subí un minuto. Ya bajo. Paola no dijo nada, se dio media vuelta y salió. Afuera. Leo seguía concentrado en su dibujo. Escuchó pasos y pensó que era Marina. Cuando levantó la vista y vio a Paola acercarse, bajó la cabeza. “¿No te cansas de estar solo?”, dijo ella deteniéndose a su lado. Leo no contestó.
“Tú solito te haces a un lado. Después no llores porque nadie te quiere.” Leo apretó el lápiz sin mirarla. Tienes que empezar a portarte como un niño normal. Ya estuvo bueno de tanto drama. Leo dejó el lápiz sobre la libreta. ¿Por qué me odias? No seas ridículo. Nadie te odia, pero eres una piedra en el zapato. Siempre lloriqueando, siempre con tus caritas tristes.
Ya estás grandecito, ¿no? Leo intentó girar su silla para alejarse, pero la rueda se atoró en una raíz del árbol. Paola no se movió para ayudarlo. ¿Ves? Ni siquiera puedes moverte solo sin hacer un drama. Leo forcejeó con la rueda, molesto. Paola, fastidiada, dio un paso hacia él y lo empujó sin fuerza.
Pero lo suficiente para desbalancear la silla fue un segundo, un solo segundo, pero bastó. La silla cayó de lado. El cuerpo de Leo golpeó el pasto con un ruido seco. El cuaderno voló unos centímetros. Su cabeza pegó contra el suelo, aunque no muy fuerte. El susto fue mayor que el golpe. “Ay, no”, dijo Paola, pero no se movió. se quedó parada, nerviosa, mirando al niño en el suelo.
“Leo”, gritó Marina desde la casa. Había visto todo desde la puerta. Corrió hacia el jardín sin pensar. En menos de 3 segundos ya estaba arrodillada a su lado, tocándole el rostro, revisando que pudiera mover los brazos, las manos, que no hubiera sangre. “¿Estás bien? ¿Te duele algo?” Leo temblaba. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no lloraba fuerte, solo murmuró.
Me dolió poquito, pero me empujó. Marina se quedó helada. ¿Qué? Paola me empujó. Marina se volteó furiosa. Paola seguía de pie, nerviosa, con las manos en el cabello. Fue sin querer. Él se atoró. Yo solo lo quise ayudar. Ayudar. ¿Así lo ayudas? No lo empujé fuerte, solo balbuceó Paola, pero su voz sonaba hueca. Marina no respondió. Con cuidado levantó a Leo. Enderezó la silla con fuerza. y lo sentó de nuevo.
Le acomodó la camiseta, le limpió la tierra de la cara con una servilleta que sacó del bolsillo y lo abrazó. Un abrazo firme, largo, de esos que intentan calmarlo todo. Ya pasó. Estoy aquí. No te preocupes. Te prometo que esto no va a volver a pasar. Leo se quedó en silencio con la cabeza recargada en su hombro. Tomás llegó 20 minutos después. Marina lo interceptó en la puerta sin darle tiempo de quitarse el saco. Tenemos que hablar.
¿Qué pasó? Leo tuvo un accidente. Tomás se puso pálido. ¿Dónde está? Ya está mejor. Fue en el jardín. Se cayó de la silla. Pero eso no fue lo más grave. Tomás la miró confundido. Entonces Paola lo empujó. No muy fuerte, pero él lo dijo y yo lo vi en el suelo. Ella no lo ayudó. No hizo nada. Tomás pasó las manos por su cara. No lo podía creer. Subió corriendo a ver a su hijo. Marina lo siguió desde lejos.
Leo estaba acostado. Tenía una bolsa de gel frío en la cabeza y el cuaderno arrugado en el buró. Papá, ¿estás bien? Sí, me duele poquito, pero ya estoy bien. Dime la verdad. ¿Te empujó? Leo no respondió, solo bajó la mirada. No quiero que venga más. Tomás le acarició el cabello.
Luego bajó, serio, directo al cuarto de Paola. Ella ya se estaba alistando para salir. Al verlo entrar, se cruzó de brazos. Ya te contaron el drama. No fue un drama. se cayó. Y tú no lo ayudaste. Él se estaba moviendo solo. La silla se atoró. Yo solo. Ya no importa. No puedes seguir aquí. ¿Qué? Escuchaste, “No puedes seguir aquí.” Paola lo miró como si no entendiera. ¿Me estás corriendo? Sí.
Esto ya pasó el límite. No te quiero cerca de mi hijo ni de mí. Paola rió con incredulidad. ¿Por qué? Por esa niñita que tienes trabajando abajo. Te está metiendo cosas en la cabeza. Marina solo dice la verdad y Leo también. Claro, perfectos los dos, gritó ella perdiendo la calma. ¿Sabes qué? Te vas a arrepentir.
Tomás no contestó, solo abrió la puerta y señaló hacia afuera. Paola recogió su bolso con furia, salió empujando la puerta con fuerza, sin mirar atrás. En la sala, Marina abrazaba a Leo, que ya había bajado, lo envolvió con una cobija y le dio un té caliente. Tomás los observó desde la escalera.
Por primera vez en semanas vio con claridad lo que siempre estuvo frente a sus ojos. Desde el incidente en el jardín, la casa entera parecía respirar distinto. Paola ya no estaba. Tomás la había sacado sin rodeos. Leo se notaba más tranquilo y aunque no decía mucho del tema, todos podían ver que había soltado algo que le pesaba desde hacía semanas.
Sin embargo, para Marina las cosas no se sentían bien. No por Paola ni por lo que pasó, sino porque algo dentro de ella se estaba empezando a romper. No era rabia, era cansancio, pero no de cuerpo, sino de alma. Había pasado mucho tiempo callando, aguantando, ayudando sin esperar nada. Y hasta ahora que todo se estaba acomodando poco a poco, ella sentía que era la única que no tenía lugar.
Era como si la casa fuera de todos, menos de ella. Esa mañana, mientras preparaba hotcakes para Leo, Tomás bajó temprano. Se notaba más relajado, más presente. Le ayudó a poner la mesa, le sirvió jugo al niño y hasta se animó a bromear un poco. No sé cómo le haces, Marina. Tienen mejor sabor cuando tú los haces.
