El día en que Martín decidió dejar a su esposa por otra mujer… pero Verónica ya lo sabía todo.
Después de dejar a su amante, Ramírez condujo de vuelta al hogar. Antes de entrar, se quedó un instante frente a la puerta, repasando mentalmente cómo sería la conversación con su esposa. Respiró hondo y dijo:
— Hola, Clara, ¿estás en casa?
— Aquí estoy —respondió ella con calma—. ¿Pongo a freír los escalopes?
Él no quiso rodeos. Con voz seria anunció:
— Clara, he venido a decirte que es hora de separarnos. Me voy con otra mujer.
Ella, conocida por su serenidad, lo miró con esa frialdad que le valió el apodo de “Clara la Fría”. Sin lágrimas ni gritos, solo replicó con ironía:
— ¿Entonces no pongo los escalopes?
En lugar de la escena dramática que él esperaba, Clara le preguntó si había retirado sus botas del zapatero. Ramírez, confundido, insistió en que se marchaba por amor hacia otra mujer. Clara, sin alterarse, comenzó a nombrar una a una las amantes que había tenido… hasta dar en el blanco con Lorena, la actual.

Él se quedó pálido.
— ¿Cómo lo supiste?
— Porque además de ser tu esposa —respondió ella—, soy mujer, con ojos y oídos.
Ramírez intentó justificarse, habló de pasión y amor verdadero. Clara se limitó a reírse:
— Eso no es amor, es fuego de un rato. ¿Sabés lo que vi? Cómo la abrazabas en el auto del supermercado. Hasta la vecina Nélida lo comentó.
Ella sabía todo desde hacía tiempo, pero no había montado escándalos. Para Clara, él no era un héroe romántico, sino un hombre predecible.
— ¿No te importa? — gritó Ramírez.
— ¿Y de qué sirve romper platos? — contestó ella—. Si sos un necio, yo no voy a volverme más sabia por gritar.
Finalmente, Ramírez proclamó con orgullo:
— Amo a Lorena y me voy.
— Andate —dijo Clara tranquila—. Pero no olvides las botas del zapatero.
Al llegar con su amante, Ramírez fue recibido con champán y velas. Todo parecía un triunfo. Pero pronto descubrió la otra cara: Lorena tenía un hijo que lo miraba con recelo y lo trataba como a un intruso.
Los días se volvieron rutina: sacar la basura, comprar pan, aguantar reproches. Ramírez entendió que había cambiado de casa, pero no de problemas.
Mientras tanto, Clara vivía una transformación. Por primera vez en años, disfrutaba de su tiempo, de sus amigas, de la tranquilidad de su casa. Conoció a Constantino, un ingeniero sereno que la invitó al teatro.
— Con vos la vida es paz —le dijo él—.
Clara sonrió, sintiéndose vista como mujer y no como sirvienta silenciosa.
Desesperado, Ramírez volvió a buscarla con un ramo de flores.
— Clara, me equivoqué. Te necesito.
Ella lo miró firme:
— Yo también te esperé, Ramírez. Esperé a que te fueras, para poder vivir mi vida. Y ahora la estoy viviendo.
Le cerró la puerta en la cara.
Ramírez terminó solo, abandonado incluso por Lorena, que nunca le prometió nada serio. Clara, en cambio, construyó una nueva vida con Constantino, llena de paz y respeto.
Los vecinos dejaron de llamarla “Clara la Fría” y comenzaron a verla como “Clara la Libre”.
Que la verdadera fortaleza no siempre grita ni hace escándalo: a veces se muestra en el silencio y en la calma. Clara demostró que no era fría, sino fuerte. Supo cerrar una etapa sin rencores, elegir su dignidad y abrirse a una nueva vida. Ramírez, en cambio, aprendió demasiado tarde que las pasiones pasajeras no se comparan con el valor de quien realmente te sostiene.