Millonario se reencuentra con su Madre 30 años después
Un auto de lujo impactó a una anciana que cargaba una canasta de verdura sobre sus hombros. Cuando el joven millonario la reconoció, se quedó sin palabras. La luz del sol golpeaba la frente de doña Leonor, quien caminaba encorbada con su yugo de madera sobre los hombros. Los manojos de verduras frescas, atados con cuerdas de paja, se balanceaban al ritmo de sus pasos temblorosos.
Cada paso parecía hacer que sus piernas quisieran ceder, pero ella se esforzaba por seguir adelante. Sus sandalias de plástico, desgastadas, emitían pequeños ruidos al rozar el pavimento. El sudor perlaba su frente arrugada, pero ella no dejaba de repetirse. Ánimo, si vendo estas verduras, tendré dinero para comprar medicinas.
Ese yugo cargado de verduras era toda su esperanza en aquella mañana. Necesitaba unos pocos pesos para comprar analgésicos para su espalda, que se había encorbado con los años. Y más que eso, seguía ahorrando cada moneda para un sueño que nadie creía posible, encontrar al hijo que perdió hace 30 años. Doña Leonor acababa de cruzar una intersección cuando un ruido ensordecedor resonó de repente.
Sobresaltada, se giró y vio un auto lujoso que se detenía bruscamente frente a ella. El susto la hizo tambalearse y el yugo se deslizó de sus hombros. haciendo que las verduras se esparcieran por el suelo. Uno de los manojos rozó el auto, dejando un pequeño arañazo en su brillante pintura. La puerta del vehículo se abrió y un joven elegante salió de él.
Vestía un traje costoso con un reloj reluciente en la muñeca y su rostro mostraba una evidente molestia. “¿Cómo camina así, señora? ¿Sabe cuánto cuesta este auto?”, dijo con voz fría. Doña Leonor, asustada se agachó a recoger las verduras. Lo siento, joven, no fue mi intención. Soy vieja y tengo mala vista. Por favor, perdóneme. El joven soltó una risa sarcástica.
Arañó mi auto. Señora, ¿sabe cuánto cuesta arreglarlo? ¿Con qué me va a pagar? Doña Leonor se quedó inmóvil con los ojos llenos de lágrimas. Soy pobre, pero juntaré lo que pueda para pagar, le respondió. Sus palabras solo parecían irritar más al joven, quien se llevó una mano a la frente tratando de contener su enojo.
Pero al mirar el rostro arrugado de la anciana y las lágrimas que rodaban por sus mejillas, algo en él se detuvo. No entendía por qué, pero sintió una extraña mezcla de confusión y un leve dolor en el pecho. “Está bien, levántese”, dijo suavizando un poco su tono. “La próxima vez tenga más cuidado.” Doña Leonor, agradecida, asintió repetidamente y se apresuró a recoger las verduras restantes.
Justo en ese momento, sus ojos se posaron en la mano del joven, donde había una pequeña cicatriz en el dedo índice. Esa cicatriz le parecía familiar. Sin pensarlo, preguntó, “Joven, ¿cuántos años tiene?” El joven frunció el seño. “¿Por qué, pregunta?” No por nada”, respondió ella, pero sus ojos seguían fijos en la mano del joven.
Una sensación de familiaridad la invadió y un recuerdo borroso de su pequeño hijo con la mano llena de heridas por jugar con un cuchillo apareció en su mente. El joven, por su parte, se sintió desconcertado por la mirada de la anciana. Había algo en esos ojos que lo inquietaba, aunque no podía explicarlo. Su enojo inicial se desvanecía, reemplazado por una sensación extraña, una mezcla de remordimiento y confusión que nunca antes había sentido.

Se agachó para recoger un manojo de verduras y se lo entregó con suavidad. No recoja más. Déjeme ayudarla, dijo. Doña Leonor lo miró sorprendida. No está enojado conmigo, preguntó. No pasa nada, respondió él. Levántese. Yo recojo las verduras. El joven se detuvo un momento al veras lágrimas, invadido por una extraña sensación de cercanía, sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos confusos, pero mientras recogía las verduras, su mirada se posó en la muñeca de la anciana, donde brillaba un brazalete de plata viejo bajo la luz del
sol. “Ese brazalete”, murmuró doña Leonor intentó cubrirlo con la manga, pero sus ojos nerviosos no pasaron desapercibidos. Señora”, dijo el joven con voz baja y conteniendo su confusión. “¿De quién es ese brazalete?” Ella lo miró por un largo rato antes de responder. “Es de mi hijo. Mi hijo que se perdió hace 30 años.
” El joven se quedó inmóvil. Esas palabras fueron como un relámpago. “¿Su hijo perdió a su hijo?”, preguntó. Doña Leonor. Asintió. “Sí, tenía 3 años cuando se perdió en un incendio. Lo he buscado durante 30 años, pero no he tenido noticias de él. Solo me queda este brazalete. El joven se quedó en silencio con el corazón acelerado.
Tragó saliva y sin darse cuenta apretó el brazalete de plata que llevaba consigo, idéntico al que él había conservado desde su infancia en el orfanato antes de ser adoptado. Los recuerdos comenzaron a inundarlo. Imágenes fragmentadas de un incendio, gritos, una mano que lo sostenía y luego lo soltaba. En ese momento sintió un mareo. No puede ser, murmuró.
Doña Leonor lo miró con esperanza. Joven, ¿qué pasa? ¿Qué tienes? Él negó con la cabeza tratando de calmarse. No es nada, pero cuénteme más sobre ese incendio, por favor. Doña Leonor, secándose las lágrimas, relató con voz entrecortada. Ese día el fuego comenzó en el pueblo. Corrí con él en brazos, pero el humo era tan denso que tropecé y él se me escapó de las manos.