Solo hay que mezclar con cariño, respondió ella sonriendo. Y tú no te sientas con nosotros. Prefiero esperar. No me gusta comer apurada. Tomás la miró, pero no insistió. Después del desayuno, Leo se quedó viendo caricaturas y Tomás salió al jardín a tomar una llamada. Marina se quedó recogiendo la cocina. Cada plato, cada trapo, cada rincón la hacían pensar en todo lo que había pasado, en todo lo que había callado, en las veces que Paola la humilló disimuladamente, en las veces que tuvo que apretar los dientes cuando escuchaba cómo trataba a Leo, en cómo cada día fingía que no sentía nada,
ni por Tomás, ni por la vida que empezaba a nacer ahí, frente a sus ojos. Ya no podía más. Guardó los trastes con más fuerza de la necesaria, secó la barra con rapidez, acomodó las servilletas dobladas como siempre, pero con las manos tensas. No estaba enojada con nadie, solo con ella misma, por haberse quedado callada tanto tiempo. Tomás entró por la puerta del jardín y se le quedó viendo desde la entrada.
¿Todo bien? Sí, dijo ella sin voltearlo a ver. ¿Segura? Sí. Tomás caminó hasta el fregadero y se apoyó en la barra. ¿Quieres hablar? ¿Y de qué serviría? Tomás frunció el ceño. ¿Cómo? Marina se volteó por fin y lo miró directo a los ojos. He estado aquí desde el principio. He visto todo. He cuidado de Leo como si fuera mío.
He aguantado insultos, humillaciones, miradas feas y palabras que no me merezco. Y todo eso lo hice porque ese niño me importa y porque pensé que yo también importaba aquí. Tomás se quedó mudo. No esperaba eso. Nunca la había visto así. Marina no gritaba, no lloraba. Pero su voz temblaba y eso dolía más que cualquier grito. Tú sabes lo que Paola me dijo. ¿Sabes cómo trató a Leo? Lo viste y aún así dudaste. Dudaste de mí.
Y eso, eso fue lo peor. Tomás dio un paso al frente. Yo nunca dudé de ti, Marina. Dudé de mí, de mis decisiones, de todo. Pues entonces haz algo, porque yo ya no puedo seguir siendo la que pone todo y se queda con nada. Se hizo un silencio denso de esos que duelen. ¿Te quieres ir? No, respondió Marina bajando la mirada, pero tampoco quiero quedarme sintiéndome invisible. Tomás respiró hondo. No eres invisible, Marina.
Tú eres lo único real que tengo en esta casa. Ella lo miró sorprendida, pero antes de que pudiera responder, Leo entró corriendo, o tan rápido como podía moverse en su silla eléctrica con una hoja en la mano. Marina, mira lo que hice. Marina se agachó a su altura con lágrimas que no quería que se notaran.
¿Qué es eso? Es un dibujo de nosotros tres, tú, mi papá y yo. Mira, aquí estás tú con el mandil, él con su celular y yo con mi silla, pero todos estamos sonriendo. Marina lo abrazó apretándolo fuerte. Tomás los miró y en ese momento algo en su interior se acomodó, como si al fin viera claro lo que tenía frente a él, como si la venda que no sabía que tenía por fin se hubiera caído.
Más tarde, Marina subió a su cuarto. Estaba agotada. se sentó en la orilla de la cama con la hoja del dibujo aún en la mano. Era sencilla, con trazos torpes y colores mal combinados, pero para ella era lo más valioso del mundo. Tocaron la puerta. Era Tomás. ¿Puedo pasar? Sí. Entró y se quedó parado en la entrada. Tienes razón en todo lo que dijiste. Marina bajó la mirada.
No lo dije para que me des la razón. Lo dije porque ya no podía cargarlo sola. Tomás caminó hasta quedar frente a ella. No quiero que te sientas sola. ni invisible. Quiero que sepas que gracias a ti Leo volvió a ser niño y yo volví a ser persona. Marina lo miró en silencio. Yo también estoy roto, Marina, pero tú has sido el pegamento y no sé cómo agradecerte eso.
Ella sonrió, pero con tristeza. No tienes que agradecerme, solo tienes que estar. Tomás asintió. Entonces aquí me quedo. Y no se movió. Se sentó a su lado sin tocarla, sin decir nada más. Solo se quedó ahí. con ella a su lado y por primera vez en mucho tiempo. Marina no sintió que estaba sola. El calendario marcaba el 24. Era el cumpleaños de Leo, 8 años.
Marina lo había anotado en una hoja desde el primer mes que llegó a la casa. No necesitaba recordatorios, pero igual lo escribió como una promesa silenciosa de que ese día no iba a pasar desapercibido. Tomás, por su parte, llevaba varios días planeando algo especial. No era el tipo de hombre que organizaba fiestas, pero esta vez quería hacer las cosas diferentes.
Quería compensar lo que no pudo hacer los últimos dos años. Sandra, su asistente, le ayudó a contratar una empresa que armaba decoraciones sencillas en casa. Pidió globos, una mesa con dulces, una piñata, aunque Leo no podía romperla, sí podía verla. y pastel quería algo tranquilo, bonito. Leo le había dicho que no quería niños ni desconocida.
Solo quería estar con los que lo querían. Todo iba bien hasta que Tomás cometió el error de invitar a Paola. No directamente, no con palabras, pero sí con un mensaje que ella no dejó pasar. una historia que él subió a redes sociales con un globo con el número ocho.
Paola lo vio, le contestó con un emoji de corazón y al día siguiente, sin avisar, llegó con un regalo enorme envuelto en papel dorado y moño rojo. Marina abrió la puerta. “Hola”, dijo Paola como si nada. “¿Está Tomás? Está en el jardín decorando. Vengo a felicitar al niño. ¿Puedo pasar?” Marina no se movió.
Por un segundo pensó en decirle que no, pero Leo estaba en su cuarto esperando que todo fuera perfecto y armar una escena no era opción. Claro dijo sin emoción. Paola entró como si nunca se hubiera ido. Saludó con una sonrisa a los empleados. Caminó con seguridad hasta el jardín y cuando Tomás la vio, se le fue el color de la cara. ¿Qué haces aquí? Vine a ver al cumpleañero. Tranquilo, no vengo a pelear. Tomás tragó saliva.
Quiso decirle que se fuera, pero ya la tenía ahí con regalos, con sonrisa, con presencia. Miró hacia la casa y ahí estaba Leo viendo todo desde la ventana. 5 minutos dijo Tomás. Lo que tú digas, respondió ella. La fiesta fue sencilla. Marina hizo sándwiches de jamón con forma de estrellas, preparó agua de fresa natural, puso música de caricaturas y colgó unas guirnaldas que había guardado del año anterior.
