BILLONARIO FINGE ESTAR DORMIDO PARA PROBAR A LA HIJA DE LA EMPLEADA… PERO SE SORPRENDE CON LO QUE…

BILLONARIO FINGE ESTAR DORMIDO PARA PROBAR A LA HIJA DE LA EMPLEADA… PERO SE SORPRENDE CON LO QUE…

 

El millonario desconfiado fingió estar dormido para poner a prueba a la hija de la empleada, pero lo que vio lo dejó completamente en shock. Era un martes nublado y caluroso, de esos días donde todo parece estar medio detenido, como si algo fuera a pasar, pero todavía nadie lo sabe.

En la enorme casa del empresario Rogelio Bársenas, un hombre de 38 años que tenía más dinero del que podría gastar en tres vidas, se respiraba a una tensión que nadie comentaba, pero todos sentían. Rogelio estaba sentado en su oficina, un cuarto enorme con muebles oscuros, alfombra gruesa, un bar completo en la esquina y una ventana gigante que daba al jardín. En el centro del escritorio había un reloj carísimo, no era cualquier cosa, era una pieza única de colección con detalles de oro y platino, valuado en más de un millón de pesos. Nadie tenía idea de cuánto costaba realmente, pero

sabían que si lo tocabas y se perdía, podías olvidarte de tu vida entera. Rogelio no estaba ahí por casualidad, no era que se hubiera quedado dormido en su silla por el calor. Lo hizo a propósito. Quería poner a prueba a alguien. Fingió que se había quedado dormido con la puerta abierta de su oficina, el reloj expuesto a la vista de cualquiera que pasara.

Esa persona a quien quería probar era Julia, su empleada doméstica, una mujer de 34 años. Viuda desde hacía tres, trabajadora, puntual, silenciosa y con una vida dura que no contaba porque no quería dar lástima. Tenía una hija de 9 años a la que casi nadie conocía porque jamás la llevaba al trabajo. Pero ese día fue distinto.

Su niñera se enfermó, su vecina no estaba y no le quedó de otra más que llevarla a la mansión. Rogelio ni se molestó en preguntar por qué había una niña en su sala. Solo la saludó con una sonrisa apretada y le pidió a Julia que no se alejara mucho. Pero esa prueba que Rogelio planeó no salió de la nada. La semilla de la desconfianza había sido plantada por alguien muy cercano.

Su esposa Vanessa, una mujer elegante, de esas que siempre están perfectas, con la mirada afilada y las uñas largas como garras. Ella fue quien un día llegó llorando al estudio diciendo que su collar favorito, uno con diamantes heredado de su madre, había desaparecido. Dijo que lo había dejado sobre la cómoda, que estaba segura, que no se le podía haber perdido, y luego bajó la voz y dijo que la única persona que entraba a la habitación era Julia. Fue sutil, como si no quisiera decirlo directamente, pero el veneno quedó en el

aire. Rogelio no reaccionó al principio. Amaba a su esposa. Aunque últimamente ya no sabía si eso seguía siendo verdad. Discutían mucho. Dormían en camas separadas desde hacía meses. Él estaba cansado de sus reclamos y ella lo miraba como si le estorbara. Pero aún así la escuchó y empezó a observar más a Julia.

Le parecía raro que una mujer con tan poco dinero no se quejara nunca, no pidiera aumento, no cometiera errores. Era demasiado perfecta. Y eso empezó a parecerle sospechoso. Por eso la prueba, por eso fingir dormirse en su oficina con el reloj en medio del escritorio y por eso no cerró la puerta, ni apagó la luz, ni se quitó la chaqueta, solo se recostó en su silla, entreabrió los ojos, lo justo para ver sin ser notado y esperó.

Julia entró a limpiar como siempre con su trapo y su balde sin decir nada. Su hija Camila iba detrás de ella, callada, pero con los ojos bien abiertos, mirando todo como si fuera un museo. Nunca había estado en un lugar así. Todo era gigante, lujoso, brillante. Había cuadros por todas partes, floreros enormes, alfombras gordas, lámparas como de hotel. Julia le dijo que no tocara nada, que se quedara quieta, que solo iba a tardar unos minutos.

La niña se sentó en una esquina junto a una mesa con revistas y se puso a verlas mientras su mamá limpiaba. En ese momento, Rogelio se quedó completamente quieto. El corazón le latía fuerte. veía por el rabillo del ojo. Julia se acercó al escritorio, limpió con cuidado, pasó el trapo orilla sin tocar el reloj, luego se alejó, volvió a acercarse, tomó un portaplumas, lo levantó, limpió debajo, lo volvió a poner. El reloj seguía ahí, intocable. Rogelio no podía creer lo que veía.

Julia ni siquiera lo miraba. Era como si supiera que estaba ahí, pero no le importara. Terminó su trabajo, recogió sus cosas, le hizo una seña a Camila y se fueron al siguiente cuarto. Rogelio no se movió por varios minutos. Sentía una mezcla rara entre alivio y vergüenza. No había visto nada sospechoso, nada.

Pero justo cuando se levantó pasó algo. Escuchó una voz en la planta baja. No era la de Julia, era la de su esposa. Estaba hablando por teléfono, sin saber que la niña seguía por ahí escondida en la sala. La voz era clara, decidida, sin rastro de miedo. Estaba diciendo algo que congeló la sangre de quien la escuchaba. No te preocupes, el collar lo escondí yo. Ese tonto ni cuenta se va a dar.

Y la sirvienta, si abre la boca, nadie le va a creer. Ya sabes cómo son. Se asustan fácil. Todo va a salir perfecto. Pronto va a firmar los papeles y tú y yo vamos a tener todo. Camila, que había bajado por un jugo sin avisar, se quedó paralizada detrás del sofá. No se atrevía a moverse, tragó saliva. Entendió cada palabra, aunque no entendía bien lo que significaban.