😱‼En el Funeral el Sacerdote descubrió que…Ver más

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El silencio en la sala era tan pesado que parecía aplastar el pecho de todos los presentes. El ataúd blanco descansaba al centro, rodeado de flores que intentaban, sin éxito, disimular el olor frío de la despedida. Allí yacía ella, con el rostro sereno, las manos cruzadas, como si durmiera profundamente. Nadie quería aceptar que ya no despertaría. Nadie estaba preparado para lo que estaba a punto de ocurrir.

La familia había llegado temprano. Rostros pálidos, ojos hinchados, miradas perdidas. Algunos rezaban en voz baja, otros simplemente observaban el féretro sin parpadear, como si al hacerlo pudieran perderla otra vez. El dolor era reciente, crudo, todavía sin forma. Era uno de esos funerales donde no hay palabras correctas, donde todo suena vacío.

El sacerdote avanzó lentamente hacia el ataúd. Había oficiado cientos de funerales, había visto lágrimas, gritos, desmayos. Creía estar preparado para todo. O eso pensaba. Mientras recitaba las primeras oraciones, su mirada descendió, casi por costumbre, hacia el interior del féretro. Y entonces lo vio.

Al principio creyó que su mente le estaba jugando una broma. Un movimiento leve, casi imperceptible, rompió la quietud absoluta. Parpadeó. Volvió a mirar. Su voz se quebró por un segundo, apenas lo suficiente para que algunos lo notaran. Allí, sobre el pecho de la joven, algo no encajaba. Algo vivo.

Un murmullo comenzó a recorrer la sala como una corriente eléctrica. El sacerdote guardó silencio. El aire se volvió denso, irrespirable. Dio un paso más cerca, con el corazón acelerado, y entonces la realidad cayó como un golpe brutal: un animal se movía sobre el cuerpo. No era una ilusión. No era una sombra. Era real.

Algunos asistentes se llevaron la mano a la boca. Otros retrocedieron instintivamente. Una mujer soltó un grito ahogado. El horror se apoderó del lugar sagrado. Nadie entendía cómo algo así podía estar ocurriendo, allí, en ese momento, frente a todos.

El sacerdote levantó la mano, pidiendo calma, aunque él mismo temblaba. Intentó mantener la compostura, pero su rostro había perdido todo color. En años de servicio, jamás había presenciado algo semejante. La muerte ya era suficiente dolor… pero esto cruzaba un límite que nadie esperaba.

La familia quedó paralizada. El padre de la joven sintió que las piernas le fallaban. La madre no podía dejar de mirar, con los ojos abiertos de par en par, como si su mente se negara a procesar lo que estaba viendo. Esa imagen quedaría grabada para siempre, mezclándose con el recuerdo de su hija viva, sonriendo, respirando.

El funeral se detuvo. Las oraciones quedaron suspendidas en el aire. Lo que debía ser una despedida digna se transformó en una escena de pesadilla. Algunos salieron corriendo. Otros se quedaron, inmóviles, incapaces de reaccionar. El llanto se mezcló con el miedo, la confusión y una sensación profunda de irrealidad.

Nadie volvió a escuchar las palabras del sacerdote después de eso. Ya no importaban los rituales, ni los rezos, ni el protocolo. El momento había sido roto de una forma imposible de reparar. La muerte, que ya era dura, se había vuelto aún más cruel.

Con el paso de los minutos, la sala fue quedando vacía. Solo quedaron los más cercanos, abrazándose en silencio, tratando de recomponer algo que no tenía arreglo. No solo despedían a una hija, a una hermana, a una amiga. También despedían la idea de una despedida en paz.

Aquel funeral sería recordado no por las flores ni por las palabras, sino por el instante en que todos comprendieron que incluso en la muerte, la realidad puede golpear sin aviso. Y que hay descubrimientos que nadie debería hacer jamás en un lugar destinado al descanso eterno.

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