Tomás se ocupó de inflar y preparar una mesa con dulces. Leo bajó con su camisa favorita, la azul con rayas y la cara iluminada. Era la primera vez en mucho tiempo que se veía feliz desde temprano. Paola intentó acercarse con el regalo. “Mira, Leo, te traje algo increíble.” Leo la miró. Luego miró a Marina y luego a su papá.
No dijo nada, solo asintió y recibió el paquete sin emoción. “No lo vas a abrir más tarde”, dijo el niño. Paola sonrió tensa, se alejó unos pasos y se sentó en una esquina del jardín. La fiesta siguió. Cantaron las mañanitas. Tomás le puso la corona de cumpleaños y Leo sopló la vela con fuerza. Todos aplaudieron hasta Paola.
Después del pastel, Tomás se acercó a Marina. Gracias por todo esto. Sé que hiciste más de lo que te tocaba. No es por ti, es por él. Igual te lo agradezco. Marina lo miró con una media sonrisa y sin querer sus ojos se encontraron.
No fue una mirada cualquiera, fue de esas que dicen más de lo que uno está dispuesto a aceptar. A lo lejos, Paola los observaba. El gesto en su cara cambió. Sonríó, pero sus ojos no lo acompañaban. Al final de la tarde, cuando todos estaban guardando las cosas, Tomás se acercó a Paola. Gracias por venir, pero ya es hora. ¿Me estás corriendo? No, solo creo que ya cumpliste con tu parte. Paola se acercó más de lo necesario. ¿Y ella, qué? También ya cumplió.
No es lo mismo. Claro que no. Ella tiene al niño de su lado. Yo solo tengo lo que tú me diste, que ya no me estás dando. Tomás no respondió, solo le hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta. Te voy a decir algo, Tomás, dijo Paola con voz baja. Ten cuidado con la gente que parece buena, a veces se esconden cosas peores que uno. Tomás no contestó.
Paola salió de la casa con los tacones marcando el piso con fuerza. Marina la vio pasar desde la cocina. Esa noche, Leo subió con su dibujo y lo pegó en la puerta de su cuarto. Era una fiesta con un sol grande y tres personas, él, Marina y su papá. Paola no estaba.
¿Te gustó tu cumpleaños?, le preguntó Marina mientras lo arropaba. Sí, fue el mejor. ¿Y el regalo que no abriste, Leo lo pensó, lo puedo donar? Claro. Marina lo abrazó. Lo hizo con fuerza, con amor. De esos abrazos que no necesitan palabras. Abajo Tomás veía las fotos del día en su celular. En todas Leo sonreía. En ninguna aparecía Paola.
Después del cumpleaños, la casa quedó en silencio otra vez. No ese silencio tenso ni incómodo que había antes, sino uno distinto de descanso, como cuando alguien se acuesta por fin después de un día pesado. Marina recogía los últimos globos que habían quedado pegados al techo mientras Leo veía televisión con los pies cubiertos por una cobija.
Tomás estaba en su despacho, pero con la puerta abierta. Como hacía tiempo no pasaba. Ahora se le notaba más presente, más disponible. Marina subió a llevarle a Leo un vaso de leche con canela. El niño la recibió con una sonrisa cansada, pero feliz. Se lo tomó despacito mientras ella se sentaba a su lado en la cama. ¿Te gustó cómo decoramos todo? Sí.
Lo que más me gustó fue la música de caricaturas, dijo Leo sonriendo. Y los sándwiches con forma de estrellas. Eso fue idea tuya. Sí, sí. Tú lo dibujaste hace semanas. Dijiste que querías comida que se viera divertida. Leo rió bajito. Ah, sí. Se me había olvidado. Hubo un momento de silencio. Marina pensó que ya se iba a quedar dormido, pero entonces Leo habló bajito, casi como un secreto.
¿Sabes que no me gustó? ¿Qué? Que mi papá la dejó entrar. Marina lo miró en silencio. Él me dijo que ya no iba a venir más, pero ella llegó y se quedó un rato. Y aunque no hizo nada, yo sentí que todo podía volver a ponerse feo. ¿Se lo dijiste? No, porque seguro me dice que no fue para tanto, que fue solo una visita, que no me preocupe, siempre dice eso. Marina suspiró. A veces los adultos también se confunden.
Quieren hacer lo correcto, pero no siempre saben cómo. Leo bajó la mirada. Yo no quiero que regrese nunca. ¿Estás seguro? Sí. Cuando ella está cerca, me siento como si no importara, como si no pudiera hablar, como si me apretaran el pecho. Marina le acarició la cabeza. Suave. Voy a estar pendiente. Sí. No voy a dejar que eso pase otra vez.
¿Tú te vas a quedar? Sí, Leo. Yo me voy a quedar. Aunque mi papá se enoje. Él no está enojado, solo está aprendiendo. Leo asintió. Despacio, cerró los ojos y se quedó dormido con el vaso vacío entre las manos. Minutos después, Tomás subió. Marina seguía en el cuarto, sentada en la orilla de la cama, mirando como Leo respiraba profundo. Tomás se detuvo en la puerta, observándolos. ¿Todo bien? Sí.
¿Ya se durmió? ¿Te dijo algo? Sí, respondió ella sin moverse. Que no quiere verla más. Tomás bajó la mirada. También me lo dijo a mí, no así tan claro, pero lo noté. ¿Y tú qué vas a hacer? No la voy a volver a invitar. ¿Estás seguro? Estoy seguro.
Tomás caminó despacio hasta el borde de la cama y se sentó al lado contrario de Marina. Se quedaron así en silencio con Leo dormido entre los dos, como si fueran una familia que no sabía cómo llamarse todavía. “A veces me siento un fracaso como papá”, dijo Tomás de pronto. “Siento que no sé protegerlo. Tú haces lo que puedes, pero necesitas escuchar más.” “Lo sé.
Él no necesita que lo salves, solo que estés, que lo escuches, que lo mires.” Tomás asintió. “Gracias, Marina.” Ella no respondió, solo se levantó en silencio, le acomodó bien la cobija al niño y salió de la habitación. Esa noche, en su cuarto, Marina se quedó acostada con los ojos abiertos.
Sentía que algo estaba a punto de cambiar, pero no sabía si eso era bueno o malo. Sentía el corazón inquieto, como cuando uno sabe que algo viene, pero no puede evitarlo. Al día siguiente, en el desayuno, Leo estaba callado, pero no triste. Jugaba con su cereal, haciendo círculos con la cuchara. Tomás bajó con el cabello aún húmedo y una camisa arrugada. Marina se la alisó con una pasada rápida de mano. Él le sonrió agradecido.
¿Y si hacemos algo hoy en la tarde?, preguntó Tomás mientras se sentaba. Tú escoges, Leo. ¿Puedo pensarlo? Claro, pero no tardes mucho, que quiero cancelarlo todo para estar contigo. Leo levantó la vista. Era raro que su papá hablara así. Marina notó como al niño se le iluminaban los ojos, aunque intentara disimularlo.
“Podemos ver la película de los robots, la segunda parte. Hecho”, dijo Tomás levantando el pulgar. La mañana pasó tranquila. Marina lavó ropa, ordenó el cuarto de servicio y preparó una pasta para el almuerzo. Leo estuvo dibujando en la terraza y Tomás hizo algunas llamadas desde el estudio, pero sin encerrarse tanto como antes. Después de comer, los tres se sentaron en la sala.
Tomás puso la película y Marina trajo palomitas. Leo estaba en medio con una cobija sobre las piernas. A la mitad de la película se inclinó hacia su papá. Papá, ¿qué pasó? Quiero decirte algo. Dime. No quiero que busques más a Paola. Tomás apagó el televisor. Marina se quedó quieta.
Ya no lo iba a hacer, respondió él. Lo prometo. Aunque te quedes solo. No estoy solo. Estoy contigo. Leo miró a Marina, luego volvió a su papá y con Marina también. Tomás tragó saliva, sintió un nudo en la garganta. Sí, también con Marina. Leo sonríó, pero esta vez no fue una sonrisa forzada, fue de verdad, de esas que nacen despacito, pero se quedan mucho tiempo. Esa noche, mientras Marina preparaba el té, Tomás se acercó a la barra de la cocina.
¿Puedo preguntarte algo? Claro. ¿Tú quieres quedarte aquí? Marina lo miró. Depende de qué. de que me mires de frente, no como la empleada, no como la mujer que cuida a tu hijo, como lo que soy, una persona que siente, que a veces se cansa, que está dando más de lo que muestra. Tomás la miró fijo.
Y si te dijera que ya lo estoy haciendo, entonces me quedo. Tomás sonríó. Marina también. No necesitaban decir más. Y arriba, en su cuarto, Leo dibujaba otra vez, ahora con colores vivos. Dibujaba una casa, un árbol y tres figuras tomadas de la mano. Ya no le dolía tanto hablar porque lo que dijo esa tarde al fin fue escuchado. Era jueves por la tarde.
El cielo estaba medio nublado y se sentía ese aire raro de cuando algo va a pasar, aunque todavía no sabes qué. Tomás había salido a una reunión importante que no podía postergar. Marina se quedó a cargo de todo como siempre. Leo estaba en la sala tranquilo viendo su caricatura favorita. Ya habían comido y el ambiente se sentía en paz.
Marina recogía los platos del comedor cuando escuchó el timbre. No esperaba a nadie y Tomás tampoco había mencionado visitas. Se limpió las manos con el trapo de cocina y fue a abrir la puerta con el ceño fruncido. Y ahí estaba Paola, de pie, con los brazos cruzados, la cara seria y un bolso pequeño colgado del hombro. No traía maquillaje ni esa actitud pesada de siempre.
Se notaba que no venía a fingir sonrisas. Hola”, dijo con voz seca. “¿Qué haces aquí? Vine a hablar con Tomás.” “No está, lo sé, pero igual voy a pasar, ¿no?” Paola empujó un poco la puerta sin fuerza, pero con firmeza. No me vas a cerrar la puerta. No, después de todo. Ya no tienes nada que hacer aquí, Paola. Él fue claro. No vine a verlo a él. Vine a verte a ti.
Marina se quedó helada por un segundo. Luego frunció el ceño. A mí. Sí, porque me cansé de hacer como que no veo lo que está pasando. No entiendo. Claro que entiendes. Tú te metiste, te aprovechaste del dolor, de la casa vacía, del niño, jugaste a ser buena, a ser indispensable y lo lograste. Me sacaste de su vida. Marina soltó la perilla de la puerta. No te saqué.
Te sacaste sola con tu forma de ser. No me vengas con discursos de telenovela. No eres tan inocente como pareces. Te metiste entre Tomás y yo desde el primer día. Yo no me metí con nadie. Tú trataste a Leo como si fuera un estorbo. Lo gritaste, lo empujaste, lo humillaste. Eso no es culpa mía.
¿Y tú qué eres tú? ¿Una santa? ¿una mujer que cuida niños porque tiene un corazón enorme? No, tú también tienes tu historia, tu dolor, tu necesidad de llenar vacíos. Sí, tengo mi historia, como todos, pero no vine a esta casa a buscar nada. Solo quería trabajar en paz y terminé queriéndolos más de lo que imaginé. Qué conveniente, ¿no? Qué humano.
Paola la miró con rabia contenida. Caminó hacia el centro de la sala. Leo, que había escuchado voces, estaba ya en el pasillo, observando en silencio desde su silla. “¿Qué haces aquí?”, dijo con voz temblorosa. Paola lo miró sorprendida. “Tranquilo, no vine por ti. Entonces vete.” Marina fue hacia Leo y se puso a su lado como un escudo. “Ya escuchaste, “No tienes nada que hacer aquí. Me voy a ir”, dijo Paola.
Pero antes quiero que me escuches bien. ¿Para qué? Porque tú crees que ganaste, pero no es así. Te quedaste con una casa llena de recuerdos, con un hombre que no sabe lo que quiere y con un niño que te ve como salvación, pero que algún día también te va a voltear la cara cuando no le des lo que necesita. Eso piensas de él, eso pienso de todos.
Nadie se queda donde no le conviene. Pues yo me quedo, no porque me convenga, me quedo porque los quiero y porque cuando uno quiere de verdad no se va corriendo. Paola se ríó sin ganas. Ya veremos cuánto te dura eso. Tomás llegó en ese momento, abrió la puerta sin saber lo que pasaba y se encontró con la escena.
Marina de pie firme, Leo en su silla detrás de ella y Paola al centro de la sala con la mirada encendida. ¿Qué está pasando aquí? Nada. dijo Paola girándose hacia él. Solo vine a despedirme. Te dije que no volvieras y tú dijiste muchas cosas, pero ya no importa, me voy. Solo vine a ver de cerca lo que perdiste. Tomás no respondió. La miró con una mezcla de decepción y lástima.
Paola, no digas nada. Ya sé, ya entendí. Se acercó a la puerta y antes de salir lanzó una última mirada a Marina. Suerte con tu nuevo papel. No es fácil ser la mujer perfecta. Algún día vas a fallar y ahí estaré para verlo. Salió y la puerta se cerró. El sonido retumbó en la casa como un portazo emocional.
Tomás respiró hondo, se pasó la mano por la cara, miró a Leo, que seguía sin moverse, luego a Marina. ¿Estás bien? Sí. ¿Qué te dijo? Nada que no supiera ya. Tomás se acercó y tocó el hombro de Leo. ¿Tú estás bien, hijo? Sí, seguro. Papá. ¿Qué? No dejes que vuelva. No va a volver.
Marina lo miró de reojo y por primera vez vio en Tomás una seguridad que antes no tenía. No estaba dudando, no estaba pensando en qué decir, solo estaba ahí seguro de lo que decía. Gracias, dijo Leo bajito. Marina le acarició el cabello y le sonrió. Luego fue a la cocina. Necesitaba un vaso de agua. Sus manos temblaban un poco. Tomás la siguió. No debí dejar que se acercara otra vez. No dijo ella sin voltearlo a ver. Pero lo hiciste. Lo hice.
Y ahora ya no hay margen para errores. Él no puede volver a pasar por esto. Lo sé. ¿Y tú qué vas a hacer ahora? Tomás se quedó en silencio. Luego se acercó más. Lo que debía hacer desde el principio. Estar con ustedes, escuchar, cuidarlos y si me dejas, repararlo todo. Marina lo miró. No dijo que sí, no dijo que no, solo lo miró. Y en sus ojos por primera vez no había miedo. Había verdad.
La casa quedó en silencio después de la salida de Paola. Un silencio denso, pero no por lo que se dijo, sino por lo que no se dijo. Era de esos momentos en los que no hace falta gritar para que todo pese. Tomás cerró la puerta con lentitud, sin mirar atrás. Se quedó parado unos segundos con la mano en la manija, como si esperara algo más, como si esperara que el aire se aclarara solo. No pasó. Giró lentamente y caminó hacia la sala.
Marina ya no estaba. Leo tampoco. La sala seguía con los cojines mal acomodados, las cortinas abiertas. la mesa con una taza a medio tomar. Todo parecía normal, pero no lo era. Nada estaba normal desde hace tiempo. Tomás se sentó en el sillón y apoyó los codos en las rodillas.
Se frotó la cara con las manos y respiró hondo. Una parte de él sentía que había hecho lo correcto, pero otra sentía que ya era tarde. No sabía por dónde empezar. Subió las escaleras sin prisa, pasó por el cuarto de Leo y se asomó. Estaba dormido de lado, con una mantita delgadita encima. Su carita estaba tranquila, pero aún tenía el ceño levemente fruncido. Tomás entró despacio, se acercó y le acomodó la cobija sin hacer ruido.
Se quedó viéndolo un momento largo, en silencio, como si estuviera pidiendo perdón sin palabras. Después fue al cuarto de Marina, tocó la puerta una, dos veces. Nadie contestó. Dudó. Pensó en insistir, pensó en no hacerlo. Al final se quedó ahí parado, con la mano suspendida a medio camino. No tocó otra vez, bajó.
fue a la cocina. Marina estaba ahí de espaldas en silencio, lavando una cuchara que ya estaba limpia. No dijo nada al verlo. Él se apoyó en el marco de la puerta y se quedó así observándola. “¿Hace cuánto sabes que esto iba a pasar?”, preguntó él sin levantar mucho la voz. “¿Qué? ¿Que yo me iba a equivocar? ¿Que iba a meter a la persona equivocada? ¿Que iba a lastimar a Leo, no lo sabía.
Solo tenía miedo de que pasara. Tomás asintió. Bajo la mirada. Marina dejó la cuchara a un lado, se secó las manos con un trapo y lo miró. No estás solo en esto, pero tienes que aprender a estar contigo también. Me cuesta. Lo sé. ¿Y tú qué? ¿Tú cómo estás? Esa pregunta la tomó por sorpresa. Nadie le había preguntado eso en mucho tiempo.
Se cruzó de brazos, respiró profundo y respondió sin pensarlo demasiado. Cansada, pero fuerte, Tomás dio un paso más hacia ella. Quiero que las cosas cambien. que estemos bien los tres. Y sabes cómo quiero aprender. Marina no respondió. Sus ojos decían muchas cosas, pero sus labios se quedaron en silencio. Él se acercó un poco más, no para tocarla, solo para que lo sintiera cerca. Te fallé. Nos fallamos todos.
¿Me das otra oportunidad? Marina bajó la mirada. No dijo que sí. Tampoco dijo que no. Solo volvió a secarse las manos, esta vez con más fuerza. Luego caminó hacia la puerta sin mirarlo. Tengo que preparar la cena. Tomás se quedó solo en la cocina. No la siguió, no insistió, solo se apoyó en la barra y cerró los ojos. El silencio de Marina pesaba.
No porque lo culpara, sino porque decía todo lo que ella no quería repetir. Esa noche la cena fue distinta. Marina cocinó como siempre, con dedicación, sin hablar demasiado. Leo bajó con mejor cara, comió tranquilo, hizo un par de preguntas, contó un chiste malo. Tomás río. Marina sonrió. ¿Podemos ver una peli?, preguntó Leo al terminar.
Sí, claro, dijo Tomás levantándose de la mesa. Pero quiero que también venga Marina, ella dudó, miró a Tomás, luego a Leo y al final asintió. Se sentaron en la sala los tres. Leo en el centro, con una cobija hasta el pecho, Marina a un lado, Tomás al otro. Pusieron una comedia tonta que al niño le encantaba. Se reían a ratos.
Otras veces solo se miraban de reojo. Pero nadie habló de lo que pasó. Cuando la película terminó, Leo se quedó dormido. Tomás lo cargó con cuidado y lo subió a su cuarto. Marina los vio desde abajo. Luego se quedó sola en la sala, recogiendo vasos y enderezando los cojines.
Tomás bajó después, despacio, con pasos lentos, la encontró limpiando un charquito de jugo en la mesa. Déjalo, yo lo hago. Ya estoy en eso. No tienes que hacerlo todo tú. Marina se detuvo. Lo miró. No es que quiera hacerlo todo, es que si yo no lo hago, nadie lo hace. Tomás sintió ese golpe en el pecho. No tenía respuesta. Me duele que sientas eso dijo él bajito.
Me duele sentirlo, pero es la verdad. Quiero cambiarlo. Empieza por mirar. Ver de verdad. Se hizo otro silencio. Esta vez diferente, como si estuvieran diciendo adiós a una forma de vivir que ya no tenía sentido. Tomás dio un paso atrás, no para irse, para no presionar. Buenas noches,
Mariná. Buenas noches. Él se fue a su cuarto, cerró la puerta, no encendió la luz, se sentó en la orilla de la cama y se quedó ahí sin moverse. No lloró, no habló, solo dejó que el silencio lo llenara, porque a veces no hay nada más que decir, solo aceptar y aprender a quedarse. Al día siguiente, la casa amaneció en calma, pero no era una calma ligera ni bonita.
Era de esa que se siente después de una tormenta, cuando todo parece estar en su lugar, pero el suelo todavía está húmedo y el aire sigue espeso. Marina bajó temprano como siempre. Puso el café, preparó avena con plátano para Leo y pan tostado para Tomás. No tenía ganas de hablar.
Solo quería que el día pasara sin sobresaltos, sin visitas inesperadas, sin reclamos ni gestos incómodos. Tomás bajó un rato después. Llevaba la misma ropa del día anterior, el cabello desordenado, ojeras marcadas, se sentó sin decir palabra. Marina le sirvió el desayuno y se alejó sin mirarlo. “Gracias”, dijo él después de unos segundos. Ella solo asintió. Leo no tardó en bajar. Entró a la cocina manejando su silla con soltura.
Llevaba una playera con estampado de marcianitos que Marina le había regalado. Estaba de mejor humor. Saludó, se sirvió jugo solo y se sentó frente a su papá. “¿Dormiste bien?”, le preguntó Tomás. Sí, soñé que podía volar como Superman. No, como un robot, pero con alas. Tomás sonrió. Marina también, aunque no se volteó. Después del desayuno, cada quien tomó su rumbo. Leo fue a la sala a dibujar.
Marina se fue al lavadero. Tomás se encerró en su despacho. El día avanzaba. Y aunque no parecía que algo fuera a pasar, la casa estaba como esperando, como si supiera que todavía faltaba un capítulo por cerrarse. Y ese capítulo llegó al mediodía. La puerta sonó, tres golpes secos.
Marina, que estaba en el pasillo, fue a abrir y ahí estaba él, un hombre de unos treint y tantos con barba mal rasurada, una chamarra de mezclilla vieja y cara de crudo. Tenía los ojos rojos y el gesto torcido. “Aquí vive Paola”, preguntó sin saludar. No, dijo Marina de inmediato. Aquí no vive, pero venía aquí. Yo la traía. Yo la esperé muchas veces afuera. No te hagas.
Marina lo miró alerta. ¿Quién es usted? Su hermano. Tomás apareció en ese momento desde las escaleras. Escuchó la última parte y bajó sin prisa. Tú eres Tomás. Sí. Mira nás. Con razón la loca andaba tan entusiasmada. Esta casa está de revista. ¿Qué necesitas? El hombre se rascó el cuello. Se notaba inquieto. Solo quería que supieras que Paola no era tan sincera como decía.
Yo no me llevo bien con ella, pero me pidió prestado dinero hace unos meses para unas cosas de trabajo. Resulta que no era para eso. Era para meterse aquí. Dijo que iba a arreglar su futuro. Tomás apretó la mandíbula. ¿Y qué quieres ahora? Nada. Solo decirte que no te dejes engañar. que Paola no estaba aquí por amor.
Ella, el hombre, se rió solo, como si le diera pena ajena. Ella decía que tú eras fácil de manejar, que no te dabas cuenta de nada y que si se ganaba al niño, ya la tenía hecha. Pero ya ves cómo terminó eso. Marina no dijo nada, solo observaba. ¿Y tú qué ganas contándome todo esto? Nada. O sí, no sé, tal vez algo de dinero para el pasaje. No voy a mentirte.
Tomás sacó un par de billetes de la cartera y se los extendió. Gracias por decir la verdad. Ahora vete. El hombre los tomó, hizo una seña con la cabeza y se fue sin mirar atrás. Tomás cerró la puerta y se quedó quieto con la vista clavada en el suelo. “¿Ya lo sabías?”, le preguntó Marina en voz baja. Lo sospechaba, “pero ahora lo sé.
¿Y eso te deja más tranquilo? No me deja más avergonzado.” Marina no dijo nada más. Volvió a la cocina. Más tarde, Tomás se acercó a Leo, que seguía dibujando en la sala. “¿Me enseñas qué haces? Estoy dibujando un robot con un escudo. ¿Por qué con escudo? Porque se defiende. Tomás lo miró en silencio. Luego se sentó a su lado.
Tú te sientes así, como si tuvieras que defenderte. Leo dejó de dibujar. A veces sí. Cuando nadie me escucha. Tomás bajó la cabeza. Se sintió más pequeño que nunca. Quiero que sepas que no va a volver a pasar. Lo prometo. ¿De verdad? Sí. Y no solo porque me lo digas tú, también porque Marina me abrió los ojos. Leo sonrió.
Ella siempre dice la verdad. Aunque duela, Tomás lo miró. En esa frase tan sencilla, había más sabiduría que en todo lo que él había pensado en semanas. Horas después, Tomás subió al cuarto de Marina. Tocó la puerta con más decisión que la vez anterior. Ella abrió. Estaba sin delantal, con el cabello suelto y un gesto cansado. ¿Puedo pasar? Sí.
Él entró y se quedó de pie en medio de la habitación. No sabía por dónde empezar. Vino el hermano de Paola. Lo vi. Me confirmó todo. Marina lo miró sin sorpresa. Lo imaginaba. Me siento como un tonto. No lo eres. Solo estabas buscando algo. Todos lo hacemos. Tomás se sentó en el borde de la cama. Marina se apoyó en la pared.
Me duele haber puesto a Leo en esa situación, pero lo sacaste a tiempo. Porque tú me abriste los ojos. Yo estaba ciego, confiando por necesidad, queriendo no ver lo que era evidente. Y ahora que lo viste, ¿qué sigue? Tomás la miró. seguir, pero de verdad, no pretendiendo, no llenando vacíos con lo primero que aparece.
Marina se acercó un poco más, lo suficiente para que él sintiera su presencia. ¿Y sabes con quién quieres seguir? Sí, lo tengo claro. Marina bajó la mirada. Sus dedos se apretaron entre sí. No me digas lo que crees que quiero oír, Tomás. No te digo lo que siento. ¿Y estás seguro? Lo estoy desde hace mucho, solo que no me había dado cuenta. Se miraron.
No con prisa, no con urgencia, con calma, con verdad. Y en ese silencio, esta vez no hubo culpa, hubo entendimiento. Las tardes habían comenzado a sentirse más frescas. El cielo ya no ardía con ese sol pesado de hace semanas. Ahora el viento entraba suave por las ventanas y la casa tenía un ritmo distinto, más tranquilo, más firme. Tomás pasaba más tiempo con Leo. Jugaban, hablaban, se reían.
Marina ya no era solo la que preparaba la comida o lavaba la ropa. Estaba de verdad en cada parte del día, aunque ninguno lo dijera. Los tres se estaban convirtiendo en algo más que familia, algo que no tenía nombre todavía, pero que se sentía real. Todo parecía ir por el camino correcto hasta que una llamada lo cambió todo. Era mediodía.
Marina estaba en el jardín colgando ropa. Leo dormía una siesta corta en su cuarto. Tomás se encontraba en la cocina organizando algunos papeles. Su celular sonó. Era un número desconocido. Dudó un segundo, pero contestó, “Bueno, Tomás, soy yo.” Su voz era inconfundible. Paola. Sonaba diferente, apagada, con una calma que no era suya.
¿Qué quieres? No te voy a molestar. Solo quiero verte una vez más, Paola. Solo una vez. No para pelear, no para volver. Necesito hablar contigo, decirte algo que nunca te dije. Tomás se quedó en silencio unos segundos. El corazón le latía fuerte, pero no por nostalgia. Era más como un presentimiento. Está bien, pero no aquí. No, yo te digo dónde. Un café en el centro. Mañana a las 5. Voy. Y colgó.
esa noche no dijo nada a Marina, no porque quisiera ocultárselo, sino porque no sabía cómo decirlo. Sabía que ella confiaba en él, pero también sabía que la herida estaba muy reciente. Al día siguiente, llegó al café 15 minutos antes. Se sentó en una mesa junto a la ventana. El lugar era pequeño, con olor a pan recién horneado. A los 20 minutos, Paola entró.
Llevaba un suéter gris sin maquillaje y el cabello recogido. No se veía como la mujer que había llegado con moño rojo y regalo dorado semanas atrás. Se sentó frente a él sin saludar. Gracias por venir. No sé si fue buena idea. Tú decides al final. Solo escucha. No te voy a quitar mucho tiempo. Tomás se cruzó de brazos y esperó.
Cuando nos conocimos, empezó ella, yo no buscaba nada serio. Tú fuiste una oportunidad, una vida cómoda, un hombre bueno. Pero yo no estaba bien, no estaba completa. Tenía broncas en casa, con mi familia, conmigo misma y pensé que si me quedaba contigo todo eso se iba a arreglar. Y no se arregló. No, empeoró porque fingí. Fingí que me gustaba Leo. Fingí que me gustaba esa vida. Fingí que podía ser parte de algo que no entendía.
Tomás bajó la mirada. Y lo peor, siguió Paola, fue que comencé a culpar a los demás, a ti, a tu hijo, a la casa, a Marina. Ella nunca te hizo nada. No, solo me mostró todo lo que yo no era capaz de ser. Y eso me dolió. Me dio rabia ver cómo ella conectaba con Leo en días, mientras yo solo provocaba distancia. Me sentía reemplazada antes de ser algo real.
Entonces, ¿por qué no te fuiste antes? Porque quería ganar como si fuera un juego. Quería que tú me eligieras, que ella quedara fuera, que Leo me viera como su familia. Pero nada de eso pasó. Tomás la miró fijamente. ¿Y ahora qué quieres? Nada. Solo quería decirte la verdad porque sé que lo arruiné. No busco que me perdones ni que me aceptes.
Solo quiero cerrar este capítulo sin más mentiras. Y tu hermano Paola se rió por lo bajo, siempre buscando sacar ventaja. Él me prestó dinero creyendo que iba a casarme contigo. Así de torcido está todo. Y tú se lo dijiste. Tal vez, tal vez no. Ya no importa. Solo quería vivir una historia que no era mía. Tomás suspiró.
El silencio entre ellos fue largo. “Te deseo que estés bien”, dijo él finalmente. “yo también a ti y a Leo y a ella, aunque me cueste.” Paola se levantó, sacó de su bolso una foto doblada y la dejó sobre la mesa. “Es de mi mamá. Ella murió hace poco. Nunca lo dije. Creo que por eso también estaba tan fuera de mí.” Tomás tomó la foto.
Era una mujer mayor, sonriente, sentada en una banca de parque. No sabía. No le conté a nadie. Me daba vergüenza decir que me dolía. ¿Por qué? Porque nadie espera que tú sientas cosas si siempre fuiste la que lastima. Pero también me duele. Me duele haberla perdido sin decirle que me hizo falta.
Tomás no respondió, solo asintió con la cabeza. Adiós, Tomás. Adiós, Paola. Ella salió del café sin mirar atrás. Esta vez no hubo drama. No hubo amenazas, solo un cierre. Uno de verdad. Tomás se quedó unos minutos más, pagó la cuenta y salió caminando despacio. El aire de la tarde le pegó en la cara como si fuera una limpieza.
Sentía una mezcla rara de alivio y tristeza, pero por primera vez no había confusión. Esa noche, al llegar a casa, encontró a Marina en la cocina cortando zanahorias para la cena. Leo estaba en el comedor dibujando una nave espacial. “¿Dónde estuviste?”, preguntó ella sin dejar de picar. “Fui a verla.” Marina se detuvo. Lo miró. ¿Para qué? Para cerrar lo que tenía abierto. Me dijo la verdad por primera vez y yo también la escuché.
¿Te sientes mejor? Sí. No por ella, por mí, porque ya no hay nada pendiente. Marina lo miró un segundo más, luego siguió cortando las zanahorias. Tomás se acercó. Y quiero que tú sepas que pase lo que pase, esta casa, este lugar solo tiene sentido contigo aquí. Marina bajó el cuchillo. Lo miró con seriedad. No me digas eso si no estás listo para sostenerlo. Estoy listo. Por fin lo estoy.
Ella no sonró, pero tampoco se alejó. Y a lo lejos, Leo levantó la mirada y dijo en voz alta, “Listo, terminé mi dibujo.” Ambos voltearon y ahí estaba. Una casa, un árbol, tres figuras tomadas de la mano y esta vez una más a lo lejos con las manos en los bolsillos caminando en otra dirección.
La verdad de Paola ya no dolía, solo era eso, una verdad que por fin se había dicho. El sol entraba con fuerza por las ventanas del comedor. Era sábado. La casa olía a pan tostado, a café recién hecho y a ese aroma que solo aparece cuando todo empieza a acomodarse. Marina preparaba el desayuno sin prisa.
Leo ya estaba despierto dibujando en su libreta mientras movía los pies con ritmo, como si llevara una canción en la cabeza. Tomás bajó con el cabello húmedo, una camisa sin abotonar del todo y cara de haber dormido bien. Por fin. Buenos días, dijo mientras se acercaba a la cocina. Buenos días, respondió Marina sin dejar de revolver los huevos. ¿Puedo ayudar? Pon la mesa. Tomás agarró los platos y los cubiertos como si fuera parte de su rutina desde siempre.
Ya no se sentía como un extraño en su propia casa. Marina lo miraba de reojo, sin decir nada. Era como si todo estuviera en pausa, pero una pausa bonita, de esas que se agradecen. ¿Vamos a salir hoy?, preguntó Leo sin despegarse de su hoja. Eso depende, dijo Tomás. ¿Tienes ganas? Sí, quiero ir al parque. Ese que tiene el columpio especial. Marina levantó la mirada. El que está cruzando el boulevard. Sí, ese.
Tomás asintió. Entonces vamos. Después del desayuno se alistaron. Marina se puso una blusa blanca con jeans, Tomás un pantalón claro y una chamarra ligera. Leo iba feliz con su gorra de dinosaurio y una mochila pequeña con juguetes. El parque estaba lleno, pero tranquilo. Había niños corriendo, familias con mantas, parejas caminando.
El columpio especial estaba libre. Tomás ayudó a Leo a subir. Marina se sentó en una banca cercana, viéndolos con una sonrisa que no se le borraba. “Más fuerte, papá!”, gritó Leo mientras reía. Aguanta, no te vayas a salir volando. La risa de Leo se escuchó como una campana en medio de todo.
Marina se levantó y caminó hacia ellos. Tomás la miró y le se dió el turno de empujar el columpio. Ella lo hizo con cariño, con calma, como si cada empujón fuera una caricia. Estoy feliz, dijo Leo de pronto. Sí, preguntó Tomás. Sí, porque estamos juntos y porque ya no tengo miedo. Marina se quedó quieta. Tomás también. Antes tenías miedo, preguntó ella.
Sí, pero ya no, porque sé que no me van a dejar solo, ¿verdad? Jamás, dijo Tomás. Nunca, aseguró Marina. Leo sonrió y siguió balanceándose. Después de un rato, se sentaron bajo un árbol a comer unos sándwiches que habían llevado. Marina preparó limonada en un termo y Tomás cortó unas manzanas. Era sencillo, era perfecto. ¿Y si hacemos esto cada semana?, preguntó Leo. Ir al parque.
Sí, como un ritual. Me gusta la idea, dijo Marina. A mí también, agregó Tomás. El sol empezó a bajar. El cielo tomó un tono naranja y la brisa se volvió más fresca. Empacaron todo y regresaron a casa. Al llegar, Marina subió a su cuarto. Tomás se quedó en la sala con Leo. Vieron una película, comieron palomitas y luego el niño se quedó dormido en el sillón. Tomás lo cargó y lo llevó a la cama.
Al regresar, encontró a Marina en el balcón con una taza de té. ¿Te puedo acompañar? Claro. Se sentó junto a ella. Por un rato ninguno habló. ¿Puedo preguntarte algo? Dijo Tomás al fin. Sí. Tú te quedarías conmigo, no por costumbre, no por el niño, contigo, tú y yo. Marina lo miró. Eso depende de qué.
De que lo que estamos construyendo sea real, de que no vuelvas a apagar lo que siento cuando te dé miedo sentirlo tú también. Tomás asintió. No va a pasar. No, otra vez. Marina bajó la mirada, luego lo miró de nuevo. Entonces me quedo. Y en ese momento, como si el universo quisiera añadir un detalle inesperado, sonó el timbre. Tomás frunció el ceño. ¿Esperas a alguien? No. Bajo las escaleras, Marina fue detrás. Leo dormía arriba ajeno a todo.
Tomás abrió la puerta y frente a él había una mujer desconocida de unos 40 años con el cabello amarrado en una trenza larga y una expresión seria, pero tranquila. Tomás Herrera. Sí. ¿Quién es usted? Me llamo Silvia. Vengo de parte de alguien que usted conoció hace muchos años. ¿Quién? Declara. El corazón de Tomás se detuvo por un segundo. Clara era su esposa, su esposa muerta.
¿Cómo dice? Soy su hermana y necesito hablar con usted porque creo que hay algo que no sabe, algo que su hijo necesita saber también. Marina se acercó confundida. ¿Qué está pasando? Tomás no respondió. Silvia sacó una carta del bolso. Clara me dejó esto. Me pidió que se la entregara cuando fuera el momento y creo que ya lo es.
Tomás la tomó con manos temblorosas. Abrió el sobre. La letra era clara, redonda, de esas que no se olvidan. Si estás leyendo esto es porque ya pasó el tiempo suficiente para que entiendas. No me fui solo por la enfermedad, me fui con una verdad guardada. Nuestro hijo no es solo tuyo. Hay otra parte de su historia que necesita salir a la luz. Tomás levantó la vista.
La respiración se le cortó. Marina lo sostenía con la mirada. Silvia bajó la cabeza. No estoy aquí para hacer daño. Estoy aquí para que él sepa quién es. De verdad. Y entonces todo cambió